de la Iglesia y lo convertía en su representante ante el rey. El clero era el primero de los órdenes del reino y poseía la cuarta parte de las propiedades del país, que producían unas rentas superiores a las del tesoro real. Gozaba de derechos y privilegios fiscales y jurídicos que sus agentes generales, en colaboración con las diócesis, se encargaban de defender cuando eran discutidos. Venían, pues, a representar, como explica Waresquiel, algo así como el poder ejecutivo de un clero cuyas asambleas generales y extraordinarias funcionaban como el poder «legislativo».
Sus oficinas se hallaban en el convento Des Grands-Augustins, que daba al muelle del Sena frente al Pont Neuf. Allí se conservaban los archivos del clero bajo la custodia de Henri-Gabriel Duchesne, que será el secretario particular de Talleyrand. El puesto de segundo secretario correspondía a Charles Mannay, el que fuera profesor suyo en Saint-Sulpice. Pero Charles-Maurice no era el único agente, porque la norma exigía que hubiera dos. Aquel año sus nombramientos correspondían a las diócesis de Aix y de Tours. Su compañero, Pierre-Daniel de Boisgelin, nombrado por la diócesis de Aix (nuestro biografiado lo había sido por la de Tours gracias a un hábil juego de manos de su tío), era también un abbé mundano y mujeriego, frecuentador de los salones de París, pero tuvo mala suerte en uno de sus affaires. Tomó por amante a una tal Anne Coupper, que lo había sido de Luis XV, y a la que este casó con un marqués: el episodio dio lugar a un escándalo, a consecuencia del cual el marido fue exiliado a cuarenta leguas de París y Boisgelin perdió la mitra que su tío, arzobispo de Aix, le había prometido, de modo que optó por esfumarse y dejar la agencia del clero en manos de su compañero.
Aunque los panfletos contra Talleyrand aparecidos durante la Revolución se esfuerzan en pintarlo como un inútil, un perezoso y un vividor, no se corresponden en absoluto con la realidad. Desde el primer día Charles-Maurice puso de relieve su enorme capacidad de trabajo. Velaba hasta altas horas de la noche para poder enviar las numerosas cartas que esperaban sus corresponsales. Allí se inició como estadista de alto nivel. En aquel lugar no se le exigía que fuera religioso, sino práctico. Puede parecer paradójico que el menos vocacional de los clérigos se esforzara hasta tales extremos por defender a la Iglesia, pero no hay que olvidar que nunca había dejado de soñar con la mitra. Su linaje, su tío y sus méritos acabarían obrando el esperado milagro si ninguna reina oficiosa frustraba sus aspiraciones. En última instancia, era el rey quien nombraba a los obispos y Roma se limitaba a decir que sí.
A pesar de su inmensa riqueza (o, quizás, a causa de su inmensa riqueza), la Iglesia estaba a la defensiva. La opinión pública se hallaba cada día más en contra de su poder y de sus privilegios. Los philosophes, empezando por el deísta Voltaire, la habían ridiculizado sin piedad, y el pilar central que sostenía el orden antiguo, la vieja iglesia del gran Bossuet, que seguía proclamando el derecho divino de los reyes a dirigir a su gusto la vida de sus súbditos, empezaba a agrietarse. Bossuet, que distaba mucho de ser un necio, ya vislumbraba un final quizás inevitable que daría al traste con todo lo que él y los suyos habían venido defendiendo desde los tiempos de Teodosio hasta Trento. Como él mismo escribió:
Veo prepararse un gran combate contra la Iglesia en nombre de la filosofía cartesiana. Veo nacer de su seno y de sus principios, a mi juicio mal entendidos, más de una herejía, y preveo que los ataques que se lanzan contra los dogmas que nuestros padres han creído acabarán por hacerla odiosa y hacerle perder todos los frutos que podía esperar de su labor de inculcar en el espíritu de los filósofos la divinidad y la inmortalidad del alma.
Profético. Bossuet murió en 1704. Faltaba menos de un siglo para 1789. Por otro lado, los rumores persistentes de confiscación de los bienes del clero de Austria en 1782 por orden del gran masón que era José II, que la Gazette de France propagó en abril de 1782 con la bendición del Gobierno, hicieron sonar todas las alarmas e indujeron al obispo de Autun a escribir a Charles de Vergennes, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, una carta en estos términos:
Su sincero amor por la religión es demasiado bien conocido, señor, y estoy convencido de su respeto por las leyes, de su equidad, de la amplitud de sus luces, de la prudencia y sabiduría de sus opiniones para que esas reflexiones temerarias e indiscretas que circulan puedan levantar en mí la menor alarma.
Esta carta permite adivinar ya el gran diplomático que será el hombre que la escribió. El altivo Vergennes le hizo saber que no albergaba la menor intención de dañar al clero. Sin embargo, el inteligente Talleyrand empezó a buscar medidas para mejorar la opinión que la calle tenía de la Iglesia. Entre sus sugerencias figuró que la Iglesia comprara las loterías reales, que todos los años sacaban dinero del «buen pueblo» incauto para llenar los bolsillos del monarca y se habían convertido en un foco de corrupción, para cerrarlas y poner punto final a su inmoralidad. La idea no prosperó. De todos modos, con independencia de la opinión, mayoritariamente negativa, que la sociedad pudiera tener del clero, una parte importante del propio clero era el primer elemento descontento con la forma en que la Iglesia se administraba.
A lo largo de los cinco años en que Talleyrand fue agente general, durante la segunda mitad de los cuales, no se olvide, mantuvo su idilio con Adélaïde de Flahaut, que le hizo padre de un hijo, tuvo que enfrentarse con el creciente malestar de un número importante de sus propios representados. Aunque la Iglesia les proporcionaba alojamiento gratuito, la mayoría de los clérigos recibía una miseria, mientras que el 90% de sus rentas iba a los obispos y a otras altas dignidades eclesiásticas. Aquel lujo que «la calle» achacaba, indignada, a toda la Iglesia, beneficiaba en realidad a muy pocos. Lo primero que hizo el nuevo agente fue preparar un edicto real que elevaba la congrua de los curas «de parroquia» de 500 a 700 libras anuales, aunque no todos los parlamentos se mostraron de acuerdo a la hora de registrar el edicto en 1786.
Téngase en cuenta que los ingresos medios de un obispo rondaban las 35.000 libras anuales ya en 1750. Para dar una base racional a sus pretensiones, ordenó elaborar un censo que iluminara los puntos oscuros (y eran muchos) de la administración eclesiástica. A tal efecto envió un cuestionario a todas y cada una de las diócesis del país para enterarse de cuáles eran exactamente sus funciones, cuántos hospitales y hospicios se hallaban a su cargo, cuánto costaban, cuáles eran sus propiedades, qué se ganaba y qué se gastaba. Con ello la Iglesia obtuvo por primera vez un conocimiento de sí misma que nunca antes había alcanzado o que siempre había preferido no tener. Cuando el resultado del informe fue finalmente expuesto a la Asamblea general en 1785, plasmado en la excelente prosa de su inspirador y sus colaboradores, produjo tanta admiración que su autor fue gratificado con 100.000 libras, que, por descontado, no despreció. Lo aprendido con su primer encargo importante le resultará muy útil luego, cuando dé el salto a la política y a la economía del país a partir de la Revolución. En 1789, al igual que había hecho en 1785, se propuso lo mismo: ahogar la disidencia gritona de los elementos más radicales del bajo clero, como los Grégoire y Gouttes. Desgraciadamente, las circunstancias habían cambiado y las cosas no se presentaban tan fáciles.
LO QUE CUESTA UNA MITRA
100.000 libras no era en absoluto una cantidad despreciable, pero Charles-Maurice esperaba más: su salto a la condición de obispo. El intento de promocionarlo al cardenalato capitaneado por Mme de Brionne, sus hijas, nuera y unos cuantos incondicionales más había fracasado en 1784, a pesar de que sus promotoras habían recurrido incluso al rey Gustavo III de Suecia, de viaje por Italia, para que les echara una mano con el papa. También contribuyó al fracaso el desgraciado asunto conocido como «del collar de la reina», que dio al traste con la reputación del cardenal de Rohan, primo de la condesa de Brionne, que fue arrestado sin contemplaciones y los enemistó a todos con María Antonieta.
La noticia de que la salud del arzobispo de Bourges, una diócesis importante al sur del Loira, iba de mal en peor hizo concebir esperanzas al triunfador de la Asamblea general de 1785, y Charles-Maurice inició una discreta campaña de propaganda difundiendo que él era el favorito en la sucesión del prelado en cuestión. «Se está hablando de la diócesis de Bourges para mí», escribió a su amigo Mirabeau. «Es un buen puesto... El arzobispo ha tenido una apoplejía y no se le auguran más de dos o tres semanas de vida», pero el hombre era en exceso optimista: pasado un año el arzobispo seguía con vida.