la conexión establecida por nosotros con otros testimonios- que fueron las expresiones más acabadas de dos altas culturas y constituyeron, respectivamente, monumentos funerarios y templos consagrados a determinadas divinidades?). Por otra parte, el futuro de ese tiempo es todavía más irreal que el pasado, porque aún no es y resulta poco menos que imposible predecirlo. No es mucho, en efecto, lo que podemos prever de ese momento aún en gestación, que todavía no ha llegado a ser. Y entonces, solo nos queda, como único momento real y efectivo, el presente que está siendo -bien que su extrema complejidad no sea tampoco la más adecuada para permitir un conocimiento necesario universal, válido para siempre y para todos-. ¿Qué otra cosa podemos concluir, entonces, sino que, precisamente por ser esta realidad histórica tiempo en su esencia, no hay nada en ella de estable y que lo único efectivamente real es el presente? Viene al caso, por esto, recordar las profundas palabras de San Agustín, quien declara en sus Confesiones que todos los momentos del tiempo confluyen y se condensan en el presente, de modo que, en él, todo es presente: el presente del pasado, que es memoria; el presente del presente, que es intuición, y el presente del futuro, que es espera o atención.
Pero si el único ser real y efectivo del tiempo (y, por ello, el único que se experimenta e intuye) es el presente (o, como dijera Platón con mayor radicalidad todavía, el instante), ¿qué es lo que alberga ese ser presentivo y cuáles de sus contenidos corresponden a la realidad histórica? Si descartamos de nuestras consideraciones todo cuanto no sea estrictamente tiempo humano, es decir, si prescindimos del tiempo cósmico -que es el tiempo en el que tienen lugar los fenómenos naturales-, reconoceremos fácilmente que la realidad temporal presentiva del hombre está constituida por un conjunto de obras, hechos y acciones in fieri, en curso de desarrollo: en definitiva, que esa realidad es praxis. Y convendría aclarar aquí, aunque solo sea de paso (ya que el tema excede los límites del presente prólogo), que ni siquiera los griegos -como lo ha dicho agudamente Marcuse (1968)- a quienes por lo general se atribuye la concepción de haber otorgado por vez primera al pensamiento un valor teorético y un alcance eminentemente contemplativo, han dejado de asignarle una función práctica, servidora de la acción; al punto que, incluso cuando distinguieron y privilegiaron (como lo hizo Aristóteles) ese pensamiento puro sobre los otros, entendieron que él constituía en sí mismo una forma de vida y de conducta, o sea, también una praxis (Jaeger, 1963). De modo que el único problema que subsistiría al respecto sería el de establecer -por difícil que fuera- qué tipo de praxis conformaba el pensamiento teórico.
Si, como vemos, la realidad (siempre presentiva) del tiempo humano es praxis, resta establecer ahora qué es en ella lo específicamente histórico. Y debemos entonces distinguir la praxis personal y privada de los hombres, de su praxis social, que responde a los intereses comunes, que importa a todos y a todos compromete. El pensar, el producir y el obrar del hombre, su praxis, en síntesis, es histórica cuando es social, y esa praxis social, que es un ínter-ser (un inter-esse), define adecuadamente el ser histórico de nuestro presente.
La realidad histórica, así acotada como praxis social presentiva, nos conduce de inmediato a una idea más clara del pasado y del futuro, a una mejor elucidación del carácter propio de los otros momentos del tiempo histórico. Pues si el presente es la praxis real y efectiva, el pasado será una objetivación de praxis o, más bien, una praxis objetivada, dado que es una praxis ya transcurrida de la cual solo nos queda un testimonio objetivo; y el futuro será una proyección de praxis o, mejor, una praxis proyectada, una praxis que se atiende o espera.
Sin embargo, cuando ahondamos un poco más en nuestro análisis, van surgiendo otros caracteres no menos singulares de esa misma realidad histórica. Nos percatamos, por ejemplo, de que el pasado no sería nada, se esfumaría por completo -pues los testimonios perderían todo significado-, si no hubiera alguna conciencia que lo arrancara del olvido otorgándole a tales testimonios un determinado valor. El pasado, pues, no es nada independientemente de la conciencia que lo reconstruye. Y entonces comenzamos a comprender en toda su profundidad la concepción que elaborara el historicismo de la primera mitad del siglo XX, con Hegel a la cabeza, cuando sostenía que no había realidad histórica sin conciencia y, por ello, consideraba que esa realidad no era mera historidad (facticidad pura), sino historicidad (facticidad consciente o indefectiblemente sabida), y así la denominaba. El mismo Hegel se encargó de precisar, en brillantes páginas de la Fenomenología del Espíritu y de las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal cómo el propio presente real y efectivo deja de ser tal sin la conciencia de lo que en él ya está caduco y debe ser transformado o removido. Esta conciencia es la que dinamiza o dialectiza el curso histórico y, sin ella, el tiempo presente de la historia se detendría, se congelaría sin dar paso al advenimiento de un momento superador. Marx posteriormente, desde una perspectiva filosófica materialista diametralmente opuesta a la hegeliana, confirmó ese mismo principio cuando condicionó la transformación histórica de la sociedad capitalista de su época a la previa toma de conciencia de su situación deficitaria y obsoleta, y de las estructuras e ideologías que, no obstante esa caducidad, la apuntalaban postergando su fatal desaparición. Y en refuerzo de estas apreciaciones coincidentes, diremos que el futuro (Marx y Engels, 1967) -no solo en estos mismos pensadores, sino también en las más importantes corrientes historiográficas actuales- es visto y cabe definirlo como una pre-conciencia, como un proyecto que orienta nuestra praxis presente, sin el cual, aun con la nítida percepción de lo perimido4, no sabríamos qué hacer, cómo enderezar nuestra acción transformadora. Algo semejante -como descubriera Nietzsche (1970) y, tras él, toda la filosofía existencialista contemporánea- a lo que ocurre con el curso del más originario tiempo existencial, del cual el tiempo histórico parece ser una proyección trans y supraindividual, ya que la conciencia del futuro preside en él las decisiones del presente, desde el cual re-vivimos y reinterpretamos constantemente nuestro pasado. Y, por ello, expresa Grassi (1954) con acierto que también para nuestra conciencia histórica el pasado es un im-perfectum, una realidad no consumada (que no ha podido perdurar), y el presente, el continuo intento de perfeccionamiento del mundo humano en función del futuro. De todo lo cual se infiere que ninguno de los momentos históricos son sin una forma de conciencia, y que esta es parte integrante, esencial e inescindible de la realidad histórica, que tiene, como Jano, un rostro bifronte, pues alude, por un lado, a la temporalidad que brota incesantemente del presente y, por otro, a la conciencia que trae hacia él las imágenes del futuro y del pasado que lo movilizan en una integrada línea de continuidad. Así se explica que la ontología fenomenológica del ser histórico haya debido ampliar su cometido, complementando su descripción de la temporalidad con una fenomenología de la conciencia histórica (Banfi, 1977). Y es este estudio el que nos aclara que tal conciencia no es un mero reflejo del tiempo al que inseparablemente acompaña. Así como un suceso no es histórico por el mero hecho de ocurrir en un presente, tampoco una conciencia es histórica por la simple aprehensión de lo acaecido, o de la situación existente. Ella es -tal cual hemos anticipado- eminentemente activa: sobre la base del presente que asume, proyecta un futuro y construye un pasado y, de este modo, produce realidad y conocimiento; pues, mediante la integración de los momentos del tiempo histórico, insufla movimiento al presente y genera praxis social, a la vez que funda ontológicamente lo que el conocimiento histórico debe ser. Si esta forma de saber, en efecto, quiere constituir una traducción fiel y objetiva -verdadera- de la historia como realidad, no puede ignorar que ella es praxis social presentiva y consciente5, y que el presente, como nexo real y efectivo del tiempo, es también el único horizonte posible desde el cual debe elaborarse su conocimiento. En suma, si la historia construida (la historiografía) pretende erigirse en saber verdadero acerca de la historia vivida, no puede desvirtuar la índole, la estructura y el orden procesal de desarrollo de la historicidad.
De este breve examen fenomenológico se desprenden algunas conclusiones importantes. Ante todo, vemos que la historia con-temporánea, en cualquiera de las acepciones que le atribuye la nueva historiografía, lejos de constituir una postulación arbitraria e insólita -como en un principio aparentaba ser- ostenta, por así decirlo, mejores derechos que la historia tradicional pasatista.
En primer lugar, como historia del presente -o, como la llamara Hegel, inmediata (Lecciones de filosofía de la historia, op. cit., Introducción)- goza precisamente de un prestigio histórico mayor del que podríamos barruntar. Porque si hoy pretende, cuantitativamente, acaparar la parte del