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SER CURA TAMPOCO ES TAN MALO...
No existe constancia de que Talleyrand fuera un estudiante brillante, pero tampoco de que fuese desobediente, revoltoso o incómodo. Todo indica que se había sometido a lo que sus padres exigían de él, y aunque en los textos de algunos biógrafos de la corriente clerical de la segunda mitad del xix se resaltan a veces momentos de «abatimiento» y «tristeza», no deben entenderse como dramáticas crisis de conciencia del tipo que suelen sufrir ciertos seminaristas inseguros antes de su ordenación. Por otro lado, ser clérigo en Francia en aquellos tiempos era algo muy distinto de serlo ahora: si se contaba con buenos padrinos (y Charles-Maurice tenía a su tío), casi podía asimilarse a un buen matrimonio en el que uno se ahorraba los inconvenientes de la monogamia, al menos teórica.
De hecho, a los hijos inteligentes de buena familia la Santa Madre Iglesia les abría un sinfín de posibilidades para medrar, enriquecerse y no privarse de placer alguno que fueron aprovechadas por no pocos prêtres. ¿Quién no recordaba los ejemplos «tan poco ejemplares» de los cardenales de Retz, el famoso frondista al que Talleyrand admiraba especialmente, el hábil Richelieu o el sinuoso Mazarino, que llegó a ser el hombre más rico de Francia? Y las cosas no habían cambiado mucho. Cierto panfleto de la época referido a un conocido obispo decía:
Un évêque de grande mine Et dont le nom me reviendra Payait du trésor de l’Église Comme l’usage l’autorise Une actrice de l’Opéra. .....................................
«Comme l’usage l’autorise» dice la coplilla. En otras palabras, el tal obispo estaba lejos de ser una excepción. Durante su estancia en la escuela, Charles-Maurice contrajo la viruela, pero ello no le abrió las puertas del hogar familiar, quizá por temor a
un contagio, sino que se le alojó en casa de una cuidadora profesional de la calle Saint-Jacques. De todos modos, tuvo más suerte que el pobre Mirabeau y la enfermedad no dejó marcas en su rostro. En sus memorias no evita quejarse del poco interés que despertó su enfermedad en su familia:
Me sentí aislado, sin apoyos, todos vueltos en contra de mí, pero no me quejo porque pienso que estos retiros obligados hacia mi interior han avivado mi capacidad de reflexión. Debo a las penas de mis primeros años haber ejercitado muy pronto mi hábito de pensar con mayor profundidad, un hábito que quizá no habría tenido si me hubiesen ofrecido algunos motivos insignificantes de alegría...
Vale la pena observar, al hilo de estas «confesiones» y de otras parecidas que iremos reproduciendo a lo largo del libro, que, cuando Talleyrand empieza a escribir sus memorias «nel mezzo del camin della sua vita», se había ganado ya numerosos enemigos que le reprochaban determinadas actuaciones objetivamente muy graves. Será luego, tras colgar los hábitos, traicionar a la Iglesia y a sus reyes, intrigar en todos los ámbitos, participar en mil casos de corrupción, aceptar toda clase de sobornos, etc., cuando empiece a insistir en que «se vio condenado a crecer sin amor y a ser lo que no quería ser», circunstancias fatídicas con las que pretende explicar y hacerse perdonar «sus errores», como suelen hacer todavía hoy ciertos delincuentes juveniles de buena familia con el asesoramiento de caros psiquiatras. Por ello en sus memorias muestra especial interés en recoger sus quejas sobre su desgraciada infancia y su «vocación impuesta», con el propósito de atribuir cierta culpa de sus fechorías a la infortunada decisión de sus progenitores de «meterlo a cura». En consecuencia, todos esos lamentos merecen ser tomados cum grano salis.
Nos consta que empezó a escribir la parte de sus memorias que trata de su juventud tras firmarse el Concordato (1801) que reconcilió a Napoleón con el papado. Al año siguiente el emperador le obligó a casarse en interés de la moral pública con la mujer con la que estaba conviviendo desde tiempo atrás: Catherine
Noele Grand, luego de Talleyrand-Périgord, a pesar de la firme oposición de Roma, que le seguía teniendo por obispo. Fue entonces cuando el que lo había sido de Autun al empezar la Revolución empieza a imaginar que algún día deberá rendir cuentas por haber abandonado el estado clerical. Por lo tanto, presentarse como le prêtre malgré lui en sus memorias constituye una suerte de justificación de su regreso al estado laical, su auténtica vocación. En una de las cartas de contrición enviadas a Roma en 1838, poco antes de su muerte, se refiere a «una dirección impuesta a una juventud totalmente contraria a una vocación sincera» y, en otra, «a una juventud [...] conducida hacia una profesión para la cual no había nacido».
Sin embargo, no pocos contemporáneos suyos de muy buena familia, como Turgot, Chateaubriand o Jacques de Norvins, sobrino del poderoso Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse y luego de Sens, ministro de Luis XVI, se negaron rotundamente a obedecer la voluntad de sus familias, empeñadas en «meterlos» en la Iglesia velis nolis. Bien mirado, si se examina su trayectoria desde el final, tampoco le fueron tan mal las cosas a Charles-Maurice en el seno de la Mater et Magistra ni se privó de nada. Teniendo en cuenta las estrecheces por las que pasaba su familia, la Iglesia le permitió mejorar su situación personal. No tardó en ingresar él solo el triple de lo que obtenían sus padres «por todos los conceptos». Cuando bastantes años después insiste tanto en el tema de la imposición paterna, hay que creerle a medias. Unos historiadores le creen mucho, como Jean Orieux; otros muy poco, como Waresquiel. Que el lector decida.
Tampoco hay razón alguna para pensar que Talleyrand fuera especialmente desgraciado en sus años de escolar. Es muy probable que incluso su falta de brillantez respondiera a un plan preconcebido o inconsciente de pasar desapercibido: ¿para qué exhibir, pues, su inteligencia, su capacidad de reflexión, su memoria y su incomparable sentido de la observación? Un colegio como el que le acogía era un lugar ideal para practicar las artes del silencio y el disimulo, que tanto le sirvieron cuando «entró en el mundo». En cuanto a sus relaciones con la familia durante sus años de escolar, el matrimonio Talleyrand-Périgord-de Damas d’Artigny invitaba a sus hijos escolarizados a cenar en su casa una vez a la semana en compañía de su preceptor y les despedía con una frase ritual que su destinatario nos ha conservado: «Soyez sage, mon fils, et contentez M. l’abbé!». Estamos casi convencidos de que Talleyrand nunca hizo enfadar en serio a abbé alguno. Años después, cuando fue ponente en la asamblea de la Constitución Civil del Clero y propuso e hizo aprobar la expropiación de los bienes de la Iglesia, mató seguramente a muchos abbés de un infarto.
EL NEPOTISMO ECLESIÁSTICO EN FRANCIA
No todos los que en el siglo XVIII entraban en un seminario en Francia y en muchos otros países europeos lo hacían por vocación religiosa. Para muchos jóvenes humildes con afán de aprender el seminario era la única escuela gratuita que se les ofrecía. Baste recordar la historia del protagonista de Rojo y negro. Que luego fueran buenos o malos curas ya era otro cantar. Cabe suponer que habría de todo. También ocurría lo mismo entre las grandes familias: al amparo de la Iglesia las cabezas brillantes podían labrarse un porvenir envidiable a cambio de unas obligaciones y privaciones mínimas. Si en la familia había ya, además, alguna autoridad eclesiástica destacada, la cosa se presentaba más fácil todavía. Ello confería a la aristocracia un control sobre la vida religiosa del país que podía resultar muy provechoso. En Francia, los Rohan llevaban «dominando» el arzobispado de Estrasburgo, que pasaba de tío a sobrino, desde generaciones. A partir de 1760 una cuarta parte de los ciento treinta obispados del reino se hallaban bajo el control de trece familias: los Castellane detentaban cuatro, los La Rochefoucauld tres, y otros tantos los Brienne, los Bernis, los Nicolaï, los Boisgelin...
Algo parecido ocurre en la familia Talleyrand. La carrera del longevo Alexandre-Angélique de Talleyrand-Périgord (1736-1821), hermano del padre de Charles-Maurice, es un ejemplo de lo que estamos diciendo. Tras estudiar en el seminario de Saint-Sulpice con los oratorianos, fue nombrado limosnero del rey y luego vicario de Verdún gracias a la influencia de su cuñada, la condesa de Périgord, mujer todopoderosa bajo Luis XV, aunque no figure entre sus amantes. No había cumplido aún treinta años cuando Charles-Antoine de La Roche-Aymon, arzobispo de Reims, lo elige como su coadjutor y lo hace nombrar para la sede in partibus de Trajanopolis,