Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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l’esprit des Mortemart: c’était son nom». A su lado, el chico tuvo la revelación inconsciente pero imborrable de su personalidad y se inició en el arte de vivir propio de su raza, una representación de la cual parecía haber subsistido en la persona de su bisabuela para transmitírselo. Lo conservará en la escuela, en el seminario, en la Iglesia y fuera de ella, en definitiva, durante toda su vida. Fue la primera vez (y quizá la última) en que tuvo la ocasión de conocer una corte digna de tal nombre a partir del ambiente un tanto feudal pero exquisitamente cortés que rodeaba a aquella gran dama. Los domingos después de misa recibía en la «farmacia» de su casa a los enfermos y baldados de la región para, siguiendo el buen criterio de dos monjas enfermeras, proporcionarles los tratamientos más adecuados a sus males. Allí aprendió que la nobleza no consistía en coleccionar títulos y blasones, sino en hacer sentir su superioridad espiritual y educar al mundo mediante su sola presencia.

      En la madurez de su vida la recuerda vivamente en sus memorias:

      También es la primera [mujer] que me hizo degustar la felicidad de amar... ¡Le doy las gracias por ello! Sí, la amaba mucho. Su memoria me resulta aún muy cara. ¡Cuántas veces a lo largo de mi vida no la he echado de menos! ¡Cuántas veces he notado con amargura el precio que costaba contar con un afecto sincero en mi propia familia!

      También es cierto que en su testamento aquella mujer singular se olvidó de su huésped y su generosidad se dirigió a Archambaud. Religiosa, debió de pensar también que Dios (o, en

      su lugar, la Iglesia de Francia) velaría por aquella criatura tan lista pero lisiada que tal vez con un poco de suerte llegaría a papa. La Iglesia ya había conocido seis o siete papas franceses desde Esteban IX, en la época de Federico de Lorena. En Chalais Talleyrand aprendió a leer. Además, en aquel pequeño mundo reservado y cálido como una corte de cuento nadie le hizo sentir nunca que era un «tarado». Cojeaba como en París, pero, como él mismo nos dice, «su corazón se bañaba en ternura».

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      CAPÍTULO II

      LOS AÑOS DE ESTUDIO

      «Fue en el seminario donde M. de Talleyrand se forjó mejor que en el mundo este carácter impávido sobre el cual las bondades y la injurias resbalan con la misma facilidad, que sabe obtenerlo todo y perderlo todo sin descomponerse y que, concentrado en sí mismo, se sirve de los hombres como de máquinas, los eleva, los rebaja, los acaricia o los inmola con una total indiferencia. En el curso de su vida, tan variada, [...] la nota dominante de su carácter fue siempre la de cura».

      JACQUES-CLAUDE, conde Beugnot (1761-1835), par de Francia

      EL COLEGIO DE HARCOURT

      Curiosamente Talleyrand no nos dice nada en sus memorias de los dos años que separan su llegada a París de su ingreso en el colegio de Harcourt, y carecemos de fuentes capaces de llenar este vacío, seguramente irrelevante. Situado en una parte desaparecida de la Rue de la Harpe, cerca de la Sorbona, la añeja institución fundada en 1311 en la que estudiaron grandes talentos como Boileau, Diderot, La Harpe, Montesquieu, Racine o La Mettrie, ha sido reemplazado en la actualidad y casi en el mismo lugar por el Lycée Saint-Louis. Muy popular en la época, «el Harcourt» acogía por igual a hijos de la burguesía y de la aristocracia. Los miembros de esta última solían contar con un preceptor privado. En cuanto a Charles-Maurice, dicha tarea la compartieron en un principio un tal abad Hardi y uno de sus primos, Louis-François de La Suze, también emparentado con la princesa de Chalais a través del primer matrimonio de la dama. No fueron los únicos: les siguieron M. Hullot, que se volvió loco, y M. Langlois, especialista en la historia de las cortes de Francia, cuyos fastos describía detalladamente con enorme entusiasmo. Él se encargó del muchacho hasta que abandonó el colegio en 1769.

      Talleyrand no se detiene mucho en ellos en sus memorias y da a entender que fue un auténtico autodidacta que escogió personalmente sus lecturas y pasatiempos. Con todo, parece evidente que el tal Langlois, hombre amable que también fue tutor de sus dos hermanos menores, despertó en él una cierta simpatía, porque en 1828 lo hallamos en la lista de invitados a una fiesta que dio su expupilo en su fastuosa mansión parisina de la Rue Saint-Florentin, y todo apunta a que lo ayudó económicamente en sus últimos años. Es posible que aprendiera de él la costumbre de empolvarse el cabello, pues parece que solo ellos dos lo siguieron haciendo hasta los últimos años de la Restauración.

      Poco nos ha dejado dicho de los años, sin duda monótonos, pasados en el colegio de Harcourt. De entre sus profesores solo destaca cierto abad Duval, profesor de filosofía que había escrito un opúsculo contra Newton que había hecho reír mucho a Voltaire. Allí trabó amistad con otro alumno, Auguste de Choiseul-Gouffier, dos años mayor que él, del cual nos cuenta que «participó y participa aún de todos mis afanes, placeres y proyectos que han agitado mi alma a lo largo de mi vida», y, efectivamente, parece que se convirtió en uno de sus mejores amigos a lo largo de su atribulada existencia. El tío de este muchacho era nada menos que el duque de Choiseul (1719-1785), uno de los estadistas más importantes de la época que fue ministro de Asuntos Exteriores y luego jefe de gabinete de Luis XV. Mimado por la Pompadour y derrotado por la Du Barry, conoció el exilio. La Du Barry, en cambio, conoció el frío tajo de la guillotina. En un primer momento el duque fascinó a Talleyrand, que vio en él un modelo a seguir. Le admiraba el hecho de que, siendo un hombre del establishment, se mostrara a la vez como un librepensador y fuese amigo de los peligrosos philosophes. En sus primeros pasos, más de una vez recurrió a su consejo en materia de política económica de la Iglesia, primera cuestión de la que se ocupó. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, comenzó a juzgarlo con otros ojos y pasó a preferir la gestión de uno de sus predecesores en el cargo de primer ministro de Francia, el honesto y longevo cardenal Fleury (1653-1743), al cual no pudo conocer personalmente. Escribe en sus memorias: «M. de Choiseul será para la historia únicamente un hombre que gobernó Francia mediante el despotismo a la moda [...] y su nombre no nos recuerda batallas ganadas, tratados gloriosos ni ordenanzas o reglamentos útiles».

      Y, sin embargo, nunca olvidó lo que oyó decir al duque en más de una ocasión sobre su forma de trabajar y la útil compatibilidad de la actividad política con la vida social:

      En mi ministerio siempre he hecho trabajar más que trabajado yo mismo. No hay que enterrarse bajo montones de papeles: hay que buscar hombres capaces de desentrañarlos. Hay que gobernar los asuntos con un gesto, con un signo... Nunca he impuesto informes largos, he intentado retener la información que ofrecía la conversación de los embajadores. [...] Hay que hacer trabajar a los que trabajan y entonces el día tendrá más de veinticuatro horas. Un ministro que se mueve en sociedad puede adivinar