las ciencias formales y naturales no pueden ya ser ideológicas por sus contenidos (tan sólidamente fundados desde el punto de vista lógico y metodológico), sino que solo pueden asumir forma ideológica por la aplicación social que se haga de ellos. En cambio, no ocurre lo mismo con las ciencias humanas, cuyos contenidos, al igual que su forma, pueden ser ideológicos en virtud de los intereses sociales que sus temas y problemas ponen en juego. En tal sentido, entonces, deben ser considerados ideológicos, en la Historiografía, todos los conceptos y teorías -a la par que los instrumentos metodológicos a ellos conducentes- que encubran u oculten no sólo el ser de la historia como realidad, los caracteres ontológicos que la definen (practicidad social, contemporaneidad, transformación, dialecticidad, totalidad estructurada y con sentido), sino también los rasgos propios de nuestra época y nuestra situación, o sea, del presente sobre el cual y desde el cual se debe construir el conocimiento histórico.
Negar u omitir en consecuencia, que la historia es praxis social, es anular toda decisión, encubriendo que la historia la hace el hombre en solidaridad, y que nuestra definición ante los procesos históricos nos define también como hombres -tal cual lo ha sostenido enfáticamente Jarspers (1950). Negar u omitir la contemporaneidad de la historia, reduciéndola a la historia del pasado desde él mismo, conforma una tesitura ideológica porque es un pretexto (consciente o no) para eludir todo compromiso, porque nos exime de toda definición frente a nuestro presente y nos permite evadirnos de él. Negar u omitir que la historia es transformación, significa estabilizar y consagrar la situación existente, justificándola ideológicamente como aceptable y alentando nuestro conformismo cómplice. Negar u omitir la dialecticidad de la historia, es ignorar todo conflicto y oposición y enmascarar ideológicamente la verdadera crisis de la sociedad contemporánea, no reconociendo el significado de las luchas históricas -sociales y políticas- por la promoción del hombre. Negar u omitir que la historia es siempre totalidad estructurada, implica auspiciar el aislamiento de los procesos y problemas sociales, políticos y económicos, impidiendo así (puesto que no hay tales hechos “puros”) nuestra plena concientización y su cabal comprensión y, con ello, la de la situación deficitaria de nuestro presente. Negar u omitir un sentido en la historia, equivale a ignorar que es totalidad y es proceso (porque no hay totalidad procesal sin sentido), y a renunciar -como lo ha visto agudamente Habermas (1973)- a toda acción, declinar nuestra intervención, como si la experiencia del sufrimiento -tal cual ha expresado Malraux-, de la manipulación, de la frustración y de la dependencia no significasen nada, como si todo obedeciese a una distribución casual y no hubiese habido, en la historicidad, ni una praxis orgánicamente articulada, ni un cierto grado de continuidad temporal orientados a la humanización del hombre. Pero no hay pruritos formalistas ni academicistas capaces de ahogar nuestra fe y nuestro sentimiento de que en la historia se verifican un esfuerzo sostenido y una línea ascendente del hombre para advenir a un nivel de Humanidad. Y negar u omitir, finalmente, aquellos rasgos que -según vemos- definen nuestro presente (o, como dijera Fichte, los caracteres de la edad contemporánea), configura también una actitud ideológica, porque ello nos expulsa de nuestra realidad y nos neutraliza como sujetos críticos de enjuiciamiento y actores posibles del proceso histórico.
Las categorías históricas
Íntimamente vinculado a nuestra definición de Historia con-temporánea se halla el problema de las categorías históricas.
¿De qué modo, en efecto, con qué instrumentos conceptuales y metodológicos puede la Historia con-temporánea encauzar y emprender sus investigaciones para arribar a un conocimiento que no altere (ideológicamente o por deficiencias de tratamiento) el ser de la realidad histórica -de la historicidad y de nuestro presente-? Y ¿cómo acotaremos o determinaremos ese presente sobre el cual y desde el cual se debe construir, como horizonte, el conocimiento histórico?
Desde Galileo, y más concretamente a partir de Kant, sabemos que ninguna ciencia puede conocer los fenómenos y objetos que estudia sin un aparato teórico determinado. Si prescindimos de él, el cúmulo de nuestras experiencias sería tan caótico que imposibilitaría todo conocimiento. Einstein ha reiterado que un sistema de pensamiento lógicamente coherente es el requisito inexcusable de toda ciencia, y la historiografía ha reconocido explícitamente, en su propio campo (como lo hace, por ejemplo, Maravall, 1959), que
el saber -de acuerdo con lo que nos asegura el análisis epistemológico- es respuesta a una pregunta que formulamos dirigida a un objeto observado y al que preparamos de antemano para que nos pueda responder… Es más, sin teoría no hay propiamente hechos. Sin una teoría previa que los recoja y los encaje en un conjunto interpretativo, aquellos pasan inadvertidos y, todavía más, son hasta negados, aunque tengan una presencia sensible.
En el caso de Kant, que ha sido el creador y el promotor de esta concepción de la ciencia, tal aparato teórico era fijo y estaba dado de una vez para siempre en la estructura de nuestra conciencia. Pero tras un minucioso y renovado análisis crítico de esta doctrina kantiana, la epistemología ha llegado a la conclusión de que las estructuras condicionantes del conocimiento no son dadas, sino forjadas por el hombre y, por lo tanto, no son universalmente válidas ni inmutables -no son generales ni para todas las ciencias, ni para todas las épocas-. Afirma, en suma, la multiplicidad y el cambio del aparato categorial -que será distinto para las distintas ciencias- y la relativa historicidad del mismo, de conformidad con el desarrollo del conocimiento científico -historicidad que, en el caso de la Historia, que la tiene a ella por objeto, se intensifica al punto de exigirle el constante cambio de aquellas categorías vinculadas a cada época histórica, según veremos-.
La cantidad y calidad de fenómenos que la ciencia puede seleccionar y conocer dependen, entonces, de cada estructura teórica. Sin embargo, la variedad y el cambio de las mismas no debe hacernos pensar que sean totalmente subjetivas y apriorísticas (Rubinoff, 1964). Por el contrario, la ciencia sustenta y reclama que tales estructuras sean construidas (en las ciencias fácticas) a partir de la experiencia que tenemos de cada realidad y mediante un análisis racional de la misma. Las categorías del conocimiento tienen que tener un fundamento en el objeto a estudiar, pero también han de exceder los meros datos de la experiencia si quieren explicar e interpretar racionalmente esa realidad.
En lo que al saber histórico respecta, esta exigencia epistemológica cobra una especial connotación (Ricoeur, 1969). Las categorías deben respetar los caracteres propios del ser histórico, lo que equivale a afirmar que deben comprender conceptos teóricos capaces de expresar y responder a los rasgos más generales de todo suceder histórico, y otros que se ajusten a los más peculiares de cada presente sobre y desde el cual se construya el conocimiento. Los primeros conceptos, constantes, fundamentales e imprescindibles para el estudio de cualquier momento histórico -puesto que traducen el ser mismo de la historicidad- son ontológicos, y los segundos, que rigen sólo para un determinado presente, son variables y se denominan ónticos.
Las categorías ontológicas, que la epistemología de la historia ha detectado hoy con seguro método fenomenológico para sustituir definitivamente a los viejos conceptos filosóficos que aplicaba la historiografía de los siglos XVIII y XIX, son los que traducen los caracteres de la historicidad que ya hemos expuesto: practicidad social, contemporaneidad, dialecticidad, totalidad estructurada, y sentido. Con ellos, la historiografía actual ha superado las parcialidades de las historias que Nietzsche denominara anticuaria (desde el pasado), monumental (desde el presente) y crítica (desde el futuro), y que se asentaban en una unilateral y errónea apreciación y conceptualización del tiempo histórico. Y, sin ellos, no podría obtener ningún saber valedero, pues su desconocimiento -ya lo vimos- distorsiona y encubre la realidad histórica, y extravía cualquier intento explicativo o interpretativo ulterior.
Las categorías ónticas, en cambio, requieren otro tipo de análisis, no fenomenológico -como ha expresado Barraclough- sino empírico-sistemático, pues es necesario aprehender aquellos rasgos que distinguen nítidamente nuestro presente de los otros presentes ya pasados (Dardel, 1958). Y, para ello, debemos examinar concretamente la propia experiencia que de él tenemos y la que nos llega a través de todas y cada una de las manifestaciones de la cultura actual, a fin de hacernos una idea global, unitaria y orgánica -sistemática- de lo que es y se propone.
Pero ¿en qué consiste el presente histórico que buscamos