1 Si bien este término no es utilizado por Agoglia, se reconocen en autores citados en su libro, Nietzsche, Marx, filósofos que son el punto de partida para el planteamiento de las tesis críticas que se dirigen a las concepciones tradicionales; ellos se actualizan a través de Foucault, Canguilhem, Laclau, Lefort, etc. La bibliografía es vasta y muestra, si se la sigue con cuidado, el gran trabajo que supone este libro, trabajo para organizar y dialogar con las posturas más relevantes de la filosofía del siglo XX.
2 El CELA, y su Centro de investigación en Filosofía y Humanidades, bajo la dirección de los dos filósofos argentinos, especialmente Roig, produjo una revista de vital importancia para el pensamiento de la región.
3 Entre los primeros, Platón y Aristóteles; entre los segundos, Kant, Fichte, Hegel, Herder, Goethe, de los cuales Kant y Hegel hacen, a juicio de Agoglia, un aporte fundamental que permite el desarrollo de cierta Modernidad que enriquece, desde la humanitas, la ontología, la epistemología, la ciencia, la moral y la ética. La referencia en este caso, se centra en la figura de Kant y sus tesis tanto sobre la razón teórica como sobre la práctica.
Historia contemporánea y contemporaneidad de la historia
La naturaleza de la realidad y el conocimiento históricos
Una de las características más relevantes de la historiografía actual y de la “filosofía crítica” de la historia (cuyo cometido específico consiste en dilucidar la naturaleza, las condiciones y el alcance del conocimiento histórico) es la exigencia y el propósito de hacer de la historia una ciencia “con-temporánea” (Barraclough, 1977, 1965, Introducción; 1977, capítulo 11; Le Goff y Nora, 1974). Este último vocablo alude a dos objetivos distintos aunque, como lo veremos de inmediato, concurrentes. Por un lado, significa que el saber histórico debe versar, de preferencia, sobre nuestro propio presente, sobre la realidad y el tiempo en los cuales estamos inmersos y que conciernen de un modo inexcusable y perentorio a nuestra existencia social, porque son el tiempo y la realidad acuciantes de nuestra praxis, de nuestras más urgentes decisiones y comportamientos. Y, por otra parte, extendiendo aquella instancia a todas las épocas y situaciones históricas, señala que, cualquiera sea el momento al que se aplique el empeño cognoscitivo del historiador, éste debe proporcionar siempre una visión desde su propio presente.
Ambas pretensiones habrían merecido -quizás la primera más enfáticamente que la segunda- una inmediata y categórica impugnación de parte de la historiografía tradicional, que se prolonga hasta las primeras décadas del siglo XX. Ésta habría rechazado sin vacilaciones el primer reclamo, por entenderlo totalmente gratuito e inconsistente; pues, ¿cómo podríamos lograr un conocimiento objetivo e imparcial de un tiempo en pleno transcurrir y en cuyos procesos sociales, políticos y económicos estamos enteramente comprometidos? Esta tarea que se le asigna a la historia sólo permitiría un saber conjetural e impreciso, preñado de incertidumbres e impregnado de subjetividad, que nos alejaría, de suyo y para siempre, de la adquisición de un genuino saber científico. La historia con temporánea así preconizada adolecería, pues, de una insanable ilegitimidad, de una deficiencia irremediable que atentaría contra los más elementales requisitos establecidos por la ciencia en cualquiera de sus formas. De acuerdo con este criterio, había que esperar que nuestro tiempo se consolidase u objetivase como pasado, resolviendo todas aquellas indeterminaciones y ambigüedades que lo afectaban como presente, como momento todavía no cumplido; había que aguardar a que quedase “definido” como etapa histórica y, por otra parte, remitirlo para su estudio a un sujeto que estuviese fuera de él, o sea, liberarlo de todos los conocimientos que limitaban y ofuscaban la visión del sujeto contemporáneo, para que pudiera elaborarse, a su respecto, un saber riguroso.
En cuanto a la demanda más generalizada de hacer historia de cualquier época desde nuestro presente, ella implicaba también para tal historiografía una flagrante deformación del pasado, una violación de sus propios derechos, que conduciría a una interminable sucesión de interpretaciones diversas, ninguna de las cuales se podría considerar segura y definitiva, o concordante con lo que esa época fue en sí misma, independientemente de nuestros intereses y de la subjetividad de los distintos historiadores. Sólo, pues, un historiador no-contemporáneo dispondría de la “distancia” y de la imparcialidad necesarias para acceder y ajustarse al pasado real y efectivo. E invocando tal “objetividad” científica, esta misma historiografía imponía a nuestro espíritu una singularísima acrobacia mental, pues pretendía que, mediante saltos verdaderamente prodigiosos en el tiempo, nos metamorfoseáramos en antiguos, orientales, bizantinos, medievales, según los casos y el período de la historia que deseáramos conocer.
No es necesaria mucha sagacidad, como se colige, para darse cuenta que la historiografía tradicional cometía la falacia que los griegos denominaron metábasis eis állo génos, o sea, trasladaba al ámbito de las ciencias históricas el ideal de cientificidad inherente a las ciencias fácticas de la naturaleza y a las ciencias formales, más estrictas aún desde el punto de vista lógico.
Pero sería correcto y justificado, como lo concibió casi toda la mencionada historiografía “científica” de fines del siglo XIX (animada por una recalcitrante tesitura antihegeliana y antidealista -en buena parte explicable-), aplicar a las realidades sociales e históricas (humanas) idénticos criterios heurísticos y metodológicos que los adoptados por las otras ciencias?
La “nueva” filosofía de la historia, la que surge en el siglo XX (Meyerhoff, 1959), liberada del “lastre” metafísico de la doctrina hegeliana -de todas sus implicaciones y supuestos- y reducida, en primera instancia, a una reflexión racional sobre la historia, advirtió que era urgente indagar sobre la naturaleza de la realidad histórica para ver si ella admitía o no tal tratamiento. Se imponía, en suma, una aproximación ontológica, esto es, una incursión en el ser mismo de esa realidad para detectar sus cualidades intrínsecas, sus rasgos más privativos y esenciales; y tal acercamiento convenía emprenderlo con método fenomenológico, es decir, procediendo a una descripción de la realidad histórica tal cual ella se presenta por sí misma ante nuestra conciencia, sin interferencias, prejuicios, ni suposiciones teóricas de ninguna especie, con la mayor neutralidad de que somos capaces. Lo cual es posible porque, en este intento, no buscamos abordar tal o cual proceso, o tal o cual período concretos de la historia, frente a los que las peculiares connotaciones y resonancias humanas propias de los hechos históricos particulares pondrían en juego nuestras tendencias, inclinaciones, pasiones o sentimientos, y nos obligarían a una definición, a una apreciación personal. En cambio, si -conforme al señalado propósito- sólo buscamos extraer de las distintas situaciones y períodos aquellas propiedades que son comunes a todo suceder histórico, tales caracteres -por ser tan generales y abstractos- no tendrán eficacia para influir sobre nuestro ánimo e impulsarlo a una toma de posición, y serán susceptibles de aprehensión objetiva por nuestra conciencia porque ante ellos nada tenemos que declinar o deponer.
Ahora bien, este análisis fenomenológico -así factible- nos dice que la historia se nos parece como un proceso constante -casi como aquel eterno fluir que Heráclito atribuía a toda la realidad-, como un devenir temporal que va sustituyendo incesantemente instituciones, creencias, personajes, situaciones, y en donde se hace sumamente difícil discernir alguna permanencia, algunos nexos firmes y cierta legalidad. Pero, además, nos dice que ese proceso es bastante evanescente, un tiempo más irreal de lo que la historia corriente (la que nuestra estereotipada educación nos comunica) podría sospechar, pues del pasado -que ya no es- solo nos han llegado escasísimos fragmentos, únicamente algunos vestigios y documentos: los hombres o los pueblos que los legaron han desaparecido totalmente, y de la enorme masa de creaciones, productos y sucesos solo nos restan testimonios en número muy limitado, de suerte tal que si nos pusiéramos a re-construir la totalidad