tiempo como una cierta «extensión» (distentio) del alma que, al hacer posible la coexistencia del pasado y del futuro en el presente, permite percibir la duración y efectuar la medida. El tiempo depende del alma humana, que es la única que puede tener representación del pasado y del futuro en el presente. El tiempo es una especie de distentio animi, de estiramiento del alma, que ha de entenderse como recuerdo del pasado y expectación del futuro. Agustín ha llevado el tiempo al interior del hombre, pero, además, ha conducido a todos los seres a la conciencia presente, porque la única posibilidad de coincidencia de las tres dimensiones del tiempo es en la conciencia presente.
Entender al tiempo como duración del alma es hacer del hombre un ser finito, puesto que el tiempo no es más que la conciencia del transcurrir del hombre. Pero es también reconocer la imposibilidad de una existencia simultánea de las cosas en una permanencia estable, porque lo que se sucede en nuestro ánimo es lo que no es capaz de coexistir. Frente a ello, lo único que permanece es la eternidad de Dios. La contraposición entre tiempo y eternidad quedaba así asegurada por Agustín, como también la necesidad de elaborar una interpretación sistemática de la historia humana.
Esta concepción del tiempo impuso una nueva manera de entender la historia, porque Agustín, continuando la tradición judeo-cristiana, entiende que el tiempo es una creatura, algo que tiene comienzo y fin, algo que va en una dirección: desde el inicio –la Creación– hasta el fin de los tiempos –la resurrección de los cuerpos o el día del Juicio–. Respecto al individuo, el tiempo también es algo que se escapa, el momento que va desde el día del nacimiento hasta el día de la muerte, como lo refleja Agustín: «Desde que uno comienza a estar en este cuerpo, que ha de morir, nunca deja de avanzar hacia la muerte. Su mutabilidad en todo el tiempo de esta vida (si se ha de llamar vida) no hace más que tender a la muerte. No existe nadie que no esté después de un año más próximo a ella que lo estuvo un año antes; que no esté mañana más cerca que lo está hoy, hoy más que ayer, dentro de poco más que ahora y ahora más que hace un momento. Todo el tiempo que se vive se va restando de la vida; de día en día disminuye más y más lo que queda: de manera que el tiempo de esta vida no es más que una carrera hacia la muerte, en la cual a nadie se le permite detenerse un poco o ir con cierta lentitud»[55]. En su aspecto total, es decir, en lo que se refiere a la humanidad entera, el tiempo adquiere su sentido y su inteligibilidad en esa dirección: la humanidad progresa y avanza hacia una vida feliz en una Historia en la que nada se repite, por lo que el hombre se ve obligado a elegir continuamente para tratar de alcanzar esa vida feliz, esa salvación eterna. Por esto, la concepción agustiniana de la Historia es una historia de salvación: apunta siempre hacia el futuro, un futuro que es para Agustín expectación y esperanza, frente al significado antiguo y clásico de la Historia, que era concebida como un ocuparse de lo presente y, particularmente, de lo pasado, y en donde el futuro nunca era visto como encerrando posibilidades.
Hay dos amores en el hombre y hay dos ciudades en las que se agrupan los hombres. Agustín vuelve a exponer, en clave cristiana, la antigua idea de que el hombre es ciudadano de dos ciudades, porque la naturaleza humana es doble, espiritual y corporal, en una distinción básica para entender todo el pensamiento ético y político del cristianismo. Agustín hizo de ella la clave para comprender la historia humana, dominada por la lucha entre las dos sociedades o civitates: la Ciudad terrestre, constituida por todos aquellos que llevan la vida del viejo hombre, del hombre terrenal, unidos por su amor común por las cosas temporales, una ciudad que no se puede definir como «ciudad del mal», porque el mal es deficiencia en el ser, no un principio a partir del cual se puede constituir una ciudad; y la Ciudad de Dios, formada por el conjunto de hombres que están unidos por el vínculo del amor divino. Aquélla, fundada en los impulsos terrenos, apetitivos y propios de la naturaleza humana inferior; ésta, fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual. La ciudad terrena es la ciudad humana, aquella en la que el hombre, olvidando su vocación hacia lo eterno, se encierra en su finitud y considera como su fin lo que sólo es un medio: es la ciudad en que el hombre se olvida de Dios y se convierte en idólatra de sí mismo.
Establecida la existencia de estas dos ciudades, entendidas espiritualmente (mystice), no se pueden reducir a realidades históricas concretas, y, sin embargo, sólo se dan en la historia, sólo se manifiestan y se oponen en la realidad histórica. Por esta razón, la Historia tiene que ser concebida por Agustín como la contraposición de estas dos fuerzas supra-históricas y supra-temporales que, no obstante, se manifiestan y actúan a través de las fuerzas históricas.
La Historia no es, entonces, sino un intento de mostrar y exaltar la Providencia divina y los designios de Dios. Concebido como el Summum Bonum, Dios es principio de toda regla y de todo orden; él vigila y dirige todo según los inescrutables designios de su bondad y de su justicia. Por ello, a él le están sometidas las vicisitudes de los Estados y de los Imperios. El proceso histórico, por tanto, depende de Dios, creador de cielos y tierra; las fuerzas ciegas del destino, a las que se hacía responsables de la historia humana, quedan ahora completamente aniquiladas y sustituidas por la suprema voluntad de Dios.
I.5. BOECIO, LA FILOSOFÍA COMO CONSUELO
La consolidación de los nuevos reinos bárbaros significó la aparición de nuevas formas de pensar y de sentir, motivadas por las condiciones en que esos pueblos debieron asimilar la cultura clásica, simplificándola para permitir su comprensión y clarificando todo aquello que pudiera ofrecer dificultad de entendimiento. Ésta fue tarea que desarrollaron los hombres que, no sin razón, han sido llamados los Fundadores o Maestros de la Edad Media: Boecio, Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable trataron de conocer lo esencial de la cultura clásica, asimilarla y exponerla de forma asequible, revistiéndola definitivamente con elementos cristianos. El que ofrece mayor interés desde el punto de vista filosófico fue Boecio (ca. 470/480-524/525), de educación latina y griega y probablemente formado en el neoplatonismo de Alejandría. Conocedor de las principales tendencias de la filosofía griega, inició su carrera política en la corte del rey ostrogodo Teodorico, movido por las palabras de Platón en las que exhorta a los filósofos a asumir las riendas del gobierno: «Tú has consagrado por boca de Platón este pensamiento: los Estados serán felices si son gobernados por amantes de la sabiduría o si sus gobernantes se han entregado a su estudio. Tú, por medio de este mismo varón, nos has enseñado también que a los filósofos les asiste siempre una razón necesaria para encargarse del poder, para que el gobierno de las ciudades no quede en manos de ciudadanos perversos y deshonrosos, que llevarían la ruina y la destrucción a los buenos»[56]. Encarcelado por una delación, fue juzgado por el Senado y condenado a la confiscación de sus bienes y a la muerte.
Desde los puestos políticos que ocupó, se interesó por promover una gran labor cultural, basada en un amplio programa que había concebido, cuyo objetivo era ilustrar al pueblo romano, dándole a conocer las obras griegas aún desconocidas por los latinos, en particular las de Platón y Aristóteles. Su empresa, sin embargo, quedó interrumpida por los avatares de su vida. Sus traducciones y comentarios constituyeron, hasta el siglo XII, la única vía de acceso a Aristóteles. Y su obra Consolación de Filosofía, muy leída a lo largo de la Edad Media, fue medio de difusión del platonismo.
En sus Opúsculos teológicos muestra sus conocimientos filosóficos y explica cómo es posible utilizar la filosofía en cuestiones de índole religiosa. Estas obras, que tienen como objeto resolver determinados problemas teológicos, plantean cuestiones que sólo pueden ser resueltas con la ayuda de nociones filosóficas. Y ello porque Boecio, basándose en una regla ciceroniana que denuncia la debilidad de todo argumento de autoridad, da muestras de un profundo racionalismo, que aparece con claridad incluso allí donde formula doctrinas de la Iglesia. Le permitió elaborar un método específico de la teología, en el sentido de que si la fe da lugar a un saber teológico, este saber sólo puede construirse dentro de las disciplinas humanas y ateniéndose a las leyes de éstas, porque es la única posibilidad de ser expresado que ese saber tiene. La fe ha de ceñirse a unas razones, porque sólo en la naturaleza del hombre se puede confiar. Una vez que se ha asegurado la autoridad de Dios, expresada a través de su palabra revelada, la razón ha de jugar un gran papel en la construcción del