a intervenir en la nueva configuración de Francia. Aunque era diputado del clero por derecho propio, necesitaba el respaldo de la diócesis de Autun para actuar. No se trataba de un mero trámite, pero afortunadamente el clero que de él dependía poco sabía sobre sus ideas políticas, aunque sí bastante de su fastuoso tren de vida.
Llegó a Autun a mediados de marzo y «se desposó» con la Iglesia de Autun según mandaban los cánones. Su alta estatura, casi metro ochenta, y el báculo, que no abandonaba en ningún momento, conferían a su figura revestida de púrpura un aspecto imponente. Para completar la sensación de autoridad y prestigio que de él emanaba, empezó invitando a los sacerdotes y canónigos de la provincia a unas cuantas cenas fastuosas. Tras obsequiarlos como un príncipe, les comunicó el manifiesto que iba a presentar ante los Estados Generales, en el que se recogían las líneas generales de sus intenciones políticas. Era un resumen claro y elocuente de los principios liberales que se defendían en los infinitos desayunos celebrados en compañía de sus amigos en su casita de París. Sus puntos fundamentales pueden resumirse así: de ahora en adelante no habría ley sin el consentimiento del pueblo emanado de un parlamento elegido; el derecho a la propiedad privada era sacrosanto e intocable; nadie podía ser privado de su libertad, ni siquiera momentáneamente, salvo con arreglo a una ley y jamás mediante una orden arbitraria; la libertad de expresión sería sagrada; los castigos, siempre de acuerdo con la ley, serían iguales para toda clase de ciudadanos; se abolirían los privilegios fiscales y las finanzas públicas no se sanearían con nuevos impuestos, sino mediante el incremento de ingresos derivado de la abolición de los privilegios y los préstamos públicos.
Aquello suponía el fin del poder real tal como había sido concebido hasta entonces. El clero de su diócesis, confuso ante tantas novedades que no acababa de entender, lo designó su diputado en los Estados Generales. A continuación le rogaron que celebrase una misa en la catedral, a lo cual no se pudo negar. Todos los presentes pudieron comprobar por su torpeza que «celebrar misa» no era lo suyo y, efectivamente, nunca lo fue. También es cierto que celebró apenas algunas. A los pocos días abandonó Autun, una ciudad que nunca más volverá a pisar. Y, sin embargo, sus peores enemigos a lo largo de su carrera política nunca dejaron de referirse a él sarcásticamente como «el obispo de Autun». Courtiade, su fiel criado, lo llamó siempre «monseñor».
LA ORGANIZACIÓN DE LOS ESTADOS GENERALES
Faltaban tres semanas para que se reuniese en París la gran asamblea que, mejor o peor, se estaba preparando. Tradicionalmente la integraban los llamados «tres órdenes», a saber, el clero, la nobleza y lo que se denominaba «el tercer estado», es decir, todos los demás: burgueses, campesinos, pequeños comerciantes e industriales. Al verse amenazado por la aristocracia, el rey decidió doblar el tercio del tercer estado, de modo que los diputados se repartían así: el clero integraba un cuarto, otro cuarto los nobles y la mitad restante el bon peuple. Ello reforzaba la influencia de la gente sencilla, con la cual el monarca esperaba contar.
Talleyrand, que no se había opuesto a la idea, se inquietó cuando vio que la representación del tercer estado se hallaba infestada de abogados, «esa clase de gente cuya mentalidad, debida a su oficio, los suele hacer extremadamente peligrosos». Parece ser que de cada cuatro diputados «populares», uno era abogado. Sirvan de ejemplo Robespierre, el «picapleitos» de Arras, Jacques-Pierre Brissot, Georges Jacques Danton y Louis de Saint-Just, que más tarde será apodado «el Arcángel del Terror». Muy pronto las mentes de una serie de leguleyos celosos iban a convertirse para el obispo en una auténtica pesadilla que a punto estuvo de costarle la vida.
Quizá por falta de experiencia en la materia, aquellos Estados Generales se convirtieron en cuestión de semanas y a partir del «juramento de la Sala del Juego de Pelota»1 en Asamblea Nacional, un parlamento decidido a acabar con el poder del soberano. El bajo clero y parte de la aristocracia liberal se alinearon junto a la mitad de los «populares», y el rey cometió el inmenso error de apelar al ejército para disolver los Estados y dejarlos «para mejor ocasión». No es lo que Talleyrand quería y culpa a Jacques Necker, ministro de Hacienda de Francia y padre de su amiga Mme de Staël, del desastre en su conjunto, empezando por la idea del rey de doblar el tercer estado. Además, ya no se iba a votar por órdenes, como se había hecho históricamente, sino por cabezas. ¡Cuando se votaba por órdenes, bastaba con que el clero y la aristocracia se pusieran de acuerdo para que el tercer estado tuviera que aceptar lo decidido! Ya nunca más volvería a ser así.
En el fondo de las memorias de Talleyrand late el rencor del gran señor hacia el burgués protestante (Necker era las dos cosas) y critica a Luis XVI por haberlo elegido, «un gran error», a su juicio. La vinculación ancestral del obispo de Autun con el ancien régime no podía desaparecer de un día para otro. Por más que estuviera dispuesto a apoyar los derechos de los ciudadanos y la libertad del pueblo, llevaba los prejuicios del viejo orden en la sangre como aristócrata «de espada» y, también, como autoridad eclesiástica.
Asustado por lo que veía venir, corrió a Marly, segunda residencia real fuera de París, donde se habían refugiado el rey y la reina tras la muerte del delfín, a proponer a los que quisieron escucharle que la única solución posible era que el rey se trasmudara «por voluntad propia» en monarca constitucional a la inglesa y pasara a apoyar su autoridad ya no en un pretendido «derecho divino», que nadie sabía qué era, sino en dos cámaras, la de los comunes, elegida, y la de los pares, integrada por la nobleza y el alto clero. Por más que no se cansó de repetirles «yo os he prevenido, haced lo que queráis», no le hicieron caso y la Asamblea ya había tomado demasiado la delantera como para dar marcha atrás. Algo tenía claro el obispo de Autun ante aquella inconsciencia: no estaba dispuesto a perderse con ellos.
Con independencia de cómo pensaba acabar la cosa, Charles-Maurice se dio cuenta de que no iba a poder mantenerse al margen del tifón que se avecinaba por momentos. Como en tantas ocasiones a lo largo de su vida en que hubo de afrontar situaciones caóticas o inesperadas, el obispo de Autun no tardó en decidir qué hacer. Lo resumió en esta frase: «Me puse a disposición de los elementos», es decir, se permitió plena libertad de acción. Se dejaría arrastrar por la corriente tratando de salvar en todo momento cuanto fuera susceptible de ser salvado. Primero a sí mismo y, de ser posible, la misma civilización que había conocido desde que naciera y que le parecía a todas luces insuperable.
PRIMERAS MEDIDAS DE LA CONSTITUYENTE
El 14 de julio, tras ser apartado Necker, un hombre muy querido por el pueblo, de la dirección de los enloquecidos Estados Generales, una multitud enfurecida tomó la Bastilla, la prisión de París y símbolo de la opresión real, y se produjeron los primeros linchamientos populares. El rey se vio forzado a recuperar a Necker, que se hallaba ya en la frontera, y a devolverlo a la capital para evitar males mayores. El banquero fue recibido en París como un mesías y, para su hija Germaine, que adoraba a su padre, aquel «fue el día más feliz de su vida». Pero aquella fiesta improvisada constituyó solo una pausa, una ilusión.
En calidad de primer ministro de Finanzas, Necker se opone a la Asamblea constituyente, y en especial a Mirabeau, líder de lo que en aquel momento podían llamarse «los populares». Los diputados rechazan las propuestas financieras de Necker, basadas en sus tradicionales métodos de anticipos y préstamos. Luego, tras la expropiación de los bienes de la Iglesia con el fin de «recapitalizar» el Estado sugerida por el mismísimo Talleyrand y aprobada por la Asamblea, de la cual hablaremos con más detalle en el capítulo siguiente, Necker se opuso terminantemente a la financiación del déficit con la emisión de asignados (luego veremos en qué consistieron).
Como dijo Mirabeau al rey el 1 de septiembre de 1790: «El actual ministro de Finanzas [Necker] no se encargará de dirigir, como debe ser, la gran operación de los asignados-moneda. No entra fácilmente en su concepción y el recurso a los asignados-moneda no lo ha ideado él; incluso se ha propuesto combatirlo. Ya no gobierna la opinión pública. Se esperaban de él milagros y no ha sido capaz de salir de una rutina que se opone a las circunstancias». A la vista de todo ello, a Necker solo le quedaba dimitir y lo