Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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un grupo de cortesanos apoyado por la reina María Antonieta logró que el rey se lo revocara. A partir de este momento la poca simpatía del duque a los monarcas (y, en especial, a la «Austriaca», a la que acusaba de ser la culpable de todos los males de Francia) se convirtió en un odio feroz que le llevó a votar a favor de la muerte del rey en la Convención1.

      Talleyrand, que años después será decisivo para la entronización de su hijo Luis Felipe, lo defiende de la acusación de haber participado directamente en los días de octubre de 1789, especialmente violentos, y durante la Restauración lo describirá como un tipo irreflexivo, frívolo y corrupto. Un hombre sin planes, sin proyectos, sin constancia, «que no amaba a nadie». Sin embargo, a lo largo de diez años fue íntimo de aquel «vividor neurasténico» (Waresquiel), que, según se dice, lo inició en la masonería, y pasaba muchas horas junto a él en el Palais Royal. Fue allí donde su afición juvenil por el juego se convirtió en pasión enfermiza. Ambos eran profundamente anglófilos y co-laboraron en la preparación del tratado con Inglaterra concluido en 1786. La intimidad de Talleyrand con el de Orleans y sus amigos lo indispuso para siempre con el partido de la reina y dificultó notablemente su carrera hacia el obispado.

      Como en todos los salones se sabía que el país en que vivían (algunos muy bien) se hallaba al borde de la bancarrota, la economía solía aflorar en sus conversaciones: muchos intuían (y Talleyrand mejor que la mayoría) que existían alternativas a las políticas que los hombres del rey, como Turgot, Calonne o el mismo Necker, trataban de imponer con mejor o peor fortuna, pero el débil Luis XVI no apostaba decididamente por ninguna de ellas temiendo que el remedio fuera peor que la enfermedad. Y la enfermedad resultó mortal, al menos para el rey y la reina. El plan de Calonne, que entusiasmaba a Talleyrand, era el más novedoso y arriesgado. Se basaba en lo que llamaba «la unidad de los principios» y acabó siendo adoptado tras la Revolución por la Asamblea Nacional contra la voluntad del rey. A los tres años Calonne fue despedido de su cargo de controlador general de Finanzas, y, tras un intermedio a cargo del arzobispo Loménie de Brienne, protegido de María Antonieta, se volvió a llamar al padre de Mme de Staël.

      En aquel momento el salón de los Necker se había convertido ya en otro de los favoritos de Charles-Maurice. El hombre reunía las «virtudes» que más atraían a Germaine, la grand salonnière en titre, destinada a convertirse algunos años después en la pesadilla del futuro «amo» de su amigo, Napoleón Bonaparte. La muchacha, que en aquel momento tenía poco más de veinte años y sin ser especialmente bonita lucía unos ojos negros abrasadores que enloquecían a los hombres, estaba encantada con aquel visitante que, aunque se le sabía eclesiástico, le parecía extraordinariamente listo y ambicioso, méritos a los que se unía, a juicio de la mujer destinada a importar el romanticismo alemán en Francia, «un fondo impenetrable e indescifrable». Porque Talleyrand tuvo siempre mucho de «misterioso». No debe extrañarnos, pues, que no tardara en unirlos una extraña fascinación recíproca.

      A Charles-Maurice le encantaban las maneras un poco teatrales características de los salones: permitían un educado descaro consistente en pasar de una observación maliciosa o casi grosera a un cumplido afectado. Sacó mucho partido de ellas e hizo de la politesse extremada allí aprendida un arma desde sus primeros pasos por el mundo, arma que siguió utilizando a lo largo de toda su vida y con la cual conseguía desconcertar a Napoleón, totalmente ajeno a aquella cultura de cortesía civilizada. En aquellas peceras en las que tanto contaba el atuendo de los asistentes, el joven Talleyrand lucía su elegante indumentaria eclesiástica que tan bien le sentaba, si bien a veces prefería el atuendo laico y atildado de un viscontino de Fortuny: frac azul, chaleco blanco, calzas de cuero de gamuza, medias de seda y una nívea corbata de plastrón impecable que se elevaba casi hasta el mentón ocultando el cuello. Así se mostró siempre con pequeñas variaciones a partir de su secularización, salvo cuando su cargo le imponía un determinado uniforme, y así se nos muestra todavía en un retrato pintado a sus ochenta años.

      Uno de los salones en que se inició fue el de Mme de Montesson, famosa por haber sido la amante y luego esposa morganática del duque de Orleans, cabeza de la dinastía rival de los Borbones. No tardaría en pasarse al de su hijo, por entonces duque de Chartres y futuro «Felipe Igualdad», del cual se ha hablado ya. En todos los salones que frecuentó, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord se ganó una reputación única tanto por su reserva un tanto displicente como por sus fulminantes respuestas que descolocaban al contrincante más impertinente. Todo ello sin olvidar su impecable dominio de le bon maintien, la «buena compostura», aprendida en el seminario. Vale la pena apuntar aquí que, entre los salones visitados, no olvidó el de su madre, sobre el cual nos cuenta lo siguiente en sus memorias:

      Elegí para ir a ver a mi madre las horas en que estaba sola: fue para poder disfrutar más de las gracias de su esprit. Nadie ha tenido nunca a la hora de conversar un encanto comparable al suyo. No tenía ninguna pretensión. Solo hablaba a través de matices: nunca dijo una agudeza [bon mot]: lo consideraba algo de lo que se había abusado. Las agudezas pasan a la historia y ella solo quería gustar y que se perdiese lo que decía. Un cúmulo de expresiones fáciles, nuevas y siempre delicadas, eran suficientes para las necesidades variadas de su talento.

      Con ella aprendió el arte de hablar maravillosamente sin decir nada. La lección de su madre añadió un punto de naturalidad al cúmulo de artificio que el abbé Périgord había ido acumulando desde que se reconoció a sí mismo en casa de su bisabuela. A lo largo de toda su vida siempre destacó más por sus silencios que por sus intervenciones en las conversaciones, y siempre prefirió lo que él llamaba el mot juste al inane bon mot. Cuenta Stendhal que «no era el autor de sus agudas frases. Se le atribuían las que París produce siempre, y él no las adoptaba hasta pasados dos o tres días, cuando estaba asegurado su éxito». En cambio, tenía el arte de saber escuchar en las conversaciones, incluso cuando lo relatado o comentado lo había oído mil veces, un arte que pocos conversadores dominan, y fue precisamente este arte el que le hizo famoso. Era lo único que le faltaba aprender para alcanzar la cima. También su amiga Mme de Staël era una buena «escuchadora», pero, a diferencia de él, en cuanto abría la boca no había manera humana de hacerla callar. Cuando la conversación se había agotado, la mesa de whist solía prolongar la noche de Talleyrand, a veces hasta altas horas de la madrugada.

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