fue un buen político, famoso, además, por su mecenazgo del arte y por fundar la Académie française. A su muerte dejó unos 20 millones de libras: fue uno de los hombres más ricos de su época y seguramente el más rico de la historia de Francia, con la única excepción de su sucesor, el cardenal Mazarino.
Tras su muerte, ocurrida el 4 de diciembre de 1642, fue enterrado de acuerdo con sus deseos en la capilla de la Sorbona y allí Charles-Maurice fue a visitarlo para «pedirle inspiración». No podía imaginar que el 5 de diciembre de 1793 los revolucionarios saquearían aquel mausoleo ilustre a pesar de la intervención del bienintencionado arqueólogo Alexandre Lenoir. Los atacantes exhumaron el cadáver del cardenal y lo decapitaron. El cuerpo fue colocado en los sótanos de la Sorbona, convertidos en fosa común. Richelieu fue un teólogo tan mediocre como Talleyrand, pero de una inmensa energía. Por eso el ordenando fue a mantener un último diálogo «de tú a tú» con uno de los hombres de los que más creía haber aprendido. Su ejemplo, como él mismo nos dice, «n’était pas décourageant», y, si Richelieu se hizo ordenar, ¿por qué iba a negarse él, «primogénito desposeído de los Talleyrand-Périgord»?
También quiso hacerse «ordenar» por el hombre que en aquel momento era el profeta de moda: Voltaire. Tras su larga estancia en Ferney, el autor de Cándido había regresado en la primavera de 1778 a la capital y Talleyrand se arrodilló delante de él y le pidió que le impusiera las manos. Lo admiraba mucho por su manera de pensar, su sentido del humor y, sobre todo, por su falta de respeto a todo y a todos. Fuera del mundo de Voltaire, pensaba, solo había miseria, tiranía e imbecilidad. En cambio, en el universo del autor del Diccionario filosófico portátil percibía una felicidad razonable, constituida por riqueza (¡!), libertad y decoro. El mundo al cual él aspiraba. Y que, sin lugar a dudas, de haber sido posible, hubiera deseado para toda Francia.
A pesar de sus conexiones, su carrera eclesiástica no se presentaba fácil en absoluto. Monseñor de Beaumont, arzobispo de París y quizá celoso del de Reims, no dejaba de recibir informaciones nada edificantes sobre aquel abbé tan simpático como discreto, aunque muchos se habían dado ya cuenta de que era inmune a la cólera y al desprecio y que solo le interesaban de verdad su provecho y caprichos. Pero en 1777 su tío era ya arzobispo titular de Reims y no estaba dispuesto a tolerar más dilaciones. La ordenación era solo un primer paso. Un poco más allá se vislumbraba un obispado. Por otra parte, el joven había mostrad, o sobradamente su competencia, si no en teología, sí, al menos, en cuestión de números, y su memoria sobre «les biens inaliénables de l’Église», redactada por quien no tantos años después iba a proponer y conseguir su expropiación, determinó que todas las observaciones de poca monta fueran pasadas por alto.
Finalmente, el 18 de diciembre de 1779, a la edad de veintiséis años, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord fue ordenado sacerdote por el obispo-conde de Noyon, monseñor Grimaldi. La leyenda de nuestro protagonista cuenta que la mañana de su ordenación fue sorprendido por su amigo y compañero de colegio (y más tarde, de juergas) Choiseul-Gouffier, anegado en llanto tras pasar una noche terrible sumido en la incertidumbre ante el paso que iba a dar. Choiseul, dicen, le conminó para que se retractara, a lo que el otro le respondió: «No. Es demasiado tarde y no puedo echarme atrás».
¿Resulta creíble la escena? Tal vez sí. A pesar de su inmovilidad estatuaria, Talleyrand fue, como Voltaire —este último escudado en su permanente media sonrisa—, un consumado comediante, y, sin dejar de ser nunca él mismo, supo siempre representar el papel que el público del momento esperaba de sí. Aquel número del llanto, si se dio, fue una escenita dedicada a un único espectador, Choiseul, que no esperaba menos. El sacerdote de nuevo cuño tuvo siempre entre sus divisas la frase latina de dudosa atribución: Mundus vult decipi, ergo decipiatur… [El mundo quiere ser engañado, pues que se le engañe…]. Vale la pena reconocer que la mayor parte de sus burlas contaron siempre con el entusiasmo de los burlados. Al menos en un primer momento.
LOS DESAYUNOS OPÍPAROS DE LA RUE DE BELLECHASSE
Instalado en su cómodo pied à terre parisino de la Rue de Bellechasse y servido por su fiel «hombre para todo» Courtiade, que, mientras vivió, nunca se apartó de él, Charles-Maurice empezó a entregarse a lo que realmente le gustaba como, por ejemplo,
coleccionar libros. A la hora de seleccionarlos no solo atendía a sus textos (de los que no se excluía la pornografía), sino también a su edición, la textura del papel, la encuadernación y el origen: fue así como el hombre creó una extraordinaria biblioteca, y aunque las circunstancias de la vida lo obligaron a venderla en más de una ocasión, siempre logró rehacerla y mejorarla.
Desde el principio se acostumbró a levantarse tarde (solía trasnochar, especialmente las noches en que jugaba) y desayunaba opíparamente a las once. Parece que el tono de las reuniones era elegante y ligero. En 1778 un sabio escocés, Adam Smith, había publicado su famoso tratado La riqueza de las naciones, que fue devorado por los intelectuales franceses, empezando por Talleyrand y sus amigos. No debe extrañarnos, pues, que aquellos desayunos resultaran, además, el mejor curso de economía política que ofrecía París en aquel momento, por más que no faltaran, como es natural, los intermedios dedicados a la poesía, la galantería y la gastronomía, temas que interesaban en mayor o menor medida a todos los presentes.
Solían acompañarlo en la mesa un puñado de amigos extraordinariamente fieles como el ya citado Choiseul, compañero de colegio, el conde Luis de Narbonne, brillante bastardo de Luis XV, buen militar muy apreciado más adelante por Napoleón y gran seductor (fue amante de, entre otras damas, la vizcondesa de Laval, una de las mujeres que Charles-Maurice conoció con motivo de la consagración real, y Mme de Staël, la brillante hija de Jacques Necker, con la que tuvo dos hijos, Auguste y Albert), Armand Louis de Gontaut, duque de Biron, antes duque de Lauzun, guillotinado en 1793, que había luchado en la guerra de Independencia de América, y Pierre-Samuel Dupont de Nemours, autor de una gran cantidad de obras sobre economía, política, fisiología, historia natural y física, hombre muy ducho en el terreno de los negocios y las inversiones ventajosas que murió en Estados Unidos.
A ellos se unieron personajes muy variados, entre los que destaca Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791),
a ratos colaborador y a ratos feroz enemigo de nuestro protagonista, un exaltado de pocos escrúpulos pero lleno de ideas que habría de desempeñar mediante su oratoria incendiaria un papel relevante en la Asamblea Nacional. Desde su tribuna intervendrá en cuestiones políticas fundamentales como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el veto real o la Constitución Civil del Clero. Más moderado de lo que aparentaba (siempre pensó en llegar a una entente con la monarquía), su muerte prematura dejó descabezada una izquierda revolucionaria relativamente razonable que se fragmentó con efectos fatales.
También acudían a estos desayunos personajes muy populares de la época, como el abbé Delille, hábil versificador y mal poeta, pero muy admirado en los salones, y el académico Chamfort, famoso por sus sentencias, como la que recogemos: «Para ser amable con el mundo hay que dejarse enseñar lo que uno ya sabe», que Charles-Maurice solía repetir. Casi todos los habituales estaban de acuerdo en criticar el tratado de comercio firmado en 1786 por Francia con Inglaterra salvo Talleyrand, que lo defendía, argumentando que los tratados de comercio eran indispensables para mantener la paz entre las naciones, y la paz, como había sentenciado Voltaire, era la primera condición de la civilización porque favorecía el aumento de la riqueza: los tratados de comercio hacían a las naciones solidarias en la prosperidad. A su juicio (y en esto coincidía malgré lui con Necker), Inglaterra era en aquel momento el país que mejor respondía a los «principios liberales que convienen a las grandes naciones».
Pero el auténtico gurú de aquellos desayunos únicos fue Isaac Panchaud (1737-1789), un banquero de familia ginebrina, aunque nacido en Londres, de fuertísima personalidad que detestaba a su compatriota Necker, una animadversión que inoculó a Talleyrand. La amistad de Talleyrand con Panchaud no se limitó a niveles teóricos. Panchaud le inició en la praxis de los negocios en una época en que la economía pública y la privada se hallaban fuertemente interconectadas. Este listísimo