Enrique Leff

Viraje hacia la vida


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modernidad, se fueron erradicando a los pueblos originarios de las tierras conquistadas y luego colonizadas para instaurar y afianzar en el mundo la racionalidad de la modernidad: “el logocentrismo de la ciencia” y la “lógica del capital”. Es esta racionalidad de la modernidad la que hoy gobierna al mundo por encima de la voluntad de cualquier tomador de decisiones.

      En ese régimen ontológico que gobierna al mundo surgen oportunidades políticas y económicas que puede aprovechar un político como Trump o una empresa como Monsanto. Pero no son Trump ni Monsanto quienes por voluntad personal han instaurado este modo de ser y de producción en el mundo. Este modo de ser del mundo moderno fue calificado por Heidegger, no como el sistema capitalista que desentrañó Marx, sino como una Gestell; es decir, la estructura ontológica del mundo objetivado, dispuesto para ser apropiado por la medida, el cálculo y la planificación de las cosas; el mundo de la representación del concepto, el mundo moderno construido en la “época de la imagen del mundo”.

      Mas la comprensión del mundo que se configura en esa imagen distorsionada del mundo no es aquella que emana de las condiciones de la vida, sino de un régimen ontológico de dominio sobre la vida; es una racionalidad, un imaginario colectivo que se ha impuesto sobre la humanidad, que se ha convertido en el modo hegemónico de comprensión del mundo que parece ser inamovible, en el que la condición última de la humanidad ha quedado atrapada en la reflexión de la modernidad sobre su propia imagen y sus ejes de racionalidad. La imagen del mundo es la racionalidad de la modernidad que está configurada por diferentes ejes de racionalidad:

      1. La racionalidad económica constituida de modo mecanicista, por la que le es imposible reconocer la complejidad ecológica emergente de los ecosistemas y de la vida, traduciendo la Physis –la comprensión primera de la naturaleza qua naturaleza, como la potencia emergencial de la totalidad de los entes, de la biodiversidad, de todo lo existente– en recursos naturales. La racionalidad económica reduce la naturaleza a las materias primas, en recursos discretos, segmentando y objetivando los procesos de la naturaleza para ser apropiados por el Capital, el cual es una estructura, un modo de producción como decía Marx, que indefectiblemente necesita alimentarse de naturaleza, y al hacerlo, no solamente la fragmenta, sino que la convierte en materias primas y en recursos naturales para transformarla en mercancías, en satisfactores o bienes de consumo.

      Pero más allá de la crítica al consumismo –de adjudicarle al deseo insaciable de los seres humanos de consumir la causa fundamental de la crisis ambiental–, el hecho clave es que en todo proceso de producción que transforma la naturaleza en mercancías, se genera una degradación de la materia y la energía. La forma más degradada de transformación de la energía útil es el calor; de manera que el cambio climático efectivamente es consecuencia de la manera como el capital interviene el metabolismo de la biosfera para apropiarse de la naturaleza, degradando la compleja trama de la vida.

      El proceso económico, configurado y estructurado desde la lógica del capital, desencadena un proceso irrefrenable de crecimiento que no consigue equilibrarse y adaptarse a las condiciones de regeneración de la biosfera; es un proceso que más allá de evolucionar y reproducirse de manera ampliada –como afirmaba Marx– genera una demanda insaciable e infinita de recursos de la naturaleza; de una naturaleza productiva y resiliente, pero que no escapa a los límites espaciales de la biosfera y a la ley-límite de la naturaleza: la entropía. Y eso se manifiesta claramente en la degradación ambiental del planeta. La expansión del capital no solamente incrementa la demanda de hidrocarburos en el mundo, sino que ha penetrado el fondo de los océanos hasta llegar al corazón de la Tierra para arrancarle con las tecnologías del fracking sus últimos suspiros de vida; ha llegado a succionar las últimas moléculas de hidrocarburos desgastando el agua del planeta, desecando la tierra, derramando lágrimas humanas para extraer los recursos fósiles que insuflan la fuerza del capital y la tecnología.

      La racionalidad económica está asociada con otros órdenes de racionalidad para legitimarse, para poder funcionar en la movilización total de la materia sujeta a los designios de la modernidad. De esta manera, la racionalidad jurídica se ha erigido como la superestructura, como el brazo fuerte de la base económica. La racionalidad jurídica forjada en los ejes de racionalidad de la modernidad ha configurado los derechos fundamentales de la humanidad. Empero, estos se han establecido como derechos individuales, derechos privados que derivan hoy en día en los derechos del capital codificados como derechos de propiedad intelectual para intervenir a la naturaleza; como si el conocimiento debiera ser apropiado por esa fuerza que conduce los destinos de la vida; como si el progreso económico a costa de la vida fuera un designio natural de la humanidad.

      La racionalidad científica se ha convertido también en un dispositivo de poder económico al instaurarse como un modo de producción de conocimientos a través de los cuales el capital se apropia de la naturaleza. Ciertamente, la ciencia nació cubierta con un manto de pureza ética bajo su pretendida universalidad y neutralidad del conocimiento, como un bien público que llevaría a la humanidad a liberarse de la necesidad, y que por tanto no debiera ser privatizada. Sin embargo, el conocimiento científico y tecnológico se ha constituido desde hace más de un siglo en la fuerza predominante del desarrollo al servicio de las fuerzas productivas del capital.

      Estos ejes de racionalidad constituyen la armadura de la racionalidad de la modernidad. Las racionalidades económica, jurídica, científica y tecnológica se conjugan en el orden ontológico del capital. La racionalidad del capital ha tenido el perverso propósito de imponerse a los sentidos de la vida. Si es cuestionable el hecho de que la vida tenga un propósito definible, un fin teleológico prederminado, podemos afirmar que el capital sí que tiene un propósito preestablecido por su estructura, forjado en un a priori del pensamiento que se ha instaurado en el mundo como la “razón de fuerza mayor” que rige los destinos del planeta, y los dirige, no hacia la evolución creativa de la vida, como pensaba Henri Bergson, sino hacia la muerte entrópica del planeta. Ahí ha quedado codificada y sellada a fuego vivo sobre la piel de la Tierra y en el alma de la humanidad, la razón de ser del mundo que, en la actualidad degrada la vida de la biosfera y de la vida humana. Eso es lo que moviliza el pensamiento para pensar la vida frente a la racionalidad dominante –Marcuse diría el pensamiento unidimensional– que degrada las condiciones y los sentidos de la vida. Pero ese logos que gobierna al mundo va más allá de un pensamiento unidimensional; es una razón hegemónica, dominante, totalizadora y devastadora de la vida. Es desde esa comprensión de la razón que domina al mundo que emerge un deseo de vida, una pulsión epistemofílica, la cual más que un impulso para “pensar lo por pensar” es una voluntad de poder querer la vida. Hoy emerge en el mundo un pensamiento emancipador de la vida para darle un giro al principio nietzscheano de la voluntad de poder, como aquello que rige las pulsiones de la vida misma para abrir el pensamiento hacia la potencia creativa de la vida.

      Siguiendo a Nietzsche, podríamos pensar que la Physis, como fuerza emergencial de la vida pensada por Heráclito, es la voluntad de poder de la vida misma; mas el Logos Humano que busca aprehenderlo ha dado un giro contrario, y se ha configurado como la voluntad del dominio sobre la vida a través de la razón humana. Este es el punto de la diferencia originaria del mundo humano que ha llevado al quiebre civilizatorio que marca la crisis ambiental; el quiebre que lleva a comprender nuestra razón y nuestras condiciones de vida, que emerge de esta voluntad de emancipación de la vida. En ese quiebre se configura un sintagma donde se forja una categoría para darle nombre, para prender las luces y conducir esta nueva odisea de la humanidad. Desde esa pulsión de vida emerge la Racionalidad Ambiental en esta búsqueda del pensamiento emancipador de la vida, con todas las cargas contrapuestas de sentido que acarrea la categoría de racionalidad.

      Hemos de preguntarnos, si la racionalidad como modo de comprensión del mundo moderno puede ser ambientalizada: ¿Cuál es el ambiente que podría cambiarle el signo a la racionalidad? Como hemos dicho anteriormente, el ambiente es lo otro del logocentrismo de las ciencias; es lo “por pensar” de la Physis, aquello que la ciencia hasta ahora no ha podido pensar. El ambiente no es el medio que piensan las ciencias biológicas, el entorno del individuo, de un organismo, de una comunidad biológica. El ambiente es un concepto, es una categoría, es una manera de anticipar el pensamiento de eso que la ciencia no logra pensar. Entonces, ciertamente se plantea ahí algo que va más