el conde Alexandre de Flahaut (1726-1793) y su joven esposa Adélaïde-Emilie (1761-1836), que con el paso del tiempo se ganaría una notable fama como escritora. Su madre, Marie Irène Catherine de Buisson, hija del señor de Longpré, había contraído matrimonio con un burgués parisino llamado Filleul. Se ha dicho que fue una de las numerosas amantes de Luis XV, aunque no hay pruebas que lo demuestren. Su marido fue nombrado secretario del rey y el matrimonio se movió en círculos cultos, contando entre sus amigos al mismísimo Jean-François Marmontel, novelista, dramaturgo y crítico literario prestigioso en el París prerrevolucionario.
Su hija mayor, Marie Françoise Julie Filleul, se casó con un hermano de Mme Pompadour, y la pequeña, Adélaïde-Émilie, con el citado conde de Flahaut, un mariscal de campo muy zoquete, hermano del director de las construcciones del rey, que le llevaba treinta años y pasaba la mayor parte de su tiempo fuera de la capital. Para distraerse y estar a la moda, Adélaïde abrió a los veintidós años su saloncito particular en su apartamento del Louvre. La joven compensaba sobradamente su carencia de sangre azul con su cultura, un talante decididamente liberal y su belleza (se le atribuían «los ojos más hermosos del mundo»), de modo que no le costó mucho hacerse con un puñado de incondicionales que acudían a celebrarle las gracias y hacerse leer fragmentos de los ensayos que decía estar escribiendo. En cuanto Talleyrand puso por primera vez los pies en aquel salón, quedó atrapado. También él, especialista en deslumbrar en los salones, a quien el orden sagrado (ya era vicario general de la diócesis de Reims) y sus reconocidas aspiraciones en el campo de la política hacían especialmente atractivo, deslumbró a la joven salonnière.
Además, en cuanto se supo que Charles-Maurice era un habitual del apartamento del Louvre, empezaron a hacer acto de presencia en él personalidades de la vida política y económica del momento como Calonne, que no se cansaba de explicar en todas partes la reforma impositiva que proponía (con poco éxito, todo hay que decirlo). Aunque según parece Calonne compartía los favores de Adélaïde con el marqués de Montesquieu, cuando dos años más tarde la joven dio a luz, nadie tuvo la menor duda (empezando por sus progenitores) de que el niño era hijo del vicario de Reims. Aquel mismo año de 1785 tuvo lugar la Asamblea general del clero, en la cual Talleyrand iba a ser uno de sus dos secretarios. El hombre anhelaba hacer méritos, porque tenía treinta y un años y el obispado que perseguía seguía resistiéndosele.
Ninguna de sus conquistas (empezando por la madre de la criatura) veía nada malo en el hecho de tener descendencia de un clérigo. En la víspera de una revolución que iba a trastocarlo todo y amenazaba con arruinarlas, las autoridades de la Iglesia francesa tenían muchísimas preocupaciones más acuciantes que controlar el cumplimiento del celibato eclesiástico. Lo que más le encantaba a Talleyrand de aquel triunfo amoroso era que ponía celosos a muchos, especialmente a un americano, el gobernador Morris, también enamoradísimo de Adélaïde. El hombre, cojo como el abbé a raíz de una caída de caballo y por aquel tiempo embajador de George Washington en París, se consolaba haciendo circular que, al decir de la joven madre, a la hora del amor físico, el reverendo resultaba más suave in modo que fortiter in re, en otras palabras: más mimoso que potente. La indiscreción, cierta o no, no disminuyó en caso alguno la fascinación que Charles-Maurice siguió ejerciendo sobre el otro sexo hasta su muerte.
La madre de su hijo no tardó en convertirse a ojos de tout Paris en su maîtresse en titre. Nuestra pareja mantuvo sin timidez alguna una relación serena, casi conyugal, que duró entre 1783 y 1792. A poco que podía, el abbé de Périgord iba a pasar la noche junto a su amada y su hijito, al que esperaba una gran carrera, como se verá en su momento. La Revolución los separó. Mme de Flahaut, realista acérrima, huyó de París en 1792 para reunirse con la sociedad de emigrados instalados en Mickleham (Surrey). Había aprendido la lengua de Shakespeare de una gouvernante inglesa y allí tuvo algunos amantes ingleses antes de abandonar la isla. Su pobre marido, cornudo y guillotinado, permaneció en Boulogne-sur-Mer, donde fue arrestado y ejecutado el 29 de enero de 1793.
Cuando Talleyrand pasó dos años y medio en el exilio, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos, la muy inteligente Mme de Flahaut consiguió mantenerse con sus novelas, una de las cuales, Adèle de Sénanges (Londres, 1794), parcialmente autobiográfica, obtuvo un notable éxito. Tras viajar por Suiza e instalarse temporalmente en Hamburgo, donde ejerció de sombrerera, regresó a París en 1798 y en 1802 contrajo un segundo matrimonio con el diplomático portugués dom José Maria de Souza Botelho Mourão e Vasconcelos, el cual, aunque se le ofreció la embajada de San Petersburgo, prefirió seguir instalado en París hasta poner punto final a una edición maravillosa de Los Lusiadas de Camões (1817). Con la caída del primer Imperio, Adélaïde, ahora Mme de Souza-Botelho, desapareció de la vida social parisina, aunque siguió publicando novelas históricas. Fue la única amante de Talleyrand que no mantuvo su amistad con él hasta la muerte, pero el obispo de Autun no dejó nunca de ocuparse de su hijo Charles (como su padre) de Flahaut.
EL CAPELO FRUSTRADO
Los sueños de Talleyrand no cesaban de concentrarse en la mitra episcopal, pero su aspiración parecía más difícil de obtener de lo que él había imaginado a pesar de su posición privilegiada de sobrino del arzobispo de Reims. Sin embargo, había una mujer que estaba decidida a ir más allá. Una de las grandes sacerdotisas de la corte, la condesa Louise de Brionne, veinte años mayor que él, decidió hacerlo cardenal. El derecho canónico de la época lo permitía. La dama, perteneciente a la ilustre familia de los Rohan, se hallaba casada con un príncipe de Lorena. Tenía dos hijas que encantaban a Charles-Maurice: la mayor era la princesa de Carignan y la menor, Charlotte de Lorena, entró en religión. Con todo, la preferida del futuro obispo de Autun fue su nuera, la princesa de Vaudémont, que eclipsaba con su espectacular belleza y su refinada elegancia a todas las mujeres que se exhibían en el salón de la de Brionne.
Las cuatro adoraban al curita de Périgord y se conjuraron para obtener para él el capelo cardenalicio. No contaban, sin embargo, con que María Antonieta iba a oponerse rotundamente. El rey se puso del lado de su esposa y el capelo en juego fue a aterrizar sobre otra cabeza con gran disgusto del interesado, aunque le hizo ganar en compensación el tierno afecto de Charlotte, que murió abadesa de Remiremont a los treinta años tan enamorada del abbé perigordino como el día en que lo conoció, y de la Vaudémont, cuyo amor sobrevivió hasta los días en que las «modernas» redingotes, adaptación francesa del término inglés riding coat, de los súbditos de Luis Felipe de Orleans sucedieron a las pelucas empolvadas de 1787.
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1 El hermano de más edad del rey recibía el título de Monsieur (y su esposa el de Madame). Al Delfín correspondía el de Monseigneur.
2 Reservamos para capítulos posteriores las figuras de Catherine Grand y la duquesa de Curlandia, pues entraron notablemente más tarde en su vida.
CAPÍTULO V
ENSAYO GENERAL
«Mi profesor en Saint-Sulpice M. Hugon había servido como acólito cuando se consagró obispo a M. de Talleyrand en la capilla de Issy en 1788. Parece que durante la ceremonia el comportamiento del abbé de Périgord fue muy inconveniente. M. Hugon contaba que al confesarse el sábado siguiente se acusó de “haber hecho juicios temerarios sobre la piedad de un santo obispo”».
ERNEST RENAN
PRIMEROS ÉXITOS
Si Talleyrand no parece tomarse muy en serio su ordenación sacerdotal, a la que alude solo de pasada en sus memorias, sí se entregó con todas sus fuerzas y talento a su cargo de agente del clero francés con ocasión de la Asamblea general que iba a reunirse en París en mayo de 1780. Para entonces no tenía aún experiencia alguna sobre la administración de la Iglesia, pero su capacidad de aprendizaje y de adaptación a las circunstancias