Franz Kafka

El desaparecido


Скачать книгу

su trabajo.

      Ellos siguieron su camino y llegaron a una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por unas pequeñas cariátides doradas. Para ser un decorado de barco se veía bastante suntuoso. Karl notó que nunca había estado en esta zona, que seguramente había estado reservada durante el viaje a los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la gran limpieza del barco, habían retirado las puertas de separación. De hecho, ya se habían cruzado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro que habían saludado al fogonero. Karl estaba sorprendido por el gran ajetreo, en su entrecubierta había notado poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían también los cables de las líneas eléctricas y todo el tiempo se oía una pequeña campana.

      El fogonero llamó respetuosamente a la puerta y cuando se oyó el “¡Pase!” instó a Karl con un movimiento de la mano a que entrara sin miedo. Cosa que Karl hizo, aunque se quedó junto a la puerta. Ante las tres ventanas de la habitación vio las olas del mar, y observando sus alegres movimientos el corazón empezó a latirle como si no se hubiera pasado cinco largos días mirando ininterrumpidamente el mar. Grandes barcos entrecruzaban sus caminos, cediendo al embate de las olas lo que les permitía su peso. Si uno entrecerraba los ojos, los barcos parecían balancearse por su sola masa. En sus mástiles llevaban banderas angostas pero largas que, si bien tensas por la marcha, igual seguían agitándose a un lado y al otro. Sonaron unos cañonazos de saludo, seguramente provenientes de barcos de guerra. Los cañones de uno de ellos que pasó no muy lejos, brillantes por el reflejo de su revestimiento de acero, parecían como acariciados por la marcha segura, lisa y aun así no del todo horizontal. Desde la puerta podía observarse solo a lo lejos los pequeños barquitos y botes entrando de a grupos en los espacios que quedaban entre los barcos grandes. Detrás de todo eso estaba Nueva York, que miraba a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. En efecto, en esta habitación uno sabía dónde estaba.

      Sentados alrededor de una mesa redonda había tres hombres, uno era un oficial de navío, en uniforme naval azul, y los otros dos eran funcionarios de la administración del puerto, en uniformes negros estadounidenses. Sobre la mesa había varios documentos apilados, que el oficial sobrevolaba primero con la pluma en la mano para luego alcanzárselos a los otros dos, que leían o copiaban algunos extractos, o bien los guardaban en sus portafolios, si es que el que hacía casi todo el tiempo un pequeño ruido con los dientes no le dictaba algo a su colega para el protocolo.

      Sentado ante un escritorio contra la ventana y de espaldas a la puerta había un hombre más pequeño que manipulaba unos grandes infolios alineados sobre un grueso estante a la altura de su cabeza. A su lado, una caja para guardar dinero, abierta y a primera vista vacía.

      La segunda ventana, que estaba libre, tenía la mejor vista. Cerca de la tercera, dos señores dialogaban a media voz. Uno estaba reclinado junto a la ventana, llevaba también el uniforme del barco y jugaba con el puño de su espada. La persona con la que hablaba estaba vuelta hacia la ventana y al moverse dejaba al descubierto cada tanto una parte de las hileras de condecoraciones sobre el pecho del otro. Estaba de civil y sostenía un delgado bastón de bambú que, con ambas manos en la cadera, sobresalía también como una espada.

      Karl no tuvo mucho tiempo para ver todo, porque enseguida se les acercó un auxiliar y preguntó al fogonero, como diciéndole con la mirada que este no era su sitio, qué era lo que quería. El fogonero respondió, tan bajo como había sido interrogado, que quería hablar con el señor jefe de caja. El auxiliar, por su parte, desestimó el pedido con un movimiento de la mano, pero igual se acercó en puntas de pie al señor con los infolios, dando un gran rodeo para evitar la mesa redonda. Este señor –se vio con toda claridad– quedó helado ante las palabras del auxiliar, aunque al final giró hacia el hombre que quería hablarle e hizo ademanes de fuerte rechazo hacia el fogonero y, por las dudas, también hacia el auxiliar. El auxiliar volvió entonces con el fogonero y dijo en un tono como de confidencia:

      –¡Váyase inmediatamente de la habitación!

      Tras esta respuesta, el fogonero bajó la vista hacia Karl, como si este fuera su corazón, ante el que lamentaba en silencio su desgracia. Sin pensarlo dos veces, Karl se lanzó hacia adelante y atravesó la habitación, rozando ligeramente la silla del oficial. El auxiliar lo siguió abalanzándose con los brazos abiertos, como si persiguiera un insecto, pero Karl fue el primero en llegar hasta la mesa del jefe de caja, a la que se aferró, para el caso de que el auxiliar intentara arrancarlo de allí.

      Por supuesto que enseguida la habitación quedó convulsionada. El oficial de navío que estaba sentado a la mesa se levantó de un salto, los señores de la administración portuaria observaron con calma pero también con atención, los dos caballeros junto a la ventana se habían puesto uno al lado del otro, mientras que el auxiliar, creyendo que allí donde los grandes señores mostraban interés ya no debía meterse, dio un paso atrás. Junto a la puerta, el fogonero esperaba tenso el momento en que se requiriera su ayuda. Finalmente, el jefe de caja dio un amplio giro hacia la derecha en su silla.

      Del bolsillo secreto, que dejó expuesto sin escrúpulos ante la mirada de esa gente, Karl extrajo su pasaporte de viaje y lo apoyó abierto sobre la mesa, como toda presentación. El jefe de caja pareció considerar el pasaporte como algo secundario, porque lo corrió a un lado tomándolo con dos dedos, a lo que Karl, como si con eso quedara cumplida la formalidad, volvió a guardárselo.

      –Me permito decir –empezó entonces– que en mi opinión se ha cometido una injusticia con el señor fogonero. Hay aquí un tal Schubal que lo ha estado importunando. El fogonero ha servido de modo absolutamente satisfactorio en muchos barcos, y puede nombrarlos todos. Es diligente y busca hacer su trabajo lo mejor posible, por lo que en verdad resulta difícil de comprender que justo lo haya hecho mal en este barco, en el que la labor no reviste mayores dificultades, como ocurre por ejemplo en los veleros mercantes. Solo puede tratarse por lo tanto de una difamación, que ahora obstaculiza su progreso y le quita el reconocimiento que de lo contrario seguro que no le faltaría. He dicho nada más que generalidades sobre la cuestión, él mismo expondrá sus quejas específicas.

      Karl se había dirigido a todos los señores con este discurso, porque de hecho todos lo estaban escuchando, y porque parecía mucho más probable hallar un justo entre todos ellos a que el justo fuera el jefe de caja. Astutamente había callado que conocía al fogonero desde hacía tan poco tiempo. Por lo demás, habría hablado mucho mejor si no lo hubiera confundido la cara roja del caballero con el bastón de bambú, que veía ahora por primera vez desde su ubicación actual.

      –Es todo cierto, palabra por palabra –dijo el fogonero, antes de que nadie le preguntara nada, antes incluso de que alguien lo mirara.

      Esta precipitación del fogonero habría sido un gran error si el hombre con las condecoraciones, que era el capitán, como entendió Karl de pronto, no se hubiera resignado aparentemente a escuchar al fogonero. Porque estiró la mano y en dirección al fogonero exclamó “¡Venga aquí!” con voz tan firme como para dejarse golpear con un martillo. Ahora todo dependía del comportamiento del fogonero, porque Karl no tenía dudas en cuanto a lo justo de su causa.

      Afortunadamente quedó en evidencia en esta ocasión que el fogonero era un hombre de mundo. Con ejemplar calma y de un solo movimiento tomó de su maletita un manojo de papeles y un cuaderno, se dirigió con toda naturalidad hacia el capitán, ignorando por completo al jefe de caja, y desplegó sus pruebas materiales sobre el alféizar. Al jefe de caja no le quedó más opción que acercarse por su cuenta.

      –Este hombre es un conocido pleitista –dijo a modo de explicación–, está más tiempo junto a la caja que en la sala de máquinas. Ha hecho desesperar a Schubal, que es una persona de lo más tranquila. ¡Escúcheme! –se volvió hacia el fogonero–. Está usted llevando su impertinencia un poco demasiado lejos. ¿Cuántas veces fue expulsado ya de las salas de cobro, como bien se merecía por sus exigencias siempre injustificadas, sin excepción alguna? ¿Cuántas veces se vino corriendo desde allí a la caja central? ¿Cuántas veces le hemos dicho por las buenas que Schubal es su inmediato superior y por tanto el único con el que debe arreglarse como su subordinado? ¡Y ahora viene incluso aquí, cuando se encuentra presente el señor capitán, sin avergonzarse siquiera