Franz Kafka

El desaparecido


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hizo un gran esfuerzo por no dar un salto hacia adelante. Pero ya intervenía el capitán, diciendo:

      –Escuchemos de una vez al hombre. Schubal se ha vuelto demasiado independiente con el tiempo, con lo que no pretendo haber dicho nada en su favor.

      Esto último aludía al fogonero, resultaba natural que no pudiera ponerse de inmediato de su lado, pero todo parecía estar encaminado. El fogonero empezó con sus explicaciones y se esforzó desde el principio por tratar a Schubal de “señor”. Qué alegría sintió Karl junto al escritorio vacío del jefe de caja, donde de puro contento se puso a apretar una y otra vez una balanza para cartas. El señor Schubal era injusto. El señor Schubal favorecía a los extranjeros. El señor Schubal había expulsado al fogonero de la sala de máquinas y le había hecho limpiar los retretes, cosa que sin duda no era tarea para un fogonero. En un momento hasta se puso en duda la capacidad del señor Schubal, capacidad que al parecer era más aparente que real. Karl clavó los ojos en el capitán, con confianza, como si fuera su colega, solo para que este no se dejara influenciar en desmedro del fogonero por su forma un poco torpe de expresarse. De todos modos no sacaron nada en limpio de las muchas palabras y, aunque el capitán seguía con la mirada perdida, teniendo en vista solo la decisión de por esta vez escuchar al fogonero hasta el final, los otros señores empezaron a perder la paciencia y al poco tiempo la voz del fogonero ya no reinaba sola en la habitación, lo que despertaba ciertos temores. El caballero de civil fue el primero en poner en movimiento su bastón de bambú para golpear, aunque despacio, sobre el parqué. Los otros caballeros seguían alzando la vista de vez en cuando, pero los señores de la administración portuaria, con evidente prisa, volvieron a tomar las actas y empezaron a revisarlas, aunque algo distraídos aún, el oficial de navío se acercó otra vez a la mesa y el jefe de caja, creyendo haber ganado la partida, lanzó un suspiro cargado de ironía. Solo el criado parecía a resguardo de la incipiente distracción generalizada, por participar en parte de las penurias del pobre hombre puesto allí entre esos grandes señores, y asentía con seriedad en dirección a Karl, como queriendo explicarle con eso alguna cosa.

      Entretanto, la vida del puerto seguía transcurriendo frente a las ventanas: pasó un barco de carga chato con una montaña de barriles, que debían estar maravillosamente acomodados para no salir rodando, y dejó la habitación casi a oscuras; pequeñas barcas a motor, que de haber tenido tiempo Karl se habría puesto a observar en detalle, pasaban con un zumbido en línea recta, siguiendo los movimientos espasmódicos de las manos de hombres erguidos ante sus timones. Aquí y allá aparecían de pronto curiosos objetos flotantes en el agua intranquila, pero que enseguida quedaban cubiertos otra vez y se hundían ante la mirada absorta; gracias a la ardua labor de los marineros junto a los remos, los botes pertenecientes a los vapores transoceánicos avanzaban llenos de pasajeros, que iban inmóviles y expectantes tal como los habían apretujado allí dentro, aunque algunos no podían evitar girar la cabeza hacia los escenarios cambiantes. Un movimiento sin fin, una inquietud que se transmitía del intranquilo elemento a las personas desamparadas y sus obras.

      Todo reclamaba rapidez, claridad, una descripción bien precisa: ¿y qué hacía el fogonero? Hablaba frenéticamente, hacía tiempo que sus manos temblorosas ya no podían sostener los papeles sobre el alféizar de la ventana; se le ocurrían todo tipo de quejas sobre Schubal, cada una de las cuales hubiera bastado en su opinión para enterrar a ese Schubal por completo, pero lo que lograba mostrar al capitán era solo un triste remolino caótico de todas juntas. El caballero del bastón de bambú hacía rato que había empezado a silbar débilmente en dirección al techo, los señores de la administración portuaria retenían al oficial en su mesa y no daban señales de querer soltarlo nunca más, era evidente que el jefe de caja se abstenía de intervenir como hubiese querido solo por la calma que mostraba el capitán. El auxiliar, en posición de firme, esperaba a cada momento una orden del capitán referida al fogonero.

      Karl no pudo seguir inactivo. Se acercó al grupo despacio, pero pensando con la mayor velocidad cómo abordar el asunto de la manera más hábil posible. Ya iba siendo tiempo, solo un ratito más y volarían de esa oficina. El capitán era tal vez un buen hombre y tenía ahora, según le pareció a Karl, algún motivo especial para mostrarse como un patrón justo, pero a fin de cuentas no se trataba de un instrumento que se pudiera usar hasta gastarlo, que era lo que estaba haciendo el fogonero guiado por la infinita indignación que llevaba adentro.

      Karl dijo entonces al fogonero:

      –Tiene que contarlo de manera más simple y clara, porque así como lo está haciendo ahora, el señor capitán no puede apreciarlo. ¿O conoce él a todos los maquinistas y auxiliares por su apellido o incluso por su nombre de pila como para poder saber de inmediato de quiénes le está hablando solo porque usted los menciona? Organice sus quejas, diga la más importante primero y las otras en orden decreciente, tal vez entonces no sea necesario ni mencionar la mayoría. ¡A mí me lo ha contado con tanta claridad!

      Si en Estados Unidos se podían robar maletas, también se podía mentir un poco, pensó a modo de disculpa.

      ¡Si tan solo hubiera ayudado! ¿No era ya demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato tras oír la voz conocida, pero sus ojos, inundados por las lágrimas de la honra viril mancillada, los recuerdos horribles y el extremo desamparo actual, ya ni siquiera podían reconocer bien a Karl. ¿Cómo iba a cambiar –se dio cuenta de pronto Karl, en silencio, frente al que había callado–, cómo iba a cambiar de repente su discurso si le parecía que ya había expuesto todo lo que había para decir sin recibir el menor reconocimiento, al tiempo que sentía que no había dicho nada y no podía exigir a estos señores que volvieran a escucharlo todo? Y justo en un momento así aparecía Karl, su único partidario, con la intención de darle buenos consejos, pero mostrándole en cambio que todo, todo estaba perdido.

      “Si me hubiera acercado antes, en lugar de mirar desde la ventana”, se dijo Karl, bajando la vista frente al fogonero y golpeándose con las manos las costuras del pantalón como signo de que era el fin de toda esperanza.

      Pero el fogonero malinterpretó esto, sospechando seguramente que Karl se hacía algún reproche oculto a sí mismo y, con la buena intención de disuadirlo, empezó como coronación de sus acciones a pelearse con Karl justo en el momento en que los hombres junto a la mesa redonda hacía rato que estaban indignados por el ruido inútil que los molestaba en su importante trabajo, en que el jefe de caja empezaba lentamente a considerar inentendible la paciencia del capitán y se inclinaba por estallar de inmediato, en que el auxiliar, de nuevo volcado por completo hacia la esfera de los señores, medía al fogonero con miradas furibundas y en que el caballero del bastón de bambú, a quien el capitán le echaba de cuando en cuando una mirada amable y que estaba harto del fogonero y hasta asqueado de él, sacó un pequeño anotador y, ocupado a todas luces en cuestiones completamente diferentes, hacía oscilar la mirada entre el anotador y Karl.

      –Ya lo sé, ya lo sé –dijo Karl, al que ahora le costaba defenderse de la chorrera de palabras que le dirigió el fogonero, que igual le reservaba una sonrisa amistosa en medio de toda la disputa–. Usted tiene razón, tiene razón, nunca lo dudé.

      Por miedo a que le pegase, le hubiera gustado agarrarle las manos gesticuladoras, aunque más ganas tenía de llevárselo a un rincón y susurrarle un par de palabras apaciguadoras que nadie más tuviera que oír. Pero el fogonero había perdido el control sobre sí mismo. Karl empezó incluso a sentir una especie de alivio ante la idea de que, llegado el caso, el fogonero podría someter a los siete hombres presentes con la fuerza de su desesperación, aunque sobre el escritorio, como le mostró una mirada en esa dirección, había un complemento con muchos, demasiados botones de la línea eléctrica: una mano que los oprimiera podía hacer que se rebelara el barco entero, con todos sus pasillos llenos de personas hostiles.

      En ese momento, el hombre del bastón de bambú, por lo demás tan desinteresado, se acercó a Karl y le preguntó, en tono no muy alto, aunque claramente por encima del griterío del fogonero:

      –¿Cómo se llama usted?

      Como si alguien hubiera estado esperando ese comentario al otro lado, tocaron a la puerta. El auxiliar miró al capitán, que asintió. Acto seguido, el auxiliar se dirigió a la puerta y abrió. Afuera apareció