Tucídides; la Guerra de las Galias, de Julio César; las múltiples Historias de la Revolución Francesa, del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, y las igualmente variadas Historias de las dos guerras mundiales, entre otras) representan, cualitativamente consideradas, ejemplos ilustres de óptima historiografía, ya que son indiscutiblemente las que mayor vigencia conservan, las que mejores enseñanzas contienen y más interés despiertan todavía. Lo cual nos indica que son historias “vivientes” que han captado, en su momento, el sentido del propio presente y, por ello, nos dan testimonio irrefutable del significado que la historia alberga para el hombre; pues ésta se nos ofrece, en tales expresiones historiográficas, como acontecer en el cual el hombre se está autorrealizando, en el que se juega y dirime su destino. Responden, en consecuencia, al más hondo sentido de la historicidad como praxis social presentiva y consciente; pero señala también el profundo valor filosófico que encierra la historia: si -como pensaban los griegos- el filosofar es consustancial al hombre, ninguna realidad hay, ni puede haber, más “filosófica” que aquella en la cual, por obra del hombre mismo, se verifica su realización. Y, por lo tanto, no puede extrañarnos que, al igual que ante los más radicales interrogantes filosóficos, no podemos tampoco sustraernos, ni dejar de definirnos, frente a los grandes sucesos de la historia universal, puesto que afectan a nuestra condición humana. Y esto solo lo confirma y convalida la historia con-temporánea.
En segundo lugar, como historia desde el presente (como contemporaneidad de toda historia), la historia con-temporánea se ajusta con mayor rigor que la pasatista a la naturaleza del ser histórico. Porque la historia tradicional, al tomar el pasado como ser consumado y cosificado, concentra todo su interés en el conocimiento de esa supuesta realidad desde sí misma. Pero hemos visto que tal pasado es, justamente, lo no-consumado (y su extinción certifica su incompletitud), porque no tiene, como tal, realidad independientemente de nuestra conciencia, de modo que mal podemos asimilarnos pasivamente a un pasado que no es, que ya no existe sino por nosotros mismos, por nuestro requerimiento. Somos nosotros quienes lo restituimos, quienes lo solicitamos y rescatamos desde nuestro presente, y él sólo adviene al ser por nuestra solicitud, que formulamos para integrar ese presente nuestro en una continuidad, la continuidad del tiempo histórico, del tiempo de la humanidad. Por ello, el pasado es siempre instrumental a cada presente del hombre, y no tiene el ser fijo de una cosa, sino el móvil de una reiterada re-aparición. Y esto corrobora que toda historia, la de cualquier época pasada, es siempre con-temporánea; pero como -según vimos- el presente es la única realidad efectiva de la temporalidad, toda historia es, no idealmente -de acuerdo con la definición de Croce (1954)-, sino realmente contemporánea.
Todas estas disquisiciones que, por su carácter teórico, pueden parecer especulativas, no obstante ser estrictamente fenomenológicas, tienen también su plena confirmación histórica en los más variados testimonios y referencias como -desde las Vidas paralelas de Plutarco, hasta las Anti-Memorias de Malraux- lo atestigua la historia biográfica. Y por ella sabemos hoy, con toda certeza, que son las cruciales y dramáticas vicisitudes de nuestra existencia las que nos ponen en un contacto experiencial directo con el ser histórico, o sea, las que nos permiten una experiencia ontológica de la historicidad (Müeller, 1959), y también, que los grandes protagonistas de la historia universal han tenido una visión de ese ser en un todo acorde con la descripción que acabamos de proporcionar. Pues lo han vivido como praxis social con un ritmo de desarrollo tendido hacia el futuro, pero inequívocamente centrado en el presente, al cual han reputado siempre de fuente exclusiva de realidad y de conocimiento.
Finalmente, el examen fenomenológico nos descubre otras características que por sí mismas exhiben la realidad histórica: dialecticidad, totalidad estructurada y sentido. La primera deriva de la evidente conflictividad que es inherente a los procesos históricos y constituye el motor de su devenir: pues, aun cuando la historia no se reduzca exclusivamente a ellas, luchas y contradicciones no pueden ser ignoradas como esenciales ingredientes de esos procesos. Pero, claro está, la naturaleza de esa dialecticidad (la cual, dado el carácter objetivo-subjetivo6 de la historicidad, como de toda realidad humana, no será nunca puramente objetiva), al igual que su ritmo operativo, su tipo y su grado de legalidad, ya no lo puede determinar este análisis, sino un estudio teórico-interpretativo ulterior, una reflexión racional sobre aquella.
Respecto de la totalidad, también ella se manifiesta como una propiedad de lo histórico, pues todo suceso se nos ofrece siempre como inserto dentro de un conjunto orgánico en el cual los elementos guardan relaciones internas de interdependencia y reciprocidad. Y a la par advertimos que esta estructura es dinámica y se halla en curso de desenvolvimiento continuo: que no hay una organización natural o un esquema formal ya dados que presidan el proceso mismo. Por ello, ni el naturalismo organicista, ni el estructuralismo, la definen adecuadamente: la estructura de la totalidad se va determinando y surge del curso histórico concreto, y no a la inversa; emerge de la historicidad, y no la historicidad de ella (Lagadec, 1965; Agoglia, 1969). Pero, de cualquier modo, sería impropio y contrario a la índole del ser histórico abstraer los sucesos del contexto que integran y que les va asignando su propio lugar y cometido, en vez de ser él una mera resultante de la función de sus partes.
En cuanto al rasgo del sentido, generalmente se ignora lo que este término significa en la historiografía actual. Y como el problema relativo al mismo queda comprendido más bien dentro de lo que hoy se denomina Filosofía de la historia (o reflexión filosófica sobre la realidad histórica), inmediatamente se lo identifica con el Fin o la Meta últimos de la historia universal de que hablaba la filosofía de la historia tradicional (la de los siglos XVIII y XIX) (Kahler, 1966). Sin embargo, estas ideas están muy lejos de ser equivalentes.
En primer lugar, el sentido alude aquí al hecho -para cualquiera aprehensible- de que cuando el hombre actúa, se forja fines y orienta su conducta en función de un sentido (de un cierto ideal, de un valor, o de un deber ser que regulan normativamente sus actos). Hay, pues, una suerte de experiencia ontológica del sentido; de modo tal que los fines y objetivos son vivenciados siempre como servidores de él. Y en lo que a la praxis histórica se refiere, se quiere indicar con este término que toda ella conlleva o busca también un deber ser, un valor, o un ideal; pero que estos no son nunca exteriores o previos a ella misma, sino que surgen en y con la praxis social, como proyectos que ella va sucesivamente pergeñando al través y al ritmo de su propio devenir temporal. Y, por ello, se afirma que el sentido debe indagarse siempre en la propia realidad histórica; lo cual no significa que haya un fin fijo e inmanente a la historia misma, una especie de destino que conduzca desde dentro el desarrollo histórico. Precisamente, para la historiografía y la filosofía de la historia actuales, una objetivación metafísica del sentido, hipostasiado como meta absoluta, inmanente o trascendente, introduciría un elemento suprahistórico en la historicidad (Fackenheim, 1961) y, en cualquiera de los casos, sobrepasaría abusivamente lo dado fenomenológicamente en la procesalidad del curso histórico. Y como el equívoco puede indudablemente agravarse cuando se habla del sentido de la historia universal, o sea, cuando extendemos esta noción desde el propio presente a la totalidad del proceso histórico (que nunca nos es dada como tal, ni puede serlo), Hartmann ha insistido con razón en aclarar que el sentido, para la historia, no puede ser otro que una inferencia a partir y en apoyo de nuestra propia praxis. Incuestionablemente, entonces, si objetivamos metafísicamente el sentido, infringimos o traicionamos la verdadera naturaleza ontológica de la historicidad. Pero ello de ninguna manera implica que debamos renunciar a su búsqueda en la historia, dado que es su principio esencial. Solo una errónea, anacrónica o burda concepción del sentido, puede inducirnos a ello, pues si tanto a la totalidad del presente, como a la del curso histórico universal (ambas en constante formación), las privamos de sentido7, incurriríamos en el gravísimo error de negarlos como praxis social y de inhibir nuestro obrar, visto que nada se puede hacer ni actuar si carecemos totalmente de orientación.
Sin abundar más, ahora, en consideraciones ontológicas, estimamos oportuno abordar otros problemas capitales que derivan de la fundada concepción de la historia como saber contemporáneo.
La Ideología y la historia
En primer lugar ¿qué significa, qué alcance tiene para esta historia, qué juicio le merece, la definición tradicional de la historia como saber acerca del pasado? La entiende, sin atenuantes, como