Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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y, muy pronto, por las funciones de ministro de la Feuille, cargo que le permitía controlar la distribución de una parte importante de los beneficios eclesiásticos, La Roche-Aymon deja en manos de su coadjutor la administración de su diócesis, en la que está, además, llamado a sucederle. El arzobispo titular muere diez años después y Alexandre-Angélique se elige a sí mismo como sucesor de acuerdo con lo previsto. En aquel momento el arzobispado de Reims ingresaba 560.000 libras de rentas anuales (el doble que el de Narbona). El nuevo arzobispo no dudará en elegir como su coadjutor al mayor de sus sobrinos, nuestro Charles-Maurice.

      A partir de entonces las relaciones entre el eclesiástico y los padres de su protegido se estrechan y los hermanos empiezan a tratarse regularmente. En 1767 alquilan juntos el palacete de Guerchy, en la Rue Saint-Dominique, y pasan las vacaciones de verano también juntos en una finca arrendada cerca de Vincennes, donde «el aire es excelente». Tres años después, con los quince cumplidos, Charles-Maurice se instala en Reims. Realiza el viaje en una silla de posta para él solo (¡había que quedar bien!), que lo trasladó en dos días de su casa de París a Reims. Allí tomó el nombre de abad de Périgord y vistió su primera sotana (en realidad, calzones hasta la rodilla, frac y medias de seda negros), requisito al que todavía no estaba obligado y que, si hay que creer al interesado, «le fue impuesto contra su voluntad». Hombre de natural elegante, quizá pensó que el negro no le sentaba bien. Mme de Chateaubriand, que lo odiaba, lo recuerda como un chico «bastante guapo, con cabellos rubios y ondulados y una mirada límpida, pero fría y escrutadora, y una estatura superior a la media». Llegó a medir casi un metro ochenta.

      EN REIMS

      No parece que su primera estancia en Reims le haya hecho muy feliz y, bastantes años después, se refiere con desdén en sus memorias al lujo que rodeaba al arzobispo de la diócesis y a su coadjutor, que «no compensaba, nos dice, el sacrificio completo de mi sinceridad que se me exigía». Que el joven Charles-Maurice no eligió el estado eclesiástico parece fuera de toda duda, pero que lo haya aceptado de tan mala gana como quiere darnos a entender resulta cuando menos discutible. En 1782 el joven Jacques de Norvins, futuro director de la policía del Imperio, recibió de su tío Loménie, arzobispo de Toulouse, la sugerencia de hacer carrera en la Iglesia y el buen hombre le prometió su cargo (por lo menos). Norvins, que tenía trece años, nos cuenta en sus memorias:

      El prelado tuvo la bondad de insistir y de subrayar las ventajas de la ambición y de la fortuna. [...] Yo le dije que el único objeto de mis estudios era ver cumplida mi vocación decidida de convertirme en magistrado.

      Las perspectivas que se ofrecían al muchacho eran ciertamente atractivas: una vida eclesiástica relajada y libre, una gran

      fortuna y la posibilidad de hacer una carrera administrativa y política en la Iglesia o fuera de ella. No pocos arzobispos se habían convertido en primeros ministros del país: André Hercule de Fleury fue el principal consejero de Luis XV, del cual había sido preceptor, y su mandato fue «la parte más feliz del reinado del abuelo de Luis XVI», o Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, ministro de este último, que convocó los fatídicos Estados Generales de 1789, se asustó y corrió a refugiarse en el mejor remunerado arzobispado de Sens.

      Desde el primer día tío y sobrino se entendieron a la perfección. Las cartas de Talleyrand que se conservan en los archivos del château de Broglie muestran que las relaciones entre ambos fueron siempre muy cordiales. Parece normal, puesto que, gracias a su tío, Charles-Maurice es invitado y acogido en Reims, entra en el seminario de Saint-Sulpice y obtiene las dispensas necesarias para obtener sus primeros beneficios antes de la edad mínima prescrita. La Revolución los separa (no podía ser de otro modo), pero el arzobispo volverá a entrar en contacto con su sobrino en los últimos años del Imperio y se convertirá en un aliado importante del futuro exministro de Napoleón. En una carta posterior a la primera Restauración dirigida a Bruno, marqués de Boisgelin, emigrado de 1792, luego maître de la garde-robe y comisario extraordinario de la octava división naval del rey (Toulon), caballero de san Luis y par de Francia desde 1815, Charles-Maurice definía a su tío como «un hombre excelente, que ha hecho de la indulgencia uno de sus principales deberes».

      Convertido en arzobispo de Reims en 1777 y, por lo tanto, en primer par eclesiástico de Francia, Alexandre-Angélique se encarga de presidir las asambleas quinquenales del clero galo y sigue ingresando anualmente rentas por valor de 560.000 libras como su antecesor, más 126.000 libras por sus dos abadías de Cercamp y Saint-Quentin en Isle. En 1789 el buen hombre adquirió en París el palacete de Gramont en la Rue Bourbon por 251.000 libras, aunque la Revolución le impidió disfrutarlo.

      Poco sabemos, en cambio, de lo que su sobrino hizo durante su estancia en Reims, etapa que pasa por alto en sus memorias. Parece que le interesó mucho la lectura de las biografías de grandes cardenales diplomáticos, como Duprat, Ossat y Polignac, una lectura que su tío le recomendó, y, sobre todo, las memorias del execrado cardenal de Retz, Paul de Gondi (1613-1679). La figura de este último le fascinó toda la vida: Gondi, coadjutor del arzobispo de París, que también era su tío y al que intentó suceder, fue uno de los principales impulsores de las dos rebeliones de la fronda contra Mazarino, la regente Ana de Austria y, en última instancia, contra un Luis XIV menor de edad.

      Conspirador nato, Gondi se confesaba «una de las almas menos eclesiásticas que hayan existido jamás». Intrigante y aficionado al doble juego y a la sorpresa, también se mostró muy hábil como negociador hasta que el jovencísimo monarca lo hizo detener también por sorpresa en diciembre de 1652. A partir de este momento, su buena fortuna se fue apagando hasta extinguirse en 1679, cuando se hallaba ya retirado en su abadía de Saint-Denis, tras haber escrito sus memorias y renunciado a un cardenalato que le había costado mucho conseguir. Se diría que Talleyrand lo tomó de modelo y quizás aprendió de él lo que no se podía hacer: afortunadamente para Charles-Maurice, Napoleón no era el Rey Sol.

      CHARLES-MAURICE EN EL VIVERO DE LOS OBISPOS

      En 1770 Talleyrand entró al fin en el seminario de Saint-Sulpice, conocido como «el vivero de los obispos», donde pasó los siguientes cuatro años. La pensión no era barata: 580 libras al año, y los estudios que ofrecía consistían en dos años de filosofía y tres de teología que preparaban a los alumnos para pasar su tesis de bachiller. Luego, tres años más de teología en la Sorbona completarían la formación exigida al «buen sacerdote». Resulta creíble, dada su tendencia a sentirse en todo distinto y superior a

      los demás (quizá porque lo era), que no mienta cuando nos describe su actitud en el seminario en estos términos:

      Durante los recreos me retiraba a una biblioteca en la que buscaba y devoraba los libros más revolucionarios que podía hallar, y me alimentaba de la historia, de los amotinamientos, las sediciones y los trastornos políticos que se habían dado en todos los países.

      Con todo, no debía de ser tan mala la vida del seminario, puesto que en 1815 contó a Alexis de Noailles que el superior general M. Bourrachot le daba excelentes consejos y que estimaba a M. Legrand, doctor en teología. Muchos años después, en 1821, elogió a monseñor Bourlier, obispo de Evreux y antiguo «sulpiciano», quizá porque durante la Restauración siempre se agradecía un elogio de la institución, pero fuerza es reconocer que a lo largo de toda su vida Talleyrand nunca dejó de mostrarse respetuoso con los sacerdotes, tal vez porque nunca dejó de considerarlos de algún modo «colegas suyos».

      Las clases se impartían en una gran aula de la planta baja con capacidad para ochocientos alumnos. Allí aprendió, por encima de todo, esa manera particular de estar en sociedad, a la vez discreta, amable, mesurada y cortés, que se llevaba en Saint-Sulpice, a la que llama le bon maintien, expresión difícil de traducir equivalente a guardar las formas. Él mismo trata de explicárnosla en una nota:

      Como el lenguaje de la acción o la palabra, la contención [le maintien] es también una lengua, la más limitada de las tres, pero también la más sencilla y la más exacta. Cuando la palabra con sus acentos y la acción con sus movimientos se lanzan a todos los excesos, saltándose los límites, la buena contención suele detenerlas, hacerles