dirigían a la reunión de los Estados Generales encontraron las puertas de la Cámara donde se celebraban las sesiones cerradas por orden del rey (so pretexto de unas reparaciones). A la vista de ello, los representantes del Tercer Estado se desplazaron al juego de pelota de Versalles (jeu de paume: hoy diríamos «la pista de tenis») para continuar sus deliberaciones. Allí juraron, inspirados por Mounier y Sieyès, «no separarse jamás y reunirse cuando así lo exigiesen las circunstancias hasta que la constitución del Reino sea establecida».
CAPÍTULO VII
EL DIABLO TOMA EL PODER
«En aquel momento decisivo el mundo entero estaba observando con inquieta simpatía el progreso de nuestra revolución, consciente de que Francia asumía el riesgo y el peligro de actuar en favor de toda la raza humana».
JULES MICHELET
LA PUÑALADA TRAPERA
Cuando finalmente se tocó en la Asamblea —era inevitable— la desastrosa situación financiera del país, Talleyrand invirtió dos horas largas en exponer la necesidad de que el Estado gestionara un crédito de 80 millones de libras a largo plazo y a intereses bajos ofreciendo a los prestamistas garantías férreas de que se les pagaría. Pero ¿cómo? La moción fue aprobada y aplaudida, pero llevarla a la práctica se presentaba poco menos que imposible. Para entonces las relaciones de Charles-Maurice con la Iglesia se habían enrarecido. Hemos dicho ya que el odio del pueblo contra la Iglesia y, en especial, contra la jerarquía, no se había disuelto por el hecho de que numerosos miembros del bajo clero se hubiesen pasado a las huestes «revolucionadas». Era evidente que la Iglesia de Francia necesitaba una reforma urgente y que solo el obispo de Autun tenía imaginación, conocimiento y medios para llevarla adelante. El hombre se hallaba de nuevo entre Escila y Caribdis: sabía perfectamente que, si tomaba la iniciativa de la reforma, su gremio lo odiaría más de lo que ya lo odiaba, pero que, si no lo hacía, caería en desgracia (una desgracia seguramente insalvable) en la Asamblea.
La reforma que propuso suponía una ruptura radical con el antiguo orden: la nacionalización de la Iglesia francesa. El Estado se haría con la propiedad de todos sus bienes, los subastaría o vendería según mejor le pareciera, y pagaría a los clérigos un salario como si se tratara de unos funcionarios más. Las propiedades en cuestión suponían la mitad de la tierra de casi todas las provincias del reino y producían unas rentas de unos 100 millones de libras anuales. La «operación» iba a ser por fuerza un paso importante para evitar la bancarrota del país.
Mientras que el tercer estado en su gran mayoría aprobó la solución propuesta sin problema alguno, la jerarquía eclesiástica, sobre cuyos fabulosos ingresos hemos hablado ya, puso el grito en el cielo y al obispo «traidor a su clase» en el infierno. El abbé de Périgord pasó a ser a ojos de muchos Judas redivivo o, quizás, el mismísimo Anticristo. ¿Podía ser el mismo hombre que en 1782, ante el temor del clero francés a verse expropiado como le había ocurrido al austriaco bajo José II, escribiera una carta al ministro de Exteriores Vergennes en estos términos: «Su sincero amor por la religión es demasiado bien conocido, señor, y estoy convencido de su respeto por las leyes, de su equidad, de la amplitud de sus luces, de la prudencia y sabiduría de sus opiniones para que esas reflexiones temerarias e indiscretas puedan levantar en mí la menor alarma»?
Una vez más, Talleyrand se mantuvo fiel a sí mismo y no pareció inmutarse lo más mínimo por la actitud, no por lo esperada menos agresiva, de «los suyos». Como él mismo declaró ante la Asamblea: «Soy casi el único de mi orden en apoyar ante vosotros unos principios que parecen contrarios a nuestros intereses». Pero razonaba: ¿acaso era la Iglesia realmente propietaria de su inmenso patrimonio? Evidentemente no en el sentido ordinario de la palabra propiedad desde el momento en que no podía venderla en su propio beneficio: la administraba en virtud de su función religiosa por voluntad expresa de donantes y testadores. ¿Quién era la beneficiaria de esta función? La nación. Consiguientemente, Francia era la auténtica propietaria de esta riqueza y la medida propuesta suponía únicamente la devolución a la nación de una abundancia de bienes que ya era nacional. Solo daba lugar a un cambio de administradores. El colmo del jesuitismo en un país en que los jesuitas habían sido expulsados (y disuelta su orden) en tiempos de Luis XV. Los clérigos seguirían siendo pagados por sus servicios al pueblo, del mismo modo que se pagaba a ministros, jueces, oficiales y al rey mismo.
Cuando en noviembre se puso en marcha la disposición, los jerifaltes de la Iglesia renovaron sus ataques, a lo que Charles Maurice respondió que, prejuicios aparte y viendo hacia dónde se encaminaba la situación, acababa de salvar a la Iglesia en Francia: «Estoy convencido, escribió, de que la medida tomada era el único medio para salvar al clero del destino funesto que le esperaba». Con ella había evitado, aseguraba, la eliminación de toda la Iglesia como había hecho Cromwell en la vecina Inglaterra. Es posible que tuviera razón, y fuerza es reconocer, por si puede servir de atenuante al «desmán», que fue también el detestado obispo de Autun, convertido en ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón, la pieza esencial en la negociación del Concordato de 1801, para escándalo de auténticos liberales como Mme de Staël.
FABRICANDO UNA CONSTITUCIÓN CONTRA RELOJ
Tocaba ahora preparar la futura Constitución y se constituyó una comisión de ocho miembros (de la que nuestro biografiado formaba parte) para que se hiciera cargo de la tarea. La Constitución recogía básicamente los principios que Charles-Maurice había anunciado a sus electores de Autun, así como una vaga aspiración a la «igualdad», que iba a ser la manzana de la discordia por las diversas maneras en que fue entendida por los sucesivos Gobiernos de Francia. En la libertad y la fraternidad todos estuvieron de acuerdo, pero la égalité, término multívoco donde los haya, fue el talón de Aquiles del nuevo orden y lo sigue siendo en la actualidad en las democracias liberales1. Obviamente no quería decir lo mismo para Mme de Staël, Robespierre, Danton, Hébert, el radicalísimo Babeuf, Napoleón y, claro está, para el gran acaparador que fue Talleyrand. Precedió a la Constitución un prólogo que contenía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo artículo VI se atribuye al abbé de Périgord:
La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar, personalmente o a través de sus representantes, en la formulación de las leyes. Tiene que ser la misma para todos, tanto en lo relativo a la protección como a las penas. Como todos los ciudadanos son iguales ante la ley, todos tienen derecho a acceder a todas las dignidades, rangos y empleos públicos con arreglo a su capacidad...
La declaración sintetizaba el pensamiento de la mayor parte de los philosophes galos que habían destacado en los principales salones del siglo y, en especial, en el último y más político de ellos: el de Mme de Staël. Tampoco se olvidaba de incorporar la libertad de expresión y de prensa, otro punto que no todos entendieron de la misma manera. A primera vista, mantener el catolicismo como religión de Estado parecía contradecir los derechos del ciudadano. Los primeros en quejarse fueron los feligreses de Autun, a los que su obispo (aún lo era, al menos formalmente) recordó que «cualquier tipo de limitación en materia religiosa es un ataque al primero de los derechos del hombre». La libertad de conciencia, claro está.
La situación se complicó para todos y, en especial, para nuestro protagonista. Una cosa era que él mismo hiciera con su estado lo que quisiera y otra muy distinta que pretendiera imponer a franceses que se consideraban católicos (empezando por el clero mismo) la desobediencia al papa de Roma, una imposición que también parecía desconocer los tan alabados derechos humanos. Convencido de que la Iglesia debía ser reformada de arriba abajo, Charles-Maurice no se detuvo. La nacionalización de sus bienes no había puesto fin a la hostilidad del pueblo alzado. No pocos imaginaban, conociendo la afición del abbé de Périgord a hacer negocio con todo, que iba a aprovechar la disposición para hacerse personalmente con parte de lo expropiado o especular con ello en beneficio propio. Solo faltó la proclamación de la Constitución