Christopher J. H. Wright

Ser como Jesús


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luego Juan da un paso más, y hace una declaración aún más potente de lo que ocurre cuando los cristianos se aman los unos a los otros.

      c) Dios se hace visible por medio de nuestro amor mutuo (1Jn 4.12)

      Nadie ha visto jamás a Dios, pero, si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece entre nosotros, y entre nosotros su amor se ha manifestado plenamente (1Jn 4.12).

      «Nadie ha visto jamás a Dios». ¿Pero qué pasa con todas esas apariciones de Dios en el Antiguo Testamento a personas como Abraham y Moisés? Bueno, efectivamente, en ese sentido Dios sí se hizo visible a ellos en alguna forma humana temporal o mediante un ángel. Estos eventos se denominan «teofanías», que literalmente significa «apariciones de Dios». Cuando Dios quería hacer o decir algo particularmente importante para algún momento histórico, se le «aparecía» a alguien en la historia. Pero, aun así, había cierta cautela en torno a hablar de «haber visto a Dios». Sabían que Dios, como realmente es en sí mismo, es invisible. Dios no es parte del mundo físico que podemos ver a nuestro alrededor y en el cual vivimos. Dios no es un «objeto». Dios es Espíritu, el creador del universo, no es una «cosa» o un «cuerpo» que podemos ver con nuestros ojos físicos. Entonces, en ese sentido, Juan dice con acierto que «nadie ha visto a Dios».

      Pero esta es en realidad la segunda vez que Juan escribe estas precisas palabras. La primera vez fue en su Evangelio. Justo al principio, cuando habla de la manera asombrosa en que la eterna Palabra de Dios ha ingresado en nuestro mundo de espacio y tiempo, dice esto: «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1.18).

      Jesucristo, la Palabra que se hizo carne, ha hecho visible a Dios. Dios, en la persona de Jesucristo, fue visto, oído y tocado. De hecho, al principio de su carta, Juan les recuerda a sus lectores este mismo punto: «Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida» (Jn 14.9).

      Bueno, podríamos decir que aquello estuvo muy bien y fue muy lindo para los que pudieron ver a Jesús cuando vivió aquí en la tierra. Tuvieron esa maravillosa oportunidad de ver al Dios invisible hecho visible en la persona y la vida de Jesús de Nazaret. ¡Me alegra por ellos! ¿Pero qué pasa con el resto de nosotros?

      ¿Qué ocurre con el resto de la raza humana que nunca tuvo la oportunidad de ver a Jesús? ¿Hay alguna forma en que Dios pueda ser visto hoy?

      Sorprendentemente, Juan empieza su segunda afirmación exactamente de la misma forma: «Nadie ha visto jamás a Dios, pero, si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece entre nosotros» (1Jn 4:12). Juan parece dar a entender que nuestro amor mutuo hace visible el amor de Dios, que es otra forma de decir que Dios mismo se hace visible, ya que Dios es amor. Cuando los cristianos se aman los unos a los otros, de maneras concretas, con sacrificio, a un gran precio, de forma tal que logran destruir barreras, entonces el amor de Dios (o, más bien, el Dios que es amor) se llega a manifestar. El mundo debería poder observar cómo los cristianos viven y aman juntos, y ver demostrado en ello algo de la realidad de Dios. El Dios invisible se hace visible en el amor que los cristianos tienen los unos por los otros.

      Ahora bien, por supuesto que ninguno de nosotros es perfecto, y todos fallamos de muchas maneras distintas. Por ello, a menudo nos protegemos un poco y decimos cosas como: «No me mires a mí o a los cristianos; mira a Jesús». Sí, claro, nunca debemos presumir. Y efectivamente, queremos que las personas se enfoquen en Cristo, no en nosotros. Pero, a veces aquella manera de pensar y expresarse puede convertirse en una excusa para que ni siquiera intentemos obedecer el mandamiento de Cristo respecto a amarnos los unos a los otros. Para Juan, el mundo debería poder observar a los cristianos y a las iglesias cristianas y ver algo de la realidad de Dios. Deberían poder ver a Dios en acción.

      Y esto es especialmente cierto cuando personas que normalmente se odian y se matarían si pudieran, como aquellas que provienen de naciones con historia de guerras, pueden mostrar que se aman gracias al amor de Dios en Cristo. En 1994, durante el genocidio de Ruanda, un grupo de estudiantes del movimiento ifes de esa nación, que provenían de las tribus de los hutu y los tutsi, permanecieron unidos a pesar de las advertencias para que se separasen. En círculo y tomados de las manos oraban juntos diciendo: «Vivimos juntos, unidos por Cristo, y moriremos juntos si es necesario». Y así sucedió para muchos de ellos. Pero solo el evangelio del amor de Dios puede hacer que exista ese tipo de amor. Vemos ese evangelio cuando un judío mesiánico israelí y un creyente cristiano palestino pueden abrazarse y compartir una plataforma internacional (en el Congreso de Lausana de 2010, en Ciudad del Cabo). Dios mismo se hace visible cuando los hijos de Dios se aman, aunque el mundo les diga que hagan lo contrario.

      Unos años atrás, las sociedades ateas del Reino Unido pagaron para colocar un cartel publicitario en los famosos buses rojos de Londres. El cartel decía: «Es probable que no haya un Dios, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida». Hay muchos cristianos en Londres. En teoría, una persona que no es cristiana, al leer el cartel debería poder decir: «No es cierto que Dios no existe, porque conozco a Sara y Nirmala y a Sam y Ajith, y todos ellos son cristianos, y Dios obviamente es real y vive en medio de ellos».

      Se supone que debemos ser pruebas vivas de la existencia de un Dios vivo. Nadie puede ver a Dios. Pero la gente nos puede ver a nosotros. Y cuando nos amamos los unos a los otros, lo que ven es el amor de Dios.

      Todo esto quizá suene muy positivo, y lo es. Pero también necesitamos hacer una pausa y reflexionar acerca de los efectos negativos cuando ocurre lo contrario, cuando los cristianos no se aman o no quieren amarse los unos a los otros, y en cambio encuentran toda clase de excusas para no obedecer el mandamiento de Jesús, y no muestran ninguna evidencia del primer fruto del Espíritu.

      Según Juan, cuando aquellos que dicen ser cristianos no demuestran evidencias de este tipo de amor, amor como el de Dios y como el de Cristo, y que el Espíritu produce, entonces:

      • ponen en duda si realmente han nacido de nuevo (1Jn 4.7);

      • muestran que realmente no conocen a Dios (1Jn 4.8);

      • están despreciando la cruz de Cristo, al vivir como si no tuviera nada que enseñarnos (1Jn 4.9-10);

      • peor aún, mantienen a Dios invisible (1Jn 4.12). Esconden el amor de Dios. Ocultan al Dios que es amor, al Dios que no puede ser visto pero que anhela ser visto por medio de nosotros.

      Así que, por todas estas razones, aquellas personas en realidad obstaculizan la misión de Dios e impiden que otros entren al reino de Dios, de la misma manera en que lo hicieron aquellos que se resistieron y rechazaron a Jesús en las historias de los Evangelios.

      Cuando los cristianos no se aman los unos a los otros, no solo es trágico, es tóxico. Es venenoso y letal. Frustra la razón misma de nuestra existencia. Nuestra misión es ser discípulos y hacer discípulos, compartir y vivir las buenas noticias del evangelio del amor de Dios, y mostrar cómo transforma nuestras propias vidas y relaciones.

      Bueno, todo ello proviene de la primera carta de Juan. Pero a manera de conclusión, podemos volver al propio Jesús para una reflexión final.

      4. El amor mutuo es evidencia de Jesús

      Jesús dijo: «Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros. De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Jn 13.34-35).

      Cuando los cristianos se aman mutuamente, demuestran a quién pertenecen. Señalan a los demás el camino a Cristo. El amor cristiano es increíblemente transformador, y en muchos contextos es tan asombroso y contracultural que solo puede ser la obra de Cristo, el poder del evangelio, el fruto del Espíritu.

      ¡Que fruto tan vital es este amor! Es absolutamente primordial y principal. Cuando los cristianos se aman unos a otros,

      • demuestran que tienen vida eterna

      • demuestran que tienen una fe que salva

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