Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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ley sobre la Constitución civil del clero fue votada el 12 de julio de 1790 por la Asamblea constituyente con la finalidad de sustituir el Concordato de 1516. Su objetivo, anunciado al aprobarse previamente la nacionalización del patrimonio eclesiástico, era reorganizar en profundidad la Iglesia de Francia transformando a los sacerdotes católicos parroquiales en «funcionarios públicos eclesiásticos». Louis-Alexandre Expilly de la Poipe, rector de Saint-Martin-des-Champs, cerca de Morlaix, elegido diputado por el clero en agosto de 1788, presidió en la Asamblea constituyente la comisión que promulgó la Constitución y fue el primer obispo constitucional. También participó en su redacción el muy radical Henri Grégoire. He aquí, resumidas, las principales medidas que imponía: se suprimían antiguas instituciones como los cabildos catedralicios; se reestructuraban diócesis y parroquias tomando como modelo la estructura departamental; se establecían ochenta y tres diócesis, una por departamento; obispos y sacerdotes serían elegidos por los fieles; el Estado se haría cargo de su remuneración; y se reconocían derechos civiles plenos a todos los religiosos, un reconocimiento que les iba a permitir abandonar sus cargos y renunciar a sus votos si querían.

      Los religiosos eran ahora ciudadanos como los demás, sin privilegios ni regalías. Con este sistema no quedaba sitio para el papa: solo pasaría a relacionarse con la Iglesia de Francia por medio de un obispo de nueva creación que debía enviarle anualmente una carta como prueba de unidad de fe y de comunión en el seno de la Iglesia católica. Siguiendo las directrices impuestas, el 4 de enero de 1791 los diputados del clero reunidos en la Asamblea tuvieron que prestar juramento a la nueva Constitución. Algunos «juraron» bajo la presión de las tribunas, pero ochenta obispos se negaron a hacerlo. Solo tres se avinieron a ello, y uno fue, naturalmente, el inspirador de la medida, Talleyrand.

      A partir del 7 de enero se iniciaron los juramentos en el resto de Francia, pero la mitad de los sacerdotes se negó. Los miembros del clero no relacionados con una parroquia fueron considerados «no útiles» y obligados a un cese forzoso, salvo que eligieran unirse al clero de parroquias prestando juramento. De no hacerlo, se quedaban sin sueldo. Como era de esperar, el papa Pío VI consideró esta Constitución civil del clero herética, sacrílega y cismática. Prohibió a los clérigos prestar dicho juramento y ordenó a los que ya la habían jurado a retractarse. Este episodio originó una ruptura en el seno de la Iglesia francesa entre los clérigos juramentados y los llamados refractarios, y constituyó la ruptura definitiva entre la Revolución y el papa. A raíz de ella muchos católicos que habían apoyado en principio la Revolución pasaron a la oposición. Bastantes años después el exobispo de Autun llegó a la conclusión de que la medida había sido nefasta e innecesaria. Pero, como dice Macbeth, «lo hecho, no puede deshacerse». Escribe en sus memorias:

      No me avergüenzo de reconocer que, cualquiera que fuese mi intervención en esta obra [fue todo obra suya], la Constitución civil del clero fue quizá el mayor error político de la Asamblea.

      Charles-Maurice, elegido presidente de la Asamblea el 16 de febrero en calidad de representante de la diócesis de Autun, prestó su juramento el 28 de diciembre (día de los Santos Inocentes), convirtiéndose en uno de los tres obispos juramentados con que contaba en aquel momento la Iglesia de Francia.

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      CAPÍTULO VIII

      UNA APOTEOSIS PARÓDICA: LA FIESTA DE LA FEDERACIÓN

      «Tras todos los juramentos que hemos hecho y roto, tras haber jurado fidelidad a la Constitución, a la ley, al rey, cosas todas ellas que solo existen de nombre, ¿qué significa un nuevo juramento?».

      Talleyrand

      EL SEGUNDO 14 DE JULIO O LA venganza del cielo

      A los pocos meses de la promoción del obispo de Autun a presidente de la Asamblea, se decidió por unanimidad que no se podía dejar pasar el 14 de julio de 1790, aniversario de la toma de la Bastilla, como un día cualquiera. Para su solemne celebración se reunieron en París 14.000 delegados de las guardias nacionales de todos los departamentos. La enorme mise en scène de la Fiesta de la Federación, del juramento a la nación, a la ley y al rey se nos aparece hoy como una manifestación de pura propaganda, la primera «en honor de la igualdad, la libertad y la reconciliación de los franceses». En ella Talleyrand, «el primer patriota del clero», encargado de demoler la antigua prisión del despotismo, va a representar un papel protagonista. Celebrará la gran misa en el altar que se elevará en el centro del Campo de Marte, donde desde 1889 se yergue la emblemática Torre Eiffel, lugar escogido para el acontecimiento por especial designación del monarca.

      Desde los primeros días de julio 18.000 obreros trabajan sin descanso para dejar el lugar listo para la celebración. La finalidad de lo que su protagonista calificó luego de «bouffonnerie du Champ-de-Mars» fue encender al máximo el patriotismo de la nación, impresionándola por la magnitud de los medios empleados, e impresionar asimismo a los enemigos de la Revolución (interiores y exteriores) advirtiéndoles de que cualquier intento de dar marcha atrás estaba condenado al fracaso. Al frente de todo el espectáculo, el todavía obispo de Autun, aristócrata reformado, hombre de Dios y de la Constitución y cabeza visible de la Asamblea Nacional iba a ser testigo ante el cielo y la humanidad de los juramentos que serían prestados. Para destacar su protagonismo se había levantado una pirámide truncada en cuyo plano superior se montó el altar de la patria necesario para la gran misa prevista, adornado con ochenta y tres banderas, una por departamento.

      Al redoble de los tambores de los granaderos, trescientos clérigos revestidos de albas blancas ceñidas con la banda tricolor y escoltados por un centenar de monaguillos que hacían balancear incensarios desfilaron hasta ocupar sus puestos. Los abbés des Renaudes y Louis, tan poco eclesiásticos como el oficiante, se disponían a asistirle, y su hermano Archambaud, revestido de oro y espada al flanco, montaba la guardia al pie del altar. La música, compuesta para la ocasión por Gossec, cantada y acompañada por 1.800 instrumentos, evocaba más «una fiesta de la antigua Grecia que una ceremonia cristiana» (conde Valentín Esterhazy).

      El obispo avanza cojeando con la mitra episcopal calada y el báculo en la mano. Se dice que al pasar por delante de su amigo el marqués de Lafayette, el elegante «héroe de los dos mundos» por su participación en la guerra de América y ahora aclamado jefe de la Guardia Nacional de Francia, Charles-Maurice le susurró: «No me haga reír, por lo que más quiera». Pero el tiempo seguía siendo monárquico y se negó a colaborar. Todo aquel festival sacro-burlesco ocurría bajo un diluvio que no se tomó descanso alguno a lo largo de todo el día y los paraguas dieron al traste con la estética prevista por su organizador, el propio Talleyrand. ¿Se estaría tomando el cielo su venganza? La Constitución civil del clero se había votado dos días antes. Los organizadores habían previsto la presencia de un millón de personas, pero en aquellas circunstancias nadie se tomó la molestia de contarlas.

      La misa, prevista para el mediodía, empezó a las cuatro de la tarde porque había que esperar a que el cortejo de federados procedente de la Bastilla llegara al Campo de Marte precedido por batallones de niños y ancianos. A continuación tuvieron lugar los juramentos cívicos, el primero prestado por Lafayette, al que siguieron los de los diputados de la Asamblea Nacional, el Ayuntamiento de París, los federados y todos los espectadores. Cerraron «la ronda» el rey y el delfín. Se cantó un tedeum y la ceremonia acabó sobre las seis de la tarde. Los resfriados y catarros a los que dio lugar se cuentan por miles.

      Acabada la fiesta, el que había sido su oficiante se cambió deprisa de indumentaria y corrió al tapete verde que le estaba esperando. Tuvo tanta suerte que hizo saltar dos bancas y fue a celebrar sus nada exiguas ganancias al salón de la vizcondesa de Laval, que había sido y volvería a ser la amante de Narbonne, prendido por aquel entonces de los bellos ojos y el pico sublime de Mme de Staël, de la que esperaba