Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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de aquellas connotaciones adquiridas por influencia del cristianismo y devolviéndole la polisemia que tuvo en la Antigüedad —en ocasiones se refiere a «quella antica virtù». Para el príncipe de Benevento, igual que para Maquiavelo, el peor enemigo de la virtù masculina (el término procede de vir, que en latín significa «hombre») es la Fortuna, esencialmente femenina, el azar, lo imprevisto, y la única manera de vencerla es imponiéndose a ella mediante las dosis necesarias de energía (no más). Con el azar, como con las señoras, mejor ser «impetuoso» que «respetuoso».

      Talleyrand conocía muy bien a las mujeres: amó a muchas, fascinó a unas cuantas, fue amigo de unas pocas (como Mme de Rémusat, una burguesa que se convirtió en su confidente predilecta) y supo apreciar la importancia de tenerlas como aliadas a la hora de hacer política. En líneas generales, también hay que decir que las mujeres lo trataron bien. Quizá porque, a pesar de su energía —que, como buen exseminarista, sabía disfrazar de afable blandura—, siempre conservó algo de femenino en su carácter.

      Antes de entrar en la escuela pasó dos años junto a su bisabuela, Mme de Chalais, una mujer inteligente y culta de los tiempos de Luis XIV, a la que adoraba. A su lado aprendió a ser un auténtico aristócrata por dentro y por fuera y a tratar a las mujeres con un respeto que ya se estaba perdiendo, cosa que no olvidó ni durante los peores años de la Revolución. También de ello hablaremos a lo largo de este compte rendu de su paso por el mundo antes de entrar en el infierno, según unos, o de disolverse in des Welt-Atems wehendem All, como canta Isolda, dejándonos un recuerdo imborrable que ha dado lugar a muchos miles de páginas y a un enigma no del todo resuelto, a los que vienen a incorporarse, con toda humildad, las que siguen a esta introducción, quizá demasiado larga.

      XAVIER ROCA-FERRER

      CAPÍTULO I

      LOS PIES TUVIERON LA CULPA

      «Son mis pies los que me han hecho cura…».

       Talleyrand y los Astros

      Bajo el signo de Acuario, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord vino al mundo el 2 de febrero de 1754 en París, Rue Garancière, y fue bautizado el mismo día en la iglesia de Saint-Sulpice. En alguna parte hemos leído que los Acuario tienen una personalidad fuerte y atractiva. Hay dos tipos de Acuario: uno es tímido, sensible y paciente. El otro es exuberante, vivo, y puede llegar a esconder las profundidades de su personalidad bajo un aire frívolo. Ambos tipos de Acuario tienen una fuerza de convicción y un sentido de la verdad muy fuerte, pero son tan honestos que son capaces de cambiar sus opiniones si se les demuestra con pruebas que están equivocados. Los Acuario son capaces de ver los diferentes puntos de vista sobre una cuestión, por lo que son uno de los signos más tolerantes y sin prejuicios de todo el zodiaco. Son perseverantes y se expresan razonadamente, con moderación y, a veces, con humor. Casi todos son inteligentes, claros y lógicos. Muchos son imaginativos y psíquicos. A veces sienten la necesidad de retirarse del mundo para meditar o pensar. Se niegan a seguir a la multitud. A pesar de su personalidad abierta y su deseo de ayudar a la humanidad, no suelen hacer amigos con facilidad. Les cuesta mucho entregar su alma.

      Aunque el autor no es muy aficionado a los horóscopos, es fuerza reconocer que muchas de las características señaladas se dieron en la personalidad de nuestro protagonista. Su padre, Charles-Daniel de Talleyrand-Périgord (1734-1788), caballero de Saint-Michel en 1776, teniente general en 1784, pertenecía a una rama menor

      (cadette) de la casa Talleyrand-Périgord que algunos genealogistas hacían descender de los antiguos señores de Grignols, a su vez rama menor de los prestigiosos condes de Périgord, cuyos orígenes se remontaban nada menos que al siglo XI y que también eran una línea menor de la ilustre (y extinta) casa de la Manche, todo lo cual no está muy claro y todavía es objeto de discusión entre los eruditos con tiempo que perder.

      Charles-Daniel vivía modestamente en la corte de Versalles con su esposa Alexandrine de Damas d’Antigny (1728-1809). Talleyrand tuvo un tío ilustre, Alexandre-Angélique de Talleyrand-Périgord (1736-1821), hermano menor de su padre, arzobispo de Reims y luego cardenal y arzobispo de París, que influyó notablemente en que el muchacho fuera entregado a la Iglesia. Talleyrand se mostró siempre muy orgulloso de sus ilustres ancestros y en sus memorias se declara «descendiente de los antiguos vasallos de la corona». Luis XVIII, que le detestaba, solía decir: «Monsieur de Talleyrand solo se equivoca en una letra en sus pretensiones: es del (du) Périgord, no de (de) Périgord».

      Daniel-Marie, abuelo del biografiado, se casó dos veces: la primera con Marie-Guyonne de Theobon de Rochefort, de cuyo matrimonio tuvo a Gabriel-Marie, conde de Périgord, que se casó a su vez en 1743 con su prima Marguerite de Talleyrand, princesa de Chalais, única heredera de la rama de Chalais, de la que tuvo a Gabriel de Talleyrand-Périgord, que acumuló la riqueza y los títulos de ambos progenitores. De su segundo matrimonio con Elisabeth de Chamillard nacieron cuatro hijos más: Charles-Daniel, padre de Charles-Maurice, Gabriel-Marie, Louis-Marie, barón de Périgord, y el ya citado Alexandre-Angélique, arzobispo de Reims. Charles-Daniel contrajo matrimonio en 1751 a los dieciséis años con Alexandrine-Victoire-Léonore de Damas d’Antigny, seis años mayor que él, perteneciente a una familia noble de Borgoña venida a menos, que apenas aportó 15.000 libras. El matrimonio fue, al parecer, muy feliz, cosa rara en la época, y tuvieron cuatro hijos: el primogénito murió muy joven, y le siguieron Charles-Maurice, Archambaud y Boson. En sus primeros años Charles-Maurice no vivió en la opulencia. Con todo, como Alexandrine era dama de honor de la segunda delfina, María José de Sajonia, Luis XV les concedió una pensión para «completar» los ingresos familiares (en especial, el sueldo de militar del padre, brigadier y luego coronel del ejército real).

      Las muertes del delfín en 1765 y de la delfina en 1767, los padres del futuro Luis XVI, a los que los Talleyrand se hallaban especialmente vinculados, solo consiguieron empeorar las cosas, pues la madre de Charles-Maurice no logró ganarse un lugar en el círculo de amigos de la caprichosa María Antonieta. Como dejó dicho Mme de Campan, primera camarista de la reina: «El arte de la guerra funciona sin cesar en la corte: rangos, dignidades, pero, sobre todo, los favores mantienen un combate ininterrumpido en el que no se conoce la palabra paz». Aunque, como se verá muy pronto, nuestro protagonista no destacó nunca por su amor filial, seguramente porque sus progenitores hicieron muy poco por merecerlo, nunca olvidó las dificultades económicas que rodearon su infancia, sobre todo si comparaba su posición con la holgadísima de su tío, el conde de Périgord, y de toda la descendencia Chalais.

      En cualquier caso, en la aristocracia del ancien régime las relaciones entre padres e hijos solían ser muy frías y distantes. Los padres de los niños de buena familia se interesaban poco por sus vástagos hasta que no cumplían los doce o catorce años y podían «entrar» en la sociedad que les esperaba. Era entonces cuando tocaba decidir qué se podía hacer con ellos. Además, las obligaciones «cortesanas» de padres y madres quitaban mucho tiempo a la vida de familia. Por otra parte, el famoso manual Emilio, o De la educación de J.J. Rousseau, que intentó cambiar las cosas y no pocos padres tomaron como manual para la educación de sus hijos, no se publica hasta 1762, cuando nuestro protagonista tenía ya ocho años. Solo le faltaba que una mala jugada del destino le hiciera perder la primogenitura.

      ¿ACCIDENTE O TARA?

      Como ocurría por lo general con los infantes de su clase, Charles-Maurice fue enviado a un faubourg de París, en este caso el conocido como Saint-Jacques, para que lo criara una nodriza hasta los cuatro años. No fue, pues, una excepción; el hermano mayor, fallecido, también había sido llevado a una nodriza y no había ocurrido nada. No puede decirse lo mismo en su caso. He aquí cómo nos lo cuenta él en sus Memorias del príncipe de Talleyrand, a las que recurriremos con frecuencia. En líneas generales son bastante creíbles porque, aunque calla lo que no le interesa que se sepa, no suele mentir. Talleyrand resultó a lo largo de su vida un celoso dueño de sus silencios, que fueron muchos, pero casi nunca pretende engañarnos.

      A los cuatro años [...] la mujer con la