Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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complejas y oscuras de la banca y las finanzas internacionales que los libelos de los últimos años de la monarquía tildaban de agiotistas, de alcistas y de bajistas de los efectos públicos, es decir, de especuladores a gran escala. Iba a ser, también, el consejero más o menos escuchado de todos los controladores de finanzas de Luis XVI: de Turgot, de Necker, de Joly de Fleury y, por encima de todo, de Calonne.

      También Charles-Alexandre de Calonne (1734-1802), conde de Hannonville, nacido en Douai de una familia de clase alta, además de abogado de la corte general de Artois, procurador del parlamento de Douai, intendente de Metz (1768) y de Lille (1774), y controlador general de Finanzas de Francia desde el 3 de noviembre de 1783 hasta 1787, un protegido del ministro de Asuntos Exteriores M. de Vergennes, se dejaba caer con frecuencia por aquellos instructivos desayunos para tomar parte en los debates, escuchar al gurú de todos (Panchaud) y tratar de aprender de él. Charles-Maurice veía en Panchaud un «hombre extraordinario», cumplido rarísimo en la obra de este memorialista tan parco a la hora de los elogios.

      Siguiendo sus pasos, el que ya era un gran jugador en el tapete verde se convierte en «tomador de riesgos» y se asocia a las empresas más nuevas de la época, especula a lo grande y procura anticiparse a todo. Junto con su amigo Lauzun, uno de los principales accionistas de la Sociedad de Minas de Carbón de Rueil, fundada en 1785, se apunta a cuanto ofrezca alguna oportunidad de ganancias y actúa como intermediario en importantes operaciones financieras por cuenta de terceros, como su amigo Choiseul. En aquel momento se negociaba con todo: cambios de la moneda, metales preciosos, efectos de comercio, etc. ¡Y no todas las operaciones se hacían delante de notario!

      Fue Calonne quien imaginó un plan para reflotar la arruinada economía del país mediante la creación de un banco central. El secreto radicaba en mantener los intereses bajos y evitar la falta de liquidez. Como primer paso hacia este desiderátum, Panchaud había fundado ya en 1776, junto con, entre otros, el famoso escritor y comediógrafo Caron de Beaumarchais, autor de la celebérrima y muy discutida comedia Las bodas de Figaro, la llamada Caisse d’amortissement, dotada de un capital de 15 millones de libras dividido en 5.000 acciones de 3.000 libras. Tuvo éxito y aquella recién creada institución no tardó en contar con una asociación de accionistas en comandita que reunía todo el «capitalismo» de París. Talleyrand se interesó mucho por su funcionamiento, sobre todo durante sus años de agente general del clero, y, a pesar de todos sus cambios, no abjuró nunca en el terreno económico de sus convicciones anglófilas y librecambistas basadas en Panchaud, y no solo a nivel teórico.

      Desde sus primeros pinitos a su lado, el veneno de la especulación se apoderó del abbé Périgord, que así se le conocía, del mismo modo que, en el Palais Royal y al lado del duque d’Orleans, primo del rey, contrajo la enfermedad del juego (el whist), dos pasiones incurables que no dejaron de sonar como el basso continuo de toda su vida, con independencia de las demás actividades que le confirieron un lugar único en la historia de su país. Quizás, en última instancia, la auténtica gran pasión de Talleyrand no fue la política, ni la economía, ni el juego ni las mujeres, sino el Riesgo con mayúscula y en todos los campos. Por razones obvias no podemos detenernos en sus infinitos negocios (afirma Waresquiel que el hombre se pasó la vida ganando dinero y endeudándose) sin correr el peligro de triplicar el volumen del presente estudio, salvo en algún supuesto particular que nos parezca imprescindible relatar a los lectores. Baste, pues, con lo dicho.

      CHARLES-MAURICE EN LOS SALONES

      Si Talleyrand consagraba las mañanas a su formación como político y economista y a pasarlo bien con los amigos, dedicaba las soirées a hacerse un lugar importante en la buena sociedad de su tiempo. Con ello, no solo seguía los consejos del duque de Choiseul y de Calonne, sino su propio gusto e inclinaciones. Y en aquel tiempo decir «buena sociedad» en París equivalía a referirse a los salones y a las mujeres que en ellos se movían como pez en el agua, cuando no los dirigían. Los salones que visitaba y donde con frecuencia se quedaba a cenar no eran en principio reuniones dedicadas al debate político, aunque con el paso del siglo este acabó adueñándose de muchos de ellos.

      Tal fue el caso del de Mme de Staël, hija del ministro Necker y tan apasionada por los asuntos públicos como su padre, un salón que no empieza a darse a conocer hasta 1786, cuando el suizo hugonote asume por primera vez el ministerio, y que tendrá sus días de gloria cuando, pasados los años duros del Terror, la baronesa lo reabra en 1795 en la embajada sueca (su marido será el embajador) en la Rue du Bac.

      La cultura de los salones venía de antiguo y en ellos habían discutido y sentenciado la mayor parte de los philosophes de la Ilustración francesa. Los salones de la Francia del siglo XVIII fueron adaptándose más o menos a las mutaciones del ambiente social, filosófico y político del país: más literarios en los primeros años (últimos de Luis XIV) para evitar choques violentos con la beatería que dominaba en Versalles, y más abiertamente filosóficos a partir de la Regencia durante la minoría de Luis XV (1715-1723), que coincidió con el pistoletazo de salida del movimiento de los philosophes protagonizado por los Condorcet, D’Alembert, Diderot, Rousseau, Grimm, Helvétius, D’Holbach, etc.

      Había numerosos salones grandes y pequeños, famosos e íntimos, a disposición del abbé Périgord. Se reunían en las salas «de recepción» de lujosos palacetes de París con chimeneas como escenarios de ópera, sofás, chaises longues y sillones cubiertos de mullidos cojines, unas salas que solían dar a otras habitaciones mucho más reducidas, útiles a la hora de intercambiar confidencias o iniciar una tímida liaison. Todo ello a la trémula luz de las velas, fácil de imaginar para quienes hayan visto el film Barry Lyndon de Stanley Kubrick, una luz que difundía un aura casi mágica sobre las cabezas empolvadas y las mejillas artísticamente maquilladas de unos y de otras. A veces sonaba un cuarteto de cuerda o un clave en un rincón que pocos escuchaban porque no estamos en Viena.

      Como la prensa se hallaba sujeta a la censura real, las noticias más escandalosas se daban a conocer en los salones, unas noticias que, con frecuencia, distribuían simultáneamente a todo el mundo los repartidores de panfletos por calles y plazas, incluido el levantisco faubourg Saint-Antoine, que durante la Revolución pasó a llamarse Faubourg-de-Gloire. En los salones se escuchaba, se flirteaba, se daban muestras de ingenio o, sencillamente, el visitante curioso y discreto entrecerraba los ojos (nunca los oídos) y se dejaba ganar por aquella atmósfera única, prestaba atención a lo que se decía y se informaba y cultivaba. Los salones que frecuentó Charles-Maurice pretendían aún mantener su origen «literario». Los asistentes daban a conocer primicias de libros o artículos que estaban escribiendo u obras del momento especialmente debatidas, como La nueva Eloísa de Rousseau. También se hablaba de ciencia, arte, economía y de religión, todo ello acompañado por un chismorreo más o menos salaz sobre la familia real u otras personalidades ausentes de las altas esferas.

      Talleyrand descubrió pronto que Versalles tenía oídos en todas partes, por lo que evitaba tocar temas «espinosos», aunque seguramente se divertía cuando otros lo hacían. Se ha dicho que el abbé de Périgord nunca fue más él mismo que en esos salones, en los cuales encarnó mejor que nadie lo que en 1780 se llamaba l’art de plaire. Tenía treinta años y, aunque siempre fue fiel a su carácter distante y discreto, no se veía aún obligado a forzar su naturaleza ni su estilo para no solo ser quien era, sino también parecer lo que deseaba ser. No se muestra, pues, (falsamente) perezoso, cínico ni impenetrable por sistema. Se mueve en el marco de los códigos de la época. Incluso las agudezas que más tarde se le atribuyeron, sus famosos bons mots, forman quizá más parte de la leyenda que de la historia. Al igual que su madre (lo veremos más tarde), parece que los detestaba, porque, como afirmaría en cierta ocasión, «sirven para todo y no conducen a nada». Benjamin Constant, otro personaje excepcionalmente inteligente de la época, los calificaba de «tiros de fusil contra la inteligencia».