Franz Kafka

El desaparecido


Скачать книгу

      –Solo temo que mi maleta se haya…

      Y al decir esto recordó todo lo que había ocurrido y lo que quedaba por hacer, miró en derredor y vio a todos los presentes mudos de respeto y asombro en sus lugares anteriores, los ojos vueltos hacia él. Solo a los funcionarios del puerto se les veía, hasta donde eran accesibles sus caras severas y autocomplacientes, el pesar por haber llegado en un momento tan inoportuno, y los relojes de bolsillo que ahora había depositado delante suyo seguramente les resultaban más importantes que todo lo que sucedía en la habitación y lo que tal vez pudiera suceder.

      El primero que le expresó su simpatía después del capitán fue curiosamente el fogonero.

      –Lo felicito de todo corazón –dijo dándole un apretón de manos, con lo que quiso manifestar también algo así como reconocimiento.

      Al querer dirigirse con las mismas palabras hacia el senador, este dio un paso atrás, como si el fogonero estuviera excediéndose en sus derechos; el fogonero desistió de inmediato.

      Los otros entendieron ahora lo que había que hacer y enseguida crearon una confusión alrededor de Karl y el senador. A tal punto que Karl recibió una felicitación hasta de Schubal, la aceptó y la agradeció. Los últimos en acercarse, cuando ya había vuelto la tranquilidad, fueron los funcionarios del puerto para decir dos palabras en inglés, provocando una impresión ridícula.

      El senador, a fin de saborear el placer a fondo, se mostró con ánimo de recordarse a sí mismo y a los otros cuestiones secundarias, cosa que los presentes no solo toleraron, sino que naturalmente aceptaron con interés. Contó en ese sentido que se había anotado en su libreta las señas particulares más sobresalientes de Karl que se mencionaban en la carta de la cocinera para el caso de que fuera necesario utilizarlas en este momento. Durante la insufrible cháchara del fogonero, y con ningún objeto más que el de distraerse, había sacado su libreta e intentado jugar a poner en relación las observaciones de la cocinera, no precisamente correctas en términos detectivescos, con la figura de Karl.

      –Y así es cómo uno encuentra a su sobrino –concluyó en el tono de quien quiere que lo feliciten nuevamente.

      –¿Qué pasará ahora con el fogonero? –preguntó Karl, pasando por alto el último relato del tío.

      En su nueva posición creía poder decir todo lo que pensaba.

      –Al fogonero le ocurrirá lo que se merece y lo que estime el señor capitán –dijo el senador–. Creo que ya hemos tenido suficiente y más que suficiente del fogonero, estoy seguro de que todos los caballeros presentes me darán la razón.

      –Eso no es lo que importa en un asunto de justicia –dijo Karl.

      Estaba parado entre el tío y el capitán y, tal vez influido por esta posición, creía tener la decisión en su mano.

      Sin embargo, el fogonero no parecía esperar ya nada de su situación. Tenía las manos a medias hundidas detrás del cinto, que por sus exaltados movimientos había quedado al descubierto, junto a las franjas de una camisa a rayas. No le preocupaba en lo más mínimo, después de haber llorado todas sus penas, que se le vieran el par de harapos con que tenía cubierto el cuerpo y que después se lo llevaran. Imaginó que el auxiliar y Schubal, como los dos presentes de rango más bajo, debían dispensarle esa última benevolencia. Schubal tendría después su tranquilidad y no volvería a caer en la desesperación, según se había expresado el jefe de caja. El capitán podría contratar solo a rumanos, en todas partes se hablaría rumano y tal vez así todo anduviera realmente mejor. Ningún fogonero volvería a parlotear en la sala de cobro, solo de su última cháchara se guardaría una memoria bastante amable, ya que, como había explicado el senador de manera categórica, había provisto indirectamente la ocasión para que reconociera a su sobrino. Un sobrino que por cierto había buscado serle de utilidad desde antes y que por lo tanto ya le había dado de antemano un agradecimiento más que suficiente por sus servicios en ese reconocimiento; al fogonero ni se le ocurrió pedirle ahora alguna otra cosa. Por lo demás, aunque fuera el sobrino de un senador, eso estaba lejos de significar que fuera un capitán, y era de la boca del capitán que saldría a fin de cuentas la sentencia negativa. En consonancia con esta opinión, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero lamentablemente no quedaba en esta habitación llena de enemigos ningún otro sitio donde descansar los ojos.

      –No malinterpretes la situación –dijo el senador a Karl–, tal vez se trate de un asunto de justicia, pero al mismo tiempo es un asunto de disciplina. Ambos, y ante todo el último, se encuentran sometidos aquí al juicio del señor capitán.

      –Así es –murmuró el fogonero, y los que se dieron cuenta y lo entendieron sonrieron extrañados.

      –Aparte de esto, hemos estorbado tanto al señor capitán en sus asuntos protocolares, que seguro deben multiplicarse de manera increíble al atracar en Nueva York, que ya va siendo más que hora de que abandonemos el barco, no sea cosa que por medio de alguna intromisión absolutamente innecesaria encima transformemos esta rencilla insignificante entre dos maquinistas en un acontecimiento. Entiendo tu modo de proceder, querido sobrino, pero precisamente eso es lo que me da el derecho a sacarte de aquí con urgencia.

      –Enseguida haré que le pongan a flote un bote –dijo el capitán, para sorpresa de Karl sin presentar la menor objeción a las palabras del tío, que sin duda podían ser vistas como una autohumillación de su parte.

      El jefe de caja se precipitó hacia el escritorio y transmitió por teléfono la orden del capitán al jefe de botes.

      “El tiempo apremia –se dijo Karl–, pero no puedo hacer nada sin ofender a todos. No puedo abandonar ahora al tío, cuando acaba de reencontrarme. El capitán es amable, pero eso es todo. Con la disciplina se acaba su amabilidad y seguro que el tío dijo lo que pensaba. Con Schubal no quiero hablar, hasta me arrepiento de haberle dado la mano. Y todas las otras personas carecen de importancia”.

      Así pensando se acercó lentamente al fogonero, le sacó su mano derecha del cinto y la sostuvo jugueteando en la propia.

      –¿Por qué no dices nada? –preguntó–. ¿Por qué toleras todo?

      El fogonero se limitó a arrugar la frente, como si buscara la expresión acorde a lo que tenía para decir. Había bajado la vista hacia la mano de Karl y la propia.

      –Han sido injustos contigo como con ningún otro en el barco, lo sé perfectamente –y Karl movía sus dedos de un lado al otro entre los dedos del fogonero, que miraba en derredor con ojos brillantes, como si estuviera experimentando un deleite que nadie podía tomarle a mal–. Pero debes defenderte, decir sí y no, de lo contrario la gente no se entera de la verdad. Debes prometerme que me vas a hacer caso, porque me temo con muchos fundamentos que yo mismo no voy a poder ayudarte en nada más.

      Karl lloraba ahora, mientras besaba las manos del fogonero. Tomó después la mano inmensa, casi inanimada, y se la apretó contra sus mejillas, como un tesoro del que se viera obligado a prescindir. Para entonces el tío senador ya se había acercado y lo apartó, aunque ejerciendo la violencia más leve.

      –El fogonero parece haberte hechizado –dijo, echándole una mirada de inteligencia al capitán por encima de la cabeza de Karl–. Te sentiste abandonado, luego te encontraste con el fogonero y ahora le estás agradecido, es algo muy loable. Pero, al menos por mí, no lo lleves demasiado lejos y considera tu posición.

      Del otro lado de la puerta se armó barullo, se oyeron gritos, incluso pareció como si empujaran a alguien con brutalidad contra la puerta. Entró un marinero, algo desencajado, que llevaba atado un delantal de mujer.

      –Hay gente afuera –exclamó, dando codazos a su alrededor como si aún estuviera en medio del gentío.

      Al fin volvió en sí y quiso cuadrarse ante el capitán cuando descubrió el delantal de mujer, se lo arrancó y lo tiró al suelo, exclamando:

      –Esto es asqueroso, me ataron un delantal de mujer.

      Luego entrechocó los tacones y saludó. Alguien intentó reír, pero