una paz siempre fácil de romper entre la Iglesia y el mundo.
El difícil Concordato firmado por Napoleón y Roma en 1801, en cuya redacción tanto intervino Talleyrand, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores del primer cónsul, es una prueba de hasta qué punto Charles-Maurice dominaba el arte de la contención. En líneas generales, no guarda un mal recuerdo de aquellos años. En 1814, hallándose en Viena en representación de su país en el Congreso, reconoció al conde de Noailles y le dijo: «Cuando quiero sentirme feliz, sueño con Saint-Sulpice y evoco los recuerdos de aquellos tiempos. Había entonces buenas cabezas en el seminario». Entre sus compañeros de estudio se contaban retoños de familias notables como M. La Coste de Beaufort, primo hermano del marqués de Pompignan. Tutelaron a Charles-Maurice los abbés Bourlier, futuro obispo de Evreux, y Charles Mannay, que no tardó en convertirse en vicario general de Reims.
Con todo, su auténtica «hada madrina» sigue siendo su tío Alexandre-Angélique, que, a partir de 1777, tras la muerte de su antecesor de La Roche-Aymon, pasa a ser el todopoderoso arzobispo-duque de Reims. No pocos historiadores le han reprochado su «ciego nepotismo». En efecto: fue él quien obtuvo para su sobrino la dispensa necesaria «por su aplicación al estudio y su talento» para que pudiera presentar y aprobar su tesis de bachiller dos años antes de los veintidós obligatorios. Talleyrand la expondrá el 22 de septiembre de 1774. El tema: Quaenam est scientia quam custodient labea sacerdotis, («¿Cuál es la ciencia que guardan los labios del sacerdote?»), y en su redacción intervino no poco su director, el abbé M. Mannay, al cual el bachiller guardó siempre un sincero reconocimiento. En cuanto pudo, lo hizo obispo de Tréveris.
Paralelamente a sus estudios, su carrera eclesiástica resultó meteórica: el 28 de mayo de 1774 recibe las órdenes menores del obispo de Quimper y el 1 de abril de 1775 el subdiaconado del de Lombez en la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, primera orden mayor, que imponía ya la castidad perpetua. Se cuenta que la vigilia de ser ordenado dijo a su superior, M. de Cussac: «Me fuerzan a ser eclesiástico y se arrepentirán». La frase, recogida por Georges Lacour-Gayet (1856-1935), autor de la biografía más voluminosa (cuatro tomos) que se ha escrito sobre el personaje, sigue siendo repetida por los historiadores que, como Orieux, responsabilizan de todas las traiciones y diabluras del personaje a una vocación impuesta por sus padres. No obstante, la consistencia de su carácter y la ligereza con que pasa de una situación a otra obteniendo siempre algún beneficio para sí mismo nos permiten ponerlo en duda y nos impiden compadecerlo demasiado. Para ello ya tenía a la infeliz Luzy de paño de lágrimas, a la cual no tardaremos en referirnos.
UNA CONSAGRACIÓN REAL Y NUEVAS AMISTADES
El 3 de mayo es nombrado canónigo de la catedral de Reims y el 3 de octubre abad comanditario de Saint-Denis de Reims, un cargo que le asegura unos ingresos considerables. Cinco días después agradece a sus compañeros canónigos que lo hayan aceptado entre ellos mediante este discurso, auténtico modelo de diplomacia:
Recibo con el más vivo reconocimiento la gracia que me habéis acordado. Un gran respeto por vuestra compañía, la más firme adhesión a sus miembros, el deseo más vivo de formar parte de vuestro cuerpo y la amistad que siempre habéis manifestado a mi tío son los únicos títulos que me reconozco para merecerlos. Espero, señores, que seguiréis conservando vuestras bondades para conmigo. Os garantizo todos mis esfuerzos para hacerme digno de ellas.
Entre ambas fechas hay un episodio que no se puede pasar por alto. El 11 de junio de 1775 Charles-Maurice asistió a la consagración de Luis XVI, en la cual participaron su tío como coadjutor del arzobispo consagrador (aún no era titular del cargo) y su padre, que tenía el honor de ser uno de los cuatro otages de la sainte Ampoule, los cuatro señores encargados de escoltarla desde la abadía de Saint-Remi de Reims hasta la catedral. Entre
sus obligaciones figuraba nada menos que «defenderla hasta la muerte». Entraban en la catedral a caballo precedidos por sus respectivos escuderos.
¿Qué era esa sainte Ampoule que parecía tener tanta importancia? Según un episodio de mitología cristiana recogido por Hincmar, arzobispo de Reims (802-882), era el frasquito que una paloma había traído volando a Remigio de Reims, futuro san Remigio (saint Rémy), para que untara con su aceite la frente del rey Clovis (Clodoveo I) cuando lo bautizó hacia el año 496. La historia nos recuerda la del santo Grial de la mitología artúrica y tal vez se inspiró en ella, pero no encontró un Wagner que la inmortalizara. Con el mantenimiento de esta tradición se pretendía insistir en la idea de que «Dios y solo Dios hace al rey, con la ayuda visible del sacerdote». Casi todos los reyes franceses fueron consagrados en la catedral de Reims hasta 1825, fecha en la cual el rey Carlos X de Francia accedió al trono. Este fue destronado por la Revolución de julio, en la que se coronó a Luis Felipe de Orleans, hijo de su tío el regicida Philippe-Égalité. También en su consagración estuvo presente Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord en calidad de gran chambelán de la corte.
En sus memorias no se detiene en la regia consagración salvo para decirnos que fue con motivo de ella que trabó las primeras amistades femeninas a su altura, destinadas a ser las fundadoras del «serrallo» episcopal y, luego, ministerial, que Talleyrand dominó con su personalidad y encanto:
Fue a partir de la consagración de Luis XVI que datan mis relaciones con varias mujeres cuyos méritos en diversos aspectos las hacían sobresalientes y cuya amistad no ha dejado nunca de arrojar un encanto sobre mi vida. Son madame la duquesa de Luynes, madame la duquesa de Fitz-James y madame la vizcondesa de Laval, de las que voy a hablaros...
También en sus memorias nos informa por extenso de una aventurilla picante de sus tiempos de seminarista que parece extraída de una novelita de Marivaux o del abbé Prévost. Su protagonista, Dorotea Dorinville, era una actriz de reparto de la Comedia Francesa, Luzy de nombre artístico, a la que conoció saliendo de misa en un día de lluvia. El joven le ofreció su paraguas y acompañarla a casa. «Ne permettrez-vous pas, ma belle demoiselle...?», nos parece escucharle cantando estas palabras de Fausto a Margarita en la ópera de Gounod. Y Luzy accedió.
Bonita e inocente, aunque era mayor que él, debió de sentirse muy halagada por la compañía de aquel elegante seminarista de hábito bien planchado que la acompañaba a diario a casa. Nos los imaginamos paseando cogidos de la mano por l’allée des Philosophes, frecuentada por Rousseau en 1741, y la llamada promenade des Soupirs, refugio de enamorados furtivos, dos espacios abiertos a los paseantes parisinos del jardín del Luxemburgo que «fundara» María de Médicis, como una Manon y un abbé des Grieux hechos realidad. La historia duró dos años y el memorialista nos cuenta que se sentían almas gemelas porque ambos se habían visto obligados por sus familias respectivas a seguir «vocaciones impuestas», pues ni ella quería dedicarse al teatro ni él al sacerdocio.
Aquella relación fue pronto del dominio público y la parejita empezó a formar parte del paisaje urbano de los alrededores de Saint-Sulpice (ella vivía en la Rue Férou). Charles-Maurice no hizo nada por disimular la situación (lo cual demuestra cuán poca importancia confería a las obligaciones que, en teoría, le esperaban), y su superior en el seminario tampoco se esforzó por atajarla. Hubiera debido despedir al muchacho de la institución que dirigía y quizás hubiese hecho un gran servicio a la Iglesia y a Talleyrand... o no. Pero seguramente prefirió «hacer la vista gorda» y evitar un escándalo. Comenta Lacour-Gayet: «[…] el muchacho debió a las condiciones inseparables de su cuna y, sobre todo, al respeto y consideración que se tenía por los méritos y virtudes del arzobispo de Reims, su tío, que no se le echara a cajas destempladas».
Es el primer amor que se le conoce. A partir de la consagración real tomó conciencia de que un personaje como el que se
proponía llegar a ser algún día (dentro o fuera de la Iglesia) no debía ni podía enredarse con gente de la farándula. Y se mostró fiel a su compromiso, pues entre la larga lista de mujeres que le adoraron no hallamos actrices, bailarinas ni cantantes de l’Opéra, como en el caso del obispo de la canción citada, aunque acabó contrayendo matrimonio con algo mucho peor: una cortesana gastada y necia. Pero fueron órdenes de Napoleón.
No