Périgord, a casa de Mme de Chalais, mi bisabuela. [...] Por entonces había pasado demasiado tiempo desde el accidente como para poder curarme. El otro pie, que a lo largo de aquel tiempo de dolor tuvo que soportar solo el peso de mi cuerpo, se había debilitado. Quedé cojo de por vida.
Desde su primera infancia se vio obligado, pues, a andar apoyado en una especie de muleta rudimentaria. Puede verse su calzado «especial» en su mansión de Valençay y en el Museo Carnavalet de París. El zapato tiene la forma de un pie de elefante de armadura metálica completado por una férula de hierro que discurre por la cara interior de la pantorrilla y se fija por
debajo de la rodilla a un sólido collar de cuero. Su visión estremece como la de un instrumento de tortura. De todos modos, frente a esta versión que sostiene el propio interesado y que no se discutió en un principio, a lo largo del siglo XIX y del que le siguió otros especialistas mantuvieron muy pronto que el defecto era hereditario y que el niño nació «marcado»: no cabía hablar, pues, de accidente, sino de «tara». Además, como el sabio doctor e historiador Agustin Cabanès (1862-1928) sostenía que este defecto venía acompañado de anomalías intelectuales y morales, el detalle encantó a los que de entrada detestaban al personaje. Explicaba la maldad de aquel auténtico «monstruo de la naturaleza», al que odiaban más que a ningún otro hombre público de la época. Pero seguramente Cabanès no se equivocaba del todo.
Casi dos siglos después, en 1988, uno de sus biógrafos, Michel Poniatowski, afirmó a partir de estudios médicos que el niño había nacido con una malformación que afectaba no a uno sino a los dos pies. Se trataba del llamado «síndrome de Marfan», consistente en un crecimiento desproporcionado de pies y manos. En su caso, había nacido con un pie izquierdo plano y largo y un pie derecho corto, gravemente atrofiado. A mayor abundamiento, el defecto se daba también en su tío Gabriel-Marie, que cojeaba ostensiblemente, uno de cuyos retratos nos lo muestran con un extraño calzado ortopédico parecido al de nuestro protagonista. Ello no privó al tío de hacer carrera militar, una carrera que a Charles-Maurice le fue negada. En 2003, uno de sus últimos y mejores biógrafos, Emmanuel de Waresquiel, se decantó decididamente por esta segunda versión y sostuvo que la finalidad de entregar el niño «estropeado» a la Iglesia no se debió tanto a su defecto físico ni a una especial falta de afecto paterno, sino al propósito de obtener para el chico, difícil de casar con una rica heredera por su «tara», puesto que «la marca» representaba un indudable peligro para la descendencia, la cuantiosa herencia de su riquísimo tío arzobispo.
LA FORTUNA DE UN SEGUNDÓN
Ante la desgracia del primogénito, la familia se volcó en el segundo. Archambaud era tan solo un oficial joven y guapo sin dinero, por lo que se vio obligado por sus padres a lograr un buen matrimonio, algo que finalmente se consiguió. Su madre tenía unas cuantas sobrinas lejanas, la más rica de las cuales era Sabine de Senozan de Viriville, nieta del conde de Vienne, primo de su madre, cuya hija Claudia se había casado en 1761 con Jean-François Olivier de Senozan. El matrimonio había muerto en 1769 dejando una sola hija, Sabine, que, gracias a diversas herencias, se había convertido en uno de los mejores partidos de Francia. Su fortuna no era comparable con su linaje (algunos llegaron a hablar de mésalliance), pero permitía pasar por alto sus orígenes poco ilustres, dado que su nobleza era reciente y debida a la compra de cargos parlamentarios. También el benjamín, Bosun, hizo en su día un buen matrimonio en el mundo de las finanzas.
Según resulta del contrato nupcial, la novia de Archambaud disponía de una renta de 20.000 libras para su uso personal y aportaba otras 100.000 libras al matrimonio procedentes de la venta de parte de sus bienes muebles. La aportación del novio consistía, más que en bienes concretos, en «esperanzas», entre las que destacaban las tierras de l’Angoumois que heredaría de su bisabuela cuando esta muriera. Todo ello a costa de dejar sin un céntimo a Charles-Maurice con el argumento de que ya se encargarían de él la Iglesia y su tío el arzobispo. En cuanto a las gracias personales de la joven, que no había cumplido aún dieciséis años (Archambaud tenía diecisiete), parece que no eran muchas: «Tiene una cabellera soberbia, hermosos dientes, no es baja y, con un poco de colorete, su tez resulta bonita [...] es alegre, sabe música y le ama mucho», he aquí cómo la describió en una carta Mademoiselle Charlemagne, amiga de la familia y gouvernante de los hijos de Charles-Daniel y Alexandrine.
La boda tuvo lugar en el Hôtel de Senozan a principios de 1779. El rey, la reina y toda la familia real habían firmado el contrato nupcial pocos días antes de la ceremonia religiosa que bendijo el cardenal de la familia del novio. A la ceremonia siguieron unas cuantas grandes cenas en los palacetes1 de Châtelet, de Guerchy y en el de los Talleyrand. En ningún momento hizo acto de presencia Charles-Maurice, que prefirió desaparecer. Ni siquiera menciona la boda en sus memorias. No tardaría en ser ordenado discretamente sacerdote en Reims.
En aquel momento Archambaud aún estaba desarrollando su personalidad, pero no tardó en revelarse como un joven cortesano de escasa inteligencia al que solo apasionaban las mujeres y el juego. Siempre endeudado hasta las cejas, en 1786 su affaire con la duquesa de Guiche, hija de la duquesa de Polignac y educada bajo la mirada de la reina, constituyó un auténtico escándalo. Durante una visita nocturna del joven a la dama en Versalles, la llegada inesperada del marido obligó al amante a saltar desde una ventana del primer piso, a consecuencia de lo cual se dislocó una rodilla. Se dice que Luis XVI comentó el episodio con estas palabras: «Puesto que parece absolutamente necesario que estemos rodeados de putas, por lo menos que se las aloje a todas en la planta baja». Una de las pocas bromas que se le conocen.
EN BUSCA DE AIRES SALUTÍFEROS: LOS AÑOS EN CHALAIS
Aunque los pies de su hijo mayor no parecían inquietar mucho a los progenitores y Talleyrand se lo reprocha numerosas veces (todavía en 1792, exiliado en Londres y sin un céntimo, cuenta a un amigo que ni su padre ni su madre le habían besado nunca, algo que resulta difícil de creer), su salud sí les preocupaba, sobre todo tras haber perdido al que hubiera sido el auténtico primogénito de la familia, por lo que su madre lo llevó en 1757 a tomar las aguas de Forges. Desde el principio fue confiado a los cuidados de la ya citada Mademoiselle Charlemagne, mujer de confianza de la familia que había pasado de servir a la marquesa d’Antigny a ocuparse de su hija, que es la que se encarga en 1758 de llevarlo a pasar dos años en la mansión de la princesa de Chalais en Santonge. Ya empezaba a estar extendida en la época la fe en los poderes salutíferos de la vida campestre, que Rousseau se encargaría de reforzar.
La madre se excusa: tras un aborto, su salud es precaria y, aunque no lo dice, quitarse el niño de encima le resulta claramente beneficioso dada la mala situación financiera del aún joven matrimonio. Incluso a la hora de costear el viaje se nota el afán ahorrador de los padres, al menos en lo que respecta al que entonces era todavía su único hijo, puesto que Archambaud no había nacido aún. De la mano de Mademoiselle Charlemagne, que sentía un enorme afecto por el «cojito», un afecto que el niño le devolvió con creces, Charles-Maurice viajó en una democrática diligencia, de manera que para hacer un recorrido de cuatrocientos veinte kilómetros tardó diecisiete días, durante los cuales se alojaba por las noches en las posadas más baratas que había por el camino.
En sus memorias Talleyrand se extiende largamente sobre esos dos años en casa de su bisabuela, Marie-Françoise de Rochechouart-Mortemart, princesa de Chalais. La anciana era nieta de Colbert e hija de M. de Vivonne, padre de Mme de Montespan, la que fuera amante de Luis XIV. Viuda de su matrimonio con Michel Chamillart, marqués de Cany, tenía a la sazón setenta y dos años. Había sido dama de palacio de María Leszczyńska, la esposa polaca de Luis XV, y se había retirado de la corte en los años cuarenta para instalarse en su dominio de Chalais hasta su muerte, ocurrida en 1771. La dama conservó siempre lo que se
llamaba l’esprit Mortemart, una forma particular de humor que se asociaba tradicionalmente a los miembros de la casa Rochechouart-Mortemart a partir del siglo XVII. Se ha definido como «brillante y cáustico» y, en general, poco respetuoso con los cortesanos más altivos, de los que se burlaban sin llegar a la ofensa. Saint-Simon lo advirtió