Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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septiembre del mismo año la abadía de Saint-Remy de Reims, que disponía de un beneficio de 18.000 libras, es seguro que se puso muy contento. Tras haber vivido hasta entonces dependiendo de su familia y del seminario, sintió, como él mismo nos cuenta, «l’orgueilleux plaisir de tenir de lui seul toute son existence» («el placer orgulloso de obtener de sí mismo toda su existencia») y califica de moment doux aquel en que recibió el primer pago. Hay que decir en su honor que lo primero que hizo con aquel dinero fue saldar las deudas que sus padres mantenían todavía con el colegio de Harcourt y este con el pobre profesor Langlois, el cual, al parecer, hacía tiempo que no cobraba. A estos emolumentos vinieron a unirse los que le correspondían como titular de la capilla de la Virgen en la parroquia de Saint-Pierre: otras 18.000 libras. Si no se convirtió, empezó a resignarse.

      Cuando en septiembre de 1779 fue incorporado definitivamente a la diócesis de Reims, recibió el diaconado, que le fue conferido por monseñor de La Rochefoucauld, obispo-conde de Beauvais. Ya podía, pues, con plena legitimidad, «servir al altar, bautizar y predicar», pero le faltaba ascender el último escalón, imprescindible para lo que la Iglesia quería hacer de él: la ordenación sacerdotal. Y el tema alberga importancia suficiente como para que pasemos a un nuevo capítulo.

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      CAPÍTULO III

      EN LA CAPITAL DEL MUNDO

      «Adorad a Dios, servid al rey, amad a los hombres».

      VOLTAIRE

      EL PRIMER CARGO IMPORTANTE

      Aunque la sede de su oficio se halla en Reims, Charles-Maurice tiene claro que en Francia todo lo realmente importante pasa por París, de modo que no duda en instalarse también en la capital. En noviembre del mismo año, 1777, alquila a las Damas Agustinas de Bellechasse por 2.2000 libras anuales «una casita pequeña y cómoda» de dos pisos en la Rue Saint-Dominique, comunicada por detrás con el patio del convento. La casita se encuentra en pleno faubourg Saint-Germain, a dos pasos del palacete de Guerchy que habían alquilado sus padres y el arzobispo. También su hermano Archambaud y su esposa viven cerca. Fueran los que fuesen sus sentimientos hacia sus padres, siempre hizo todo lo posible para no estar lejos de su familia. Parece que a partir de ese momento su relación con sus padres y hermanos se fue normalizando. La posición a la que había llegado neutralizó las barreras levantadas durante su juventud, en especial con su madre, algo que no impidió que años después les recriminara de vez en cuando en sus memorias pasados agravios de falta de cariño y de imposición de la carrera eclesiástica, quizá, como se ha dicho, para justificar su muy criticada conducta ulterior.

      En febrero del mismo año su tío y mentor le había hecho elegir diputado y promotor de la Asamblea general de la Iglesia de Francia, que solía durar cinco o seis meses y se reunía, como ya se ha dicho, cada cinco años para revisar la administración del clero, resolver los conflictos de jurisdicción con la administración real y votar, entre otras cosas, la «donación gratuita» que se hacía al soberano mediante la cual la Iglesia contribuía a los gastos del reino. Cada una de las dieciséis provincias de la Iglesia francesa enviaba cuatro diputados. Aquel año la presidencia correspondía a monseñor de La Roche-Aymon, protector de su tío. En principio nuestro protagonista no tenía derecho al cargo porque solo era subdiácono (y la normativa exigía un ordenado in sacris) y, además, ni siquiera residía en la diócesis que le tocaba representar. Era imprescindible, como mínimo, que fuera ordenado.

      A pesar de todo, parece que nadie se opuso a su nombramiento, quizá porque era «el más civilizado de los hombres, el más dueño de sí mismo y el más orgulloso, pero también el más discreto y evitaba injuriar y quejarse». Para salvar las apariencias, fue nombrado promotor juntamente con el abbé de Vogüé, que fue quien le había iniciado en las finanzas eclesiásticas, ámbito en el cual resultó un discípulo aventajado. Su función consistía básicamente en defender los bienes de la Iglesia contra las pretensiones del fisco real. La situación era complicada porque reinaba una enorme confusión sobre ciertos derechos feudales cedidos al clero que este se empeñaba en defender, ya que, en cuanto bienes de la Iglesia y no feudales, estaban exentos de impuestos. El memorial que Talleyrand redactó sobre esta cuestión fue excelente y determinó que a sus veintiún años fuera nombrado agente general del clero francés, es decir, representante y defensor permanente de los derechos económicos de la Iglesia francesa ante las finanzas reales, algo así como un ministro de Finanzas del clero.

      ÓRDENES MAYORES

      Pero aún seguía siendo subdiácono. Faltaban el diaconado y la ordenación, de modo que abandonó su abadía de Saint-Remy y se inscribió en la Sorbona para preparar la licenciatura en teología, puesto que solo era bachiller. Como él mismo confiesa:

      Pasé dos años ocupado en todo menos en la teología porque los placeres tienen un lugar importante en los días de un joven bachiller.

      Parece olvidar, sin embargo, que aquel «joven bachiller» era ya abad de Saint-Remy, algo que le importaba poco, y, además, estaba muy bien acompañado en la Sorbona por los abbés de Montesquiou, Saint Phar, Damas, Coucy, hombres todos ellos «de excelente nobleza y execrable moral» (Orieux). Para distraerlo de sus duros y piadosos estudios, sus padres lo llevaron con ellos a Château-Thierry, donde el tío benefactor poseía un castillo. El joven se aburrió mucho allí (el campo no le gustaba), pero se lo agradeció con unos días de seriedad y silencio absolutos. Más comprensiva, su abuela materna, la marquesa d’Antigny, le hacía enviar a la Sorbona auténticos cargamentos de vino de Borgoña que duraban poco, porque el nieto y su círculo de libertinos no tardaban en dar cuenta de él. Lo que más le gustaba eran las fiestecitas en buena compañía y con abundantes libaciones, y se mostraba muy generoso a la hora de repartir entre sus amigos lo que había recibido de la abuela. Ni sus peores enemigos negaron nunca su generosidad.

      Finalmente, se le permitirá licenciarse en teología el 2 de marzo de 1778, una vez más antes de la edad legal gracias a la intervención directa del rey, movido por dos cartas del generoso arzobispo de Reims. De los seis licenciados del día, él aparece como el primero de la lista, y se le menciona como nobilissimus. El último del sexteto fue cierto abbé Borie Desrenauds, plebeyo y natural de Corrèze, personaje trabajador y de grandes luces que volverá a tratar a lo largo de su vida y que acabó como archivero del Consejo de Estado, al cual seguramente hubiera debido corresponder el primer puesto. Su trato con la teología y los teólogos le permitió extraer de sus estudios lo único que contaba para él: convertirse en un dialéctico temible, algo que lejos de ser incompatible, puede resultar de notable ayuda para el buen economista.

      Ya podía, pues, culminar la primera etapa de su formación y carrera eclesiástica mediante la recepción del orden sagrado, requisito, este sí, imprescindible para convertirse luego en obispo, arzobispo o cardenal, como sus admirados Richelieu y de Retz, quién sabe. Antes de acercarse al «instante supremo», hizo por lo menos un par de visitas a dos personajes, el primero desaparecido, a los que admiraba fervorosamente: Richelieu y Voltaire. Armand Jean du Plessis (fallecido el 4 de diciembre de 1642), cardenal-duque de Richelieu, duque de Fronsac y par de Francia, fue un cardenal, noble y estadista francés que dirigió sabiamente la política de Francia durante los últimos años de Luis XIII y la minoría de Luis XIV.

      Como primer ministro consolidó la monarquía francesa luchando contra las diversas facciones internas y para contrarrestar el poder de la nobleza transformó Francia en un fuerte Estado centralizado. También resultó particularmente notoria su intervención en la guerra de los Treinta Años, que terminó con la Paz de Westfalia. Hombre intrigante y mujeriego, la