Franz Kafka

El desaparecido


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me podría hacer fogonero yo también –dijo Karl–. A mis padres les da igual a qué me dedique.

      –Mi puesto quedará libre –dijo el fogonero y, con plena conciencia de este hecho, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apoyó sobre la cama las piernas, enfundadas en unos pantalones arrugados de un material tipo cuero color gris ferroso, con el fin de estirarlas. Karl tuvo que correrse más hacia la pared.

      –¿Se va del barco?

      –Sí, señor, hoy nos marchamos.

      –¿Por qué? ¿No le gusta?

      –Y bueno, así son las cosas, no siempre lo decisivo es si a uno le gusta o no. Por lo demás, tiene razón, no me gusta. Seguro que no piensa en serio esto de hacerse fogonero, pero es precisamente en esos casos donde resulta más fácil terminar siéndolo. Por eso le aconsejo con fuerza que no lo haga. Si en Europa quería estudiar, ¿por qué no quiere estudiar aquí? Las universidades estadounidenses son incomparablemente mejores que las europeas.

      –Es posible –dijo Karl–, pero casi no tengo dinero para estudiar. Leí de alguien que de día trabajaba en un negocio y de noche estudiaba, hasta que se recibió de médico y creo que llegó a alcalde, pero para eso se necesita mucha perseverancia, ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui un alumno especialmente bueno, no me costó nada despedirme de la escuela. Y quizá las escuelas aquí sean más severas aún. Inglés casi no sé. En general aquí no quieren a los extranjeros, creo yo.

      –¿Ya lo comprobó usted también? Bueno, entonces está por buen camino. Usted es mi hombre. Fíjese, estamos en un barco alemán, pertenece a la línea Hamburgo-Estados Unidos, ¿por qué no somos todos alemanes entonces? ¿Por qué el jefe de máquinas es rumano? Se llama Schubal. No se puede creer. ¡Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, en un barco alemán! Y no crea –se quedó sin aire, vaciló con la mano– que me quejo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero esto es demasiado!

      Y golpeó la mesa varias veces con el puño, sin sacarle la mirada de encima mientras golpeaba.

      –He servido ya en tantos barcos –y mencionó veinte nombres uno detrás del otro como si fueran una sola palabra, con lo que Karl quedó completamente confundido– y me he destacado, fui elogiado, era un trabajador al gusto de mis capitanes, incluso pasé varios años en el mismo velero mercante –se levantó, como si fuera el punto más alto de su vida– y aquí en esta carraca, donde todo anda en regla, donde no se exige ningún ingenio, aquí no valgo nada, soy un estorbo constante para Schubal, soy un vago, merezco que me echen y recibo mi sueldo por misericordia. ¿Lo entiende usted? Yo no.

      –No tiene por qué tolerarlo –dijo Karl exaltado.

      Ya casi había perdido la sensación de estar sobre la superficie inestable de un barco, sobre la costa de un continente desconocido, tan en casa se sentía en la cama del fogonero.

      –¿Ya estuvo con el capitán? ¿Fue a reclamarle por sus derechos?

      –Bah, váyase, mejor que se vaya. No quiero tenerlo aquí. No me escucha lo que le digo y me da consejos. ¡Cómo voy a ir a ver al capitán!

      Cansado, el fogonero volvió a sentarse y apoyó la cara en ambas manos.

      “No puedo darle ningún consejo mejor”, se dijo Karl. Y sintió, en general, que hubiera preferido buscar su maleta en lugar de dar aquí consejos que pasaban por tontos. Al entregarle la maleta para siempre, su padre le había preguntado en broma: “¿Cuánto tiempo la tendrás?”. Y ahora esa maleta cara quizá ya se había perdido de veras. Su único consuelo era que su padre difícilmente pudiera enterarse de su situación, aun si se ponía a investigar. Todo lo que podía decirle la compañía naviera era que había llegado hasta Nueva York. Lo que apenaba a Karl era que casi no había usado las cosas que había en la maleta, aun cuando hacía tiempo que hubiera necesitado por ejemplo cambiarse la camisa. Había ahorrado en el sitio incorrecto; justo ahora que, al principio de su carrera, hubiera precisado presentarse con ropa limpia, tendría que aparecer con la camisa sucia. Qué perspectiva más bella. De lo contrario, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan enojosa, ya que el traje que tenía puesto era mejor que el que estaba en la maleta, que en realidad solo era un traje de emergencia que la madre había tenido que remendar justo antes de la partida. Ahora recordó también que en la maleta había un pedazo de salame de Verona que su madre le había empacado como aporte adicional, del que sin embargo solo había podido comer una mínima parte, porque durante el viaje había estado sin ningún apetito y la sopa que se repartía en la entrecubierta le había resultado más que suficiente. Ahora le hubiera gustado tener el salame a mano para ofrecérselo al fogonero. Porque era fácil conquistar a ese tipo de gente dándole alguna pequeñez, eso Karl lo sabía por su padre, que conquistaba a todos los empleados de menor rango con los que tenía relación comercial repartiéndoles cigarros. Karl solo poseía ahora su dinero como para regalar y, ya que quizá había perdido su maleta, prefería por el momento no tocarlo. Volvió a pensar en la maleta. Realmente no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante el viaje, al punto de casi no poder dormir, para ahora dejar que se la quitaran con tanta facilidad. Recordó las cinco noches en que había sospechado continuamente que el pequeño eslovaco que dormía dos literas a su izquierda le había echado el ojo a su maleta. Ese eslovaco solo estaba al acecho de que Karl, vencido por el cansancio, finalmente se durmiera por un momento, para poder arrastrar la maleta con la larga vara con la que siempre andaba jugando o practicando. De día tenía un aspecto de lo más inocente, pero no bien caía la noche, se levantaba de tanto en tanto de su cucheta y le echaba una mirada triste a la maleta de Karl. Podía reconocerlo con toda claridad porque siempre había alguien aquí o allá que, con la inquietud del emigrante, encendía una lucecita, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibiera, para intentar descifrar los folletos incomprensibles de las agencias de emigración. Si la luz estaba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si estaba lejos o reinaba la oscuridad, entonces debía permanecer con los ojos abiertos. El esfuerzo le había producido un profundo agotamiento, y ahora tal vez había sido completamente en vano. ¡Ese Butterbaum, si alguna vez volvía a cruzárselo!

      En ese momento resonaron a lo lejos, dentro de la calma hasta ahora perfecta del camarote, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que se fueron aproximando con sonido creciente hasta convertirse en la marcha tranquila de hombres. Iban en fila, como resultaba natural en el angosto pasillo, y se oía un tintineo como de armas. Karl, que había estado a punto de estirarse en la cama para entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones por maletas y eslovacos, se levantó de un salto y tocó al fogonero, para que al fin prestara atención, ya que el principio de la hilera parecía haber alcanzado la puerta.

      –Es la banda de música del barco –dijo el fogonero–, estuvieron tocando arriba y ahora van a empacar. Ya está todo listo, podemos irnos. ¡Venga!

      Tomó a Karl de la mano, descolgó a último momento una imagen enmarcada de la Virgen que estaba en la pared sobre la cama, se la metió en el bolsillo superior, alzó su maleta y abandonó apresuradamente el camarote junto a Karl.

      –Ahora iré a la oficina y les diré a esos señores mi opinión. No queda ningún pasajero, así que ya no hay que andar cuidándose.

      El fogonero repitió esto de diferentes maneras y quiso aplastar al paso una rata que se le cruzó en el camino con un golpe lateral del pie, pero que solo logró empujarla más rápido dentro del hueco que había alcanzado justo a tiempo. Sus movimientos en general eran lentos, porque si bien tenía piernas largas, eran demasiado pesadas.

      Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas con delantales sucios –se los rociaban adrede– limpiaban vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, la tomó por la cintura y la llevó consigo un trecho, con ella haciendo fuerza coquetamente contra su brazo.

      –Es el momento de la paga, ¿quieres venir? –preguntó él.

      –¿Para qué molestarme? Mejor tráeme el dinero –respondió ella, se escurrió por debajo de su brazo y se escapó de prisa.

      –¿Dónde