de aquel tiempo. Demonizados por la jerarquía eclesiástica, los mismos bogomilos asumían parte del rol que se les adjudicaba, al conceder a Satán un papel que excedía en mucho al de un mero rol de reparto.
“El Diablo es, está, obra por sí”
Otro de los movimientos religiosos considerados herético por la Iglesia católica fue el que integraron los "cátaros”. Este término tiene origen en el griego katharós, que significa "puro”, aunque los historiadores prefieren pensar que deriva del latín cattus, que significa “gato”, ya que así eran nombrados por la Iglesia católica, que se refería a ellos como los “seguidores de Satanás con apariencia de gato”. También se los denominó “albigenses”, pues se hicieron fuertes en la ciudad de Albi, Occitania, y desde allí se expandieron.
Los primeros integrantes del catarismo llegaron a Europa occidental, provenientes de Europa oriental, hacia finales del siglo x. Influidos por los bogomilos, se asentaron en el sur de Francia, lugar desde donde habrían de dejar luego fuertes rasgos en el arte y la cultura de todo Occidente, como veremos más adelante. Pero vale precisar que fue recién en siglo xiii cuando los cátaros se convirtieron en un grupo religioso con marcada influencia en casi toda Francia.
Reiteramos que no tomamos estas “herejías” por su mero sentido histórico o doctrinal. Lo que nos interesa es su relación con lo demoníaco, en tanto y en cuanto le den una “dignidad ontológica” a Satán. Esto es: que le reconozcan una existencia real y una virtud autónoma y operativa. El Demonio podría obrar a su libre albedrío, por sí.
Sin ser entonces demoníacas como cultoras o devotas de lo oscuro, esas “desviaciones” de la ortodoxia católica, de algún modo allanaban el camino a los futuros ritos demoníacos confesionales, pues le concedían a lo diabólico una existencia real. San Agustín, por ejemplo, que tuvo una juventud “descarriada” y creyó en el maniqueísmo, fue luego (fiel continuador y adaptador de Platón al cristianismo) un defensor de la idea de Dios-Sumo Bien-Luz. El Mal entonces pasaría a ser para él sólo “ausencia de bien”. El Mal y su máxima causa, el Demonio, sufrirían así una desjerarquización. Agustín les quitaría ese peso ontológico, esa dignidad de ser, que como veremos persiste en las herejías que estamos analizando.
Los cátaros, para seguir con ellos, creían en la dualidad creadora que representaban Dios y el Diablo, en donde Dios era el bien, y el espíritu, y Satán era el mal. A éste le correspondía la parte material del ser humano, o sea el cuerpo.
Esa dualidad estaba en lucha permanente, y el conflicto sólo desaparecía con el fin de la vida. Por ello ningún cátaro le temía a la muerte, muy por el contrario. Tanto es así, que el catarismo fue una de las pocas religiones en las que estaba permitido el suicidio, aunque por razones muy fundamentadas. Y la única forma aceptada de suicidio era por ayuno.
La "endura”, que así denominaban los cátaros al suicidio permitido, fue considerada por la Iglesia como la herejía más grande cometida por un movimiento religioso monoteísta. Si bien, como dijimos, la endura sólo estaba permitida cuando existían motivos extraordinarios, o cuando la persona estaba afectada por una enfermedad incurable, que le producía un gran sufrimiento.
Esta doctrina herética predicaba la salvación mediante el ascetismo, y el rechazo a todo lo que el mundo material pudiese ofrecer. Allí, precisamente, radicaba esa lucha permanente que debían librar todos sus miembros entre lo esperable, que era abrazarse sólo a lo espiritual, o sea al mundo divino, y rechazar las necesidades de la carne.
El Gran Creador
Las reglas que debían respetar los cátaros eran muy estrictas; incluso el ingreso al movimiento exigía abnegación y convencimiento. El proceso de iniciación duraba algo más de tres años, durante los cuales el aspirante debía aprenderse de memoria el Evangelio según San Juan y someterse a ayunos tres veces por semana, entre otros rigores.
Luego, ya como miembros plenos, los cátaros debían marchar siempre en parejas, vestir de negro, cubrirse la cabeza con una capucha, dejarse la barba, no mentir nunca y llevar una bolsa en la que portaban el Evangelio en su versión antedicha, y una marmita para colocar el alimento a ingerir. El recipiente no debía tener grasa porque la tenían prohibida.
Los cátaros, mucho más que los bogomilos, fueron brutalmente perseguidos por la Iglesia católica, a través de las cruzadas contra los herejes a las que aquélla convocaba, especialmente con el papa Inocencio III. Semejante ensañamiento ¿se fundamentaba sólo en cuestiones de índole dogmática o doctrinal? ¿Era un combate contra el Demonio, existiese o no?
El historiador José Julio Martínez Valero recuerda algunos hechos que dieron origen al nacimiento del catarismo, lo que explicará el porqué de tal encono de la Iglesia:
“Las razones son mayoritariamente de tipo social. El clero del siglo XII no era muy eficaz cuando dirigía sus prédicas al pueblo, que parece entendía mucho mejor a los predicadores ermitaños. Según Labal, el clero veía en la vida laica la perdición, y sólo la vida religiosa era digna de salvación. El clero veía además en la mujer la fuente de todo pecado y perdición. También se mostraba disconforme con la vida urbana que comenzaba a renacer: el auge del comercio podía ser un peligro para la explotación de los excedentes mediante el sistema económico feudal. Era por lo tanto difícil de alcanzar la salvación para los laicos”.
Para los cátaros, en cambio, el reino de Dios no era de aquí. Este mundo, en verdad, había sido creado por Satanás, quien creó también las guerras, todo lo material, e incluso... ¡a la Iglesia católica!
Los heterodoxos de Albi consideraban a dicha iglesia como autoritaria, y sostenían que mantenía el dogma entre sus feligreses merced a los terribles males que, decían, caerían sobre ellos si incumplían con los dictados de la fe católica.
Martínez Valero señala ahora las diferencias entre el accionar y los mandatos de los clérigos católicos y los cátaros:
“Los cátaros llevan una vida austera y predican en la lengua del pueblo. También desdeñan al mundo, como los clérigos, pero proponen explicaciones satisfactorias para la gente. La administración del consolamentum a la hora de la muerte limpiaba de toda impureza. La mujer consolada era igual de pura que el hombre. Sus predicaciones no tenían nada de escandaloso, por lo que podían calar en cualquier cristiano. Todo esto los convertía en un oponente de la Iglesia, ya que venían a llenar algunos 'huecos' dejados por ésta”.
A mediados del siglo xiii, los príncipes y monarcas que habían acogido en sus territorios a los miembros del movimiento religioso herético, los fueron abandonando a su suerte, más preocupados por terminar con guerras que secaban sus arcas que por proteger a los cátaros.
Y si la persecución y las Cruzadas no lograron terminar definitivamente con el movimiento, sí lo haría algunos años más tarde la Santa Inquisición.
Un prestigioso historiador, hermetista y especialista en Edad Media, el francés René Nelli, dice, en la introducción de su libro La vida cotidiana entre los cátaros:
“Hubo cátaros en Francia, en Cataluña, en Italia, en Alemania e incluso, según parece, en Inglaterra. Pero sobre todo en el Mediodía francés, desde finales del siglo xii hasta el año 1209, momento en que se desencadenó la Cruzada, el catarismo pudo organizarse en forma de Iglesia y, mediante los grandes señores ganados a su causa, ejercer una influencia social y política sobre el conjunto del país [...] Las costumbres morales que había impuesto durante la época en que triunfó se mantuvieron en cierta medida aún después de convertirse en clandestino en las ciudades y en las zonas rurales y, hasta comienzos del siglo xiv, en casi todos los sectores de la sociedad”.
Ya fuese en la forma omnipresente y extrema que refería la Iglesia (llevando, desde luego, agua para su molino), ya fuese sólo en su explicación cosmogónica, los cátaros incluyeron al Diablo como una presencia operativa. Por otra parte, esta corriente religiosa produjo reformas en los modos de llevar adelante el cortejo amoroso, dulcificó el trato hacia la mujer, y fue en parte responsable del concepto de amor ideal que se materializó en la poesía provenzal. Rechazó la mentira al punto de sostener que una relación