encargó de coger el testigo y mantener en vigor su herencia intelectual e ideales políticos.
Talleyrand tampoco simpatizaba con Necker, aunque fuera buen amigo de su hija. Tenía muy claro cuáles eran sus intereses prioritarios. «La caridad bien entendida empieza por uno mismo» fue siempre el rey de sus principios, aunque en todo momento intentó hacer compatibles en lo posible los intereses del abbé de Périgord con los de Francia porque estaba convencido de que su bienestar y prosperidad personales dependían de la pacificación y tranquilidad de su país. Y, a pesar de que las circunstancias lo obligaron a moverse mucho por Europa y siempre lo hizo al más alto nivel, puesto que residió con comodidades regias en Berlín, Viena, Varsovia y Londres, ciudad en la que vivió casi cuatro años al final de su vida como embajador de su país, nunca concibió una felicidad absoluta para sí mismo fuera de Francia, del mismo modo que Mme de Staël nunca la concibió fuera de París.
En las semanas previas a la toma de la Bastilla, Charles-Maurice se esforzó proponiendo leyes sensatas a la Asamblea y procurando por todos los medios y sin demasiado éxito atraer a los moderados a su campo. Desde el punto de vista político, le costó poco esfuerzo abandonar las filas del clero para unirse a las del pueblo. Otros clérigos lo hicieron, entre los que se contaban algunos obispos. Sea como fuere, en los primeros momentos nunca se opuso frontalmente a lo que ya era una revolución. En el curso de una partida de whist dijo a la anfitriona, que le reprochaba su simpatía «por el pueblo»: «Acepte la verdad, señora: después de la manera como hemos estado viviendo, la revolución que tiene lugar hoy en Francia es indispensable. Y esta revolución acabará resultando útil.»
En la Asamblea no cesaba de presentar propuestas sobre las cuestiones que más le interesaban, incluso una reforma en materia de pesos y medidas, que no prosperó. Frente a él se erguía la imponente figura de su amigo/enemigo Mirabeau, un auténtico crápula, pero un pico de oro cuya oratoria encendida causaba estragos, sobre todo cuando se intuyó que el rey quería desconvocar la Asamblea porque ya no tenía sentido seguir hablando de Estados Generales. Mirabeau comparaba la Asamblea con «un asno díscolo que solo cabía montar con mucho cuidado». El hombre, demagogo de libro, contaba además con un «taller» de escritores mercenarios que le preparaban sus diatribas.
Enfrentado con él (aunque en el fondo estaban de acuerdo en casi todo), Charles-Maurice ejercía de «voz de la razón» y, en un tono mesurado e inteligible, exponía sus puntos de vista sin renunciar, cuando era necesario, a «agarrar el toro por los cuernos». No era un orador y leía sus intervenciones, algo que redundaba en su claridad, si bien les privaba de gancho. Además, los diputados carecían de formación democrática, y, queriendo mantenerse fieles ad pedem litterae a las instrucciones recibidas de sus electores, no se sentían facultados para votar libremente a partir de los argumentos que se les exponían. Más todavía: cuando las deliberaciones no avanzaban por el camino esperado o previsto, se levantaban y se ausentaban de la Asamblea, por más que Talleyrand se desgañitara en insuflarles «cultura democrática».
Para resolver este problema, propuso a los diputados que quemaran sus mandatos e invocó los principios de la «voluntad general» y de la libertad deliberante de la Asamblea. Prohibir a un diputado deliberar o intimarle a retirarse «supone que la voluntad general se vea subordinada a la voluntad particular de un municipio o de una provincia». Con este argumento, que acabó siendo aceptado, Charles-Maurice no hizo la Revolución, pero le entreabrió la puerta al desligar a los diputados de los juramentos prestados a sus electores.
LA CAPITAL DE FRANCIA ANTE EL ARRANQUE DE ALGO QUE IBA A CAMBIARLO CASI TODO
¿Y qué ocurría en París mientras en Versalles los representantes de los tres órdenes, hoy convertidos en una única masa de 1.200 diputados desligados de sus mandatos, escuchaban propuestas que a veces apenas entendían y, cuando las daban por buenas, se enfrentaban a la espinosa cuestión de cómo hacerlas realidad? Curiosamente la vida en la capital no parecía haber cambiado mucho, aunque no pocos escuchaban en su interior el crujido de la madera de un trono que se cuarteaba por momentos. Talleyrand dejó de vestir la indumentaria episcopal y la cruz pasó a ocultarse debajo de la camisa, si no fue depositada en un cajón. El odio callejero contra el clero y la nobleza iba engordando como el vientre de una vaca embarazada de trillizos.
Y, sin embargo, la vida de salón no había muerto y el de Mme de Staël, la hija de Necker y amante de Narbonne, era el más concurrido. Germaine hallaba a Charles-Maurice brillante por el acierto de sus intervenciones y, sobre todo, por su conversación insuperable, que era la vara de medirlo todo de la embajadora de Suecia. Se hablaba, incluso, de la posibilidad de hacerlo ministro, aunque el hombre remoloneaba.
Para quitar importancia a una situación crítica que amenazaba a todos, se celebraban bailes de máscaras en los que los aristócratas se disfrazaban de Fígaros y Sganarelles y las aristócratas de fruteras de los Halles o pescaderas. Un día, Talleyrand descubrió bajo la apariencia de una plebeya y deslenguada «Mme Denis» nada menos que a la duquesa de Luynes. ¡Muchos seguían pensando que todo en la vida (y en especial los episodios desagradables) debía tomarse en broma! Rire de tout..., como aconsejaba Voltaire a D’Alembert.
TALLEYRAND EN FAMILIA
La relación de Talleyrand con Adélaïde de Flahaut, madre de su hijo desde 1785, no se había acabado y la visitaba siempre que podía en su apartamento del Louvre. Allí se cruzaba con su rival en el corazón de la dama, el también cojo gobernador Morris, representante en París del presidente Washington. Morris llevaba un diario de los acontecimientos empezado antes de la toma de la Bastilla en el cual calificaba a nuestro biografiado de «agudo, astuto, ambicioso y malicioso». También lo trataba en el salón de los Necker y constató la enorme admiración que Germaine sentía por el abbé de Périgord. El hombre, americano al fin, juzgaba su conversación brillante en exceso y confesaba «no sentirse en su constelación». Como era natural en un ciudadano de las antiguas colonias británicas independizadas, Morris confiaba en el éxito de la Revolución, aunque a veces parecía más interesado en el comercio del grano y las señoras guapas.
En sus cenas à trois chez Flahaut (nos las imaginamos pintadas por Greuze) se cansaba pronto de las disertaciones de Charles-Maurice sobre política y finanzas y solía dormirse. Convencido de que el obispo de Autun no daba la talla en la cama, se vanagloria en sus memorias de haber «satisfecho» a Adélaïde al menos en una de cada tres de sus visitas, salvo cuando tenía la regla o, excepcionalmente, el anciano marido se hallaba en casa. Con todo, reconocía los méritos de su rival y apoyaba la idea de que fuera nombrado ministro de Finanzas, aunque lamentaba que no tuviera más gente capaz a su alrededor y que no fuera un poco más trabajador. En dos palabras, daba a entender que era perezoso (y no solo en la cama). Siempre que se le presentaba la ocasión, el americano «lo aleccionaba» sobre los principios generales que redundan en beneficio de la salud y la riqueza de las naciones. Según él, la fuente de todo se hallaba «en el corazón del hombre». Desmiente, sin embargo, el mito de la pereza del obispo de Autun, que se encargó de poner en circulación Morris, pero que acompañó al obispo a lo largo de toda su vida, el hecho de que, aunque Charles-Maurice se levantara tarde, su labor en el naciente parlamento merece ser calificada sin reparos de titánica. Nunca volverá a trabajar tanto en su vida.
Cuando Morris discurseaba, Charles-Maurice, que no podía permitirse el lujo de renunciar a la eventual influencia que pudiera tener aquel hombre en su carrera, lo escuchaba con atención fingida. Pero no sirvió de mucho. El pobre Morris tenía mucha menos influencia en los asuntos de París de la que creía y el abbé de Périgord, aunque contaba también con el apoyo de Mme de Staël y sus íntimos, no se convirtió en ministro por el momento. A pesar de su inteligencia y moderación, le seguía persiguiendo la leyenda de su inmoralidad y codicia, de ser un jugador empedernido y un obispo «disipado». A su leyenda negra, el gobernador Morris había añadido (injustamente) su «insuperable pereza», quizá porque Talleyrand había aprendido del viejo Choiseul que el buen político es «el que sabe hacer trabajar a los demás». Y de hecho siguió mostrándose fiel a este consejo bajo el Directorio, el Consulado, el Imperio y la Restauración monárquica.
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