llegado con un mensaje diferente. Eran judíos, como Pablo mismo. Y probablemente también eran creyentes en Jesús —como las personas de las que leemos en Hechos 15.5, que antes habían sido fariseos (también como Pablo). Pero, a diferencia de Pablo, pensaban que no era suficiente que estos gentiles depositaran su fe en Jesús. No, ellos decían que si estos gentiles querían las bendiciones de las promesas que Dios le había hecho a Abraham, entonces debían unirse al pueblo de Abraham convirtiéndose en judíos prosélitos. Los prosélitos era gentiles que se convertían a la fe judía circuncidándose y cumpliendo con la ley de Moisés, incluyendo especialmente las leyes relacionadas con el sabbat y con el consumo exclusivo de alimentos considerados limpios según las costumbres judías. Entonces, estos otros maestros intentaban persuadir a los creyentes gálatas que, además de depositar su fe en Jesucristo, debían convertirse en judíos, circuncidándose y cumpliendo con la ley de la Torá.
Pablo reacciona con mucha vehemencia. A lo largo de los primeros cuatro capítulos de su carta, insiste en que Cristo es lo único que necesitan. Nuestra salvación proviene por medio de la fe en la promesa de Dios, tal como sucedió con Abraham. La ley de Moisés funcionaba de manera adecuada y correcta para el pueblo de Israel del Antiguo Testamento durante esa era anterior a Cristo. Pero ahora que el Mesías ha venido, el camino ha sido abierto para que personas de cualquier nación logren la bendición de Abraham mediante la fe en el Mesías Jesús. Por ello, todos los que confían en Cristo —ya sean judíos o gentiles— no tienen la obligación de vivir bajo la autoridad disciplinaria de la ley del Antiguo Testamento. Más bien, deberían vivir sus vidas en libertad, viviendo para Dios, con Cristo morando de ellos, y «caminando» con la guía del Espíritu.
¿Pero ello no llevaría a la permisividad moral? Es decir, si las personas no están contenidas por la ley de Moisés, ¿qué impide que todos estos nuevos gentiles hagan lo que les dé la gana y, por ende, vuelvan a caer en su inmoralidad pagana. No, dice Pablo. Esa es una falsa polarización entre dos extremos. Estos son los dos peligros a los que nos referimos más arriba, y que ahora podemos nombrar —los extremos del legalismo por un lado y del libertinaje por el otro.
Ahora bien, es importante darnos cuenta de que la ley del Antiguo Testamento no era, en sí misma, de carácter legalista. Al contrario, estaba fundada sobre la gracia de Dios, que el pueblo recibió luego de que Dios los rescatara de Egipto. Pero fácilmente podía torcerse hacia una manera bastante legalista de pensar. Aquellos que insistían en que los cristianos también debían cumplir con la Torá, decían que lo que realmente importaba era que uno cumpliera con las leyes y las regulaciones de la ley (especialmente la circuncisión, el sabbat y las reglas de alimentación) —como una especie de verificación de la identidad étnica y afiliación en el pacto, como credencial para demostrar que uno estaba entre los justos, que pertenecía al pueblo de Dios y era un verdadero judío en todo el sentido de la palabra (como Pablo había dicho de sí mismo en Fil 3.4-6).
Pero la respuesta a aquella tergiversada insistencia en la ley no es irse al otro extremo y pensar que, ya que no estamos «bajo la ley», podemos hacer lo que nos da la gana y satisfacer cualquier deseo que tengamos. El legalismo es un extremo (mantener todas las reglas) y el libertinaje es el otro (rechazar cualquier regla): los dos ofrecen respuestas completamente equivocadas a la pregunta: ¿Cómo debe vivir un cristiano?
Es sorprendente que estos dos extremos y peligros todavía se encuentran en la iglesia hoy en día. Por un lado, hay algunos cristianos y algunas iglesias que son muy legalistas. Resaltan la importancia de obedecer todas las reglas. Insisten en que uno debe hacer tal cosa y jamás la otra si es que quiere demostrar que realmente es cristiano. Les encanta que todo sea estricto y claro, y por lo general tienen muy poca simpatía hacia aquellos que no pueden o no quieren adecuarse. Su actitud pareciera ser: «Si no puedes obedecer nuestras reglas, no eres de los nuestros». Por otro lado, y a menudo en reacción a ese tipo de legalismo, hay quienes rechazan toda idea de reglas o tradiciones en la iglesia. Todo el sentido de la fe cristiana, como ellos lo ven, es liberarnos de la carga religiosa institucionalizada. «¡Dios nos ama, así como somos!», dicen, y no tienen lugar para conceptos como disciplina y obediencia. Esto puede llevarlos hacia tentaciones y conductas inmorales y pueden terminar viviendo y pensando de las mismas maneras que el mundo que los rodea.
Al parecer, oscilamos entre los que quieren que todos cumplan las reglas y los que rechazan todo tipo de reglas. Pero se trata de una polaridad completamente equivocada y falsa. Pablo se enfrenta con ello en Gálatas 5 y nos muestra un camino mucho mejor —la manera verdaderamente cristiana de vivir nuestra vida— el camino del Espíritu de Dios que nos ha sido dado por medio de Cristo.
Ahora sería realmente útil que tengamos nuestras Biblias abierta en Gálatas 5 para seguir el bosquejo del argumento de Pablo.
Primeramente, Pablo está de acuerdo en que ¡efectivamente!, el evangelio de Cristo nos ha liberado. Así que les pide a los gálatas que no se dejen influenciar por aquellos que quieren imponerles toda la ley del Antiguo Testamento, a fin de que basen su justicia en esa ley —por haber adquirido la identidad judía. «Cristo nos libertó para que vivamos en libertad. Por lo tanto, manténganse firmes y no se sometan nuevamente al yugo de esclavitud» (5.1).
Como habían confiado en el Mesías Jesús, no importaba si estaban circuncidados o no; lo que importaba era que su fe era real y que ellos demostraban esa realidad mediante su amor: «En Cristo Jesús de nada vale estar o no estar circuncidados; lo que vale es la fe que actúa mediante el amor» (5.6).
Pero inmediatamente después, Pablo insiste en que ser «libre» no significa libertad para complacer «a «la carne». En los escritos de Pablo, «la carne» no significa simplemente nuestros cuerpos físicos; en realidad es una forma abreviada con la que se refiere a nuestra naturaleza humana caída y pecaminosa (que, obviamente, incluye nuestros cuerpos, pero también abarca nuestros pensamientos, emociones, voluntad, deseos, sentimientos, etc.). «Les hablo así, hermanos, porque ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor» (5.13).
¿Vieron la doble referencia al amor al final de los versículos, 6 y 13 (y otra vez más en el versículo 14)? El amor es la respuesta frente al legalismo y al libertinaje.
• A los que buscan imponer el cumplimiento de la ley, Pablo dice que lo que realmente importa es la «fe que se expresa mediante el amor». El amor nos permite cumplir la ley de Dios de la manera correcta, sin legalismo.
• Y a los que rechazan las reglas, Pablo dice que debemos asegurarnos de servirnos, con humildad, «unos a otros con amor». El amor nos permite usar nuestra libertad de la manera correcta y sin egoísmo.
Permítanme ampliar ambos puntos. Por un lado, el amor del uno por el otro es la manera correcta de responder obediente y fielmente a la ley de Dios, como Dios mismo pretendía y como Jesús lo señaló. Pablo hace eco de las palabras de Jesús en el versículo 5.14, citando Levítico 19.18: «En efecto, toda la ley se resume en un solo mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”» (5.14; ver también Ro 13.9-10). Pues ese es el versículo que Jesús había indicado como el segundo gran mandamiento de la ley (después del primero, que es amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y fuerza —Dt 6.5).
Por el otro lado, el amor impedirá que usemos nuestra libertad para nuestra satisfacción egoísta. La libertad cristiana, a la vez que nos libera de un tipo de esclavitud (el de someternos a la ley), en realidad nos introduce a otro tipo de «esclavitud» muy diferente, una «esclavitud» por la causa de Cristo —sometiéndonos unos a otros, sirviéndonos «con amor».
Con razón, unos versículos más adelante, Pablo coloca el amor a la cabeza de su lista del fruto del Espíritu. ¡Es doblemente importante!
Y luego, justo antes de pasar al clímax de su argumento, Pablo lanza una advertencia a ambos grupos (5.15). Los que buscan imponer la ley y los que la rechazan pueden tratarse bastante mal unos a otros, con actitudes y palabras —expresadas tanto verbalmente como por escrito. Pueden terminar como perros de pelea, hiriéndose gravemente entre sí, y ese tipo de conflicto entre cristianos puede terminar destruyendo por completo a una iglesia. Pablo dice: «si siguen mordiéndose y devorándose, tengan cuidado, no sea que acaben