–repitió el consejero de Estado–. Están participando contra mi voluntad, y contra la de ustedes, de una pequeña escena familiar y por eso no puedo evitar darles una explicación, ya que, según creo, solo el capitán –esta mención tuvo como consecuencia una reverencia mutua– se encuentra completamente informado.
“Ahora sí que tengo que prestar atención a cada palabra”, se dijo Karl, y mirando de costado se alegró de que la vida empezara a volver al cuerpo del fogonero.
–En todos los años de mi estadía en Estados Unidos (la palabra estadía no es la apropiada para el ciudadano estadounidense que soy de todo corazón), en todos los largos años que llevo viviendo aquí he estado completamente distanciado de mis parientes europeos por razones sobre las que, en primer lugar, no corresponde abundar en este contexto y, en segundo, me llevaría realmente demasiado tiempo relatar. Siento incluso temor por el momento en que tal vez me vea precisado a contárselo a mi querido sobrino, ya que lamentablemente no se podrá evitar hablar con franqueza sobre sus padres y sus allegados.
“Es mi tío, sin lugar a dudas –se dijo Karl y siguió escuchando con atención–. Probablemente se haya hecho cambiar el apellido”.
–Mi querido sobrino ha sido apartado por sus padres (llamemos a las cosas por su nombre) tal como se arroja un gato a la calle cuando molesta. No quiero en absoluto encubrir lo que ha hecho para ser castigado de este modo (encubrir no es muy de estadounidense), pero su falta es de un tipo que solo nombrarla ya comporta suficiente disculpa.
“Eso suena bien –pensó Karl–, pero no quiero que cuente todo. Además, no puede saber. ¿De dónde? Pero vamos a ver, seguro que sabe todo”.
–Él fue –prosiguió el tío, apoyándose con ligeras inclinaciones en el bastón de bambú clavado frente a él, con lo que efectivamente lograba quitarle al asunto una parte de la solemnidad innecesaria que de lo contrario seguro que hubiera tenido–, él fue seducido por una criada, Johanna Brummer, una persona de unos treinta y cinco años. Con la palabra seducir no busco para nada ofender a mi sobrino, pero resulta difícil encontrar otra que se ajuste de manera tan apropiada.
Karl, que ya se había acercado bastante al tío, se dio vuelta con el fin de colegir de las caras de los presentes la impresión que había causado el relato. Ninguno se reía, todos escuchaban con paciencia y seriedad. A fin de cuentas uno no se ríe del sobrino de un consejero de Estado en la primera oportunidad que se le presenta. Más bien se podría haber dicho que el fogonero le sonreía a Karl, aunque bien poquito, lo que en primer lugar resultaba regocijante como nueva señal de vida y en segundo lugar era perdonable, ya que en el camarote Karl había querido hacer un secreto especial de esta cuestión ahora pública.
–Esta Brummer –prosiguió el tío– tuvo un hijo de mi sobrino, un niño sano, al que bautizaron Jakob, sin duda en memoria a mi modesta persona, que, incluso en las menciones seguramente muy marginales que le hiciera mi sobrino, debe haber causado una profunda impresión en la muchacha. Afortunadamente, creo yo. Ya que los padres, con el fin de evitar el pago de la manutención o el escándalo que llegaría hasta ellos mismos (no conozco, me veo en la obligación de insistir, ni las leyes de allí ni las otras circunstancias de los padres, solo he tenido noticia en épocas pasadas de dos cartas suyas pidiendo dinero, que dejé sin contestar pero que guardé y que conforman mi único y unilateral vínculo epistolar con ellos en todo este tiempo); ya que, para evitarse la manutención y el escándalo, embarcaron a su hijo, mi querido sobrino, hacia Estados Unidos, con un equipaje irresponsablemente deficiente, como se ve, el joven, librado a su propio destino, y dejando a un lado las señales y los prodigios que aún existen en Estados Unidos, probablemente se habría malogrado en algún callejón del puerto si aquella criada, en una carta dirigida a mí, de la que tras una larga odisea tomé posesión anteayer, no me hubiera comunicado toda la historia, junto a una descripción de la persona de mi sobrino y agregando, inteligentemente, la mención del nombre del barco. Si mi objetivo fuera entretenerlos, señores, podría leerles algunos pasajes de esta carta –sacó de su bolsillo y agitó en el aire dos enormes pliegos de letra apretada–. Seguro que tendrían su efecto, porque fue escrita con una astucia, si bien algo simplona, siempre bienintencionada, y con mucho amor por el padre de su hijo. Pero ni quiero seguir entreteniéndolos con más que lo necesario para aclarar el asunto ni tampoco quiero tal vez herir, ya en su bienvenida, los sentimientos que probablemente aún albergue mi sobrino, que si quiere podrá leer la carta para su información en la tranquilidad de la habitación que ya lo está aguardando.
Karl no albergaba sin embargo ningún sentimiento por aquella muchacha. En el amontonamiento de un pasado cada vez más repelido, la veía sentada junto al armario de cocina con el codo apoyado en su placa superior, mirándolo entrar y salir cuando buscaba un vaso con agua para su padre o cumplía con un encargo de su madre. En esa compleja posición de lado junto al armario de cocina escribía a veces cartas, inspirándose en la cara de Karl. A veces se tapaba los ojos con la mano y entonces no le llegaba nada de lo que se le dijera. A veces se arrodillaba en su estrecha piecita junto a la cocina y le rezaba a una cruz de madera, entonces Karl al pasar la observaba temeroso a través del resquicio de la puerta un poco entornada. A veces, cuando Karl se le cruzaba en su camino, corría por la cocina y retrocedía sobresaltada y riendo como una bruja. A veces cerraba la puerta de la cocina cuando Karl había entrado en ella y mantenía aferrado el picaporte hasta que Karl pedía salir. A veces sacaba cosas que él ni le había pedido y se las entregaba en las manos sin decir palabra. Y una vez le dijo “¡Karl!” y aprovechó el asombro del muchacho por ese tratamiento para llevárselo entre suspiros y muecas a su pequeña habitación y cerrarla con llave. Se le echó al cuello, acogotándolo, y mientras le pedía que la desvistiera, era ella la que lo desnudaba a él y lo acostaba en su cama, como si a partir de ahora no quisiera entregárselo a nadie sino acariciarlo y cuidarlo hasta el fin del mundo. “¡Karl, ay, tú, mi Karl!”, exclamaba, como si al verlo confirmara su posesión, en tanto que él no veía nada y se sentía incómodo entre las varias mantas calurosas que ella parecía haber apilado expresamente para él. Luego se echó a su lado y quiso que le contara algún secreto, pero como no supo qué decirle ella se enojó, en broma o en serio, lo sacudió, le escuchó el corazón, le ofreció su pecho para que también él escuchara, algo de lo que no pudo convencer a Karl, apretó su panza desnuda contra el cuerpo de él, buscó con la mano entre sus piernas –tan repugnantemente que Karl alzó la cabeza y el cuello de la almohada–, lo empujó algunas veces con su panza, a él le pareció como que ella era una parte suya y tal vez por esa razón lo invadió un desamparo espantoso. Llorando llegó al fin a su cama, después de que ella le pidiera varias veces reencontrarse. Eso había sido todo y aun así el tío supo cómo convertirlo en una gran historia. Y la cocinera había pensado también en él y le había avisado al tío sobre su llegada. Bien hecho por parte de ella, ya sabría cómo retribuírselo.
–Y ahora –exclamó el senador– quiero que me digas con franqueza si soy o no soy tu tío.
–Eres mi tío –dijo Karl, le besó la mano y recibió un beso en la frente–. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres solo hablan mal de ti. Más allá de eso, tu discurso contenía algunos errores, quiero decir que en realidad no todo sucedió de esa manera. Pero lo cierto es que desde aquí no puedes juzgar tan bien las cosas y además no creo que genere especiales inconvenientes que los señores hayan quedado un poco mal informados en los detalles de un asunto que no puede importarles mucho.
–Bien dicho –dijo el senador, lo llevó ante el capitán, que estaba visiblemente interesado, y agregó–: ¿No tengo un sobrino magnífico?
–Estoy feliz de haber conocido a su sobrino, señor senador –dijo el capitán con una reverencia como solo logran personas con adiestramiento militar–. Es un honor especial para mi barco haber podido servir de lugar para un encuentro de este tipo. Pero el viaje en la entrecubierta debe haber sido muy malo, quién puede saber qué personas van ahí. Una vez, por ejemplo, viajó en la entrecubierta el primogénito del mayor magnate húngaro, ya he olvidado el nombre y la razón del viaje. Llegó a mi conocimiento mucho más tarde. Hacemos todo lo posible por aliviarle el viaje a la gente de entrecubierta, mucho más por ejemplo que las empresas estadounidenses, pero