Xavier Roca-Ferrer

Talleyrand


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perder toda esperanza. «Nada me sale como quisiera», confesó en una carta a su amigo Choiseul.

      Como no había nacido para estar mano sobre mano (aunque sus enemigos aseguraban lo contrario), y en su cerebro inquieto bullía un sinfín de ideas sobre finanzas, gobierno y educación, intentaba darles salida a través de algún cauce ad hoc, sobre todo al tener plena conciencia de la agitación que se había apoderado de todas las clases del país. Con todo, su interés por los problemas de la gente corriente, el «tercer estado», era solo teórico y derivado de una perspectiva liberal característica de la Ilustración. Así que cuando no estaba intrigando para obtener el título de obispo, se movía y maniobraba en el amplio marco de la clase política de París sugiriendo posibles salidas a una gran crisis que todos los ciudadanos sensatos veían venir.

      Las malas cosechas habían doblado el precio del pan y la carestía envenenaba el ánimo de un número cada vez mayor de franceses. No era la primera vez que Francia se hundía en la depresión. La ayuda a los americanos para que libraran su guerra colonial (en el fondo, dirigida contra sus vecinos ingleses) había vaciado las arcas del rey. La bancarrota era un hecho y podía ocurrir cualquier cosa. Como nos recuerda el británico D. Lawday:

      El odio contra las clases privilegiadas y el menosprecio hacia la corte crecían de día en día, y la burguesía —comerciantes, abogados, médicos y empresarios— notaba cada vez más en carne propia los síntomas del malestar general. Los panfletistas regaban con vitriolo el descontento de la masa anónima. Durante el verano y el otoño de 1788 el ejército abrió fuego más de una vez contra muchedumbres airadas en las calles de París.

      Talleyrand contemplaba la situación y empezó a simpatizar con «los descontentos», entre otras razones porque, al no recibir la ansiada mitra, comenzó a detestar a quienes se la negaban. Todas las revoluciones acogen en su seno a los resentidos, que acaban formando parte de la masa «alzada», aunque sea temporalmente, junto a los realmente agraviados, los fanáticos y los aprovechados. Normalmente suelen arrepentirse luego, cuando ya es demasiado tarde. El abbé no se equivocaba cuando afirmaba que «en Francia se ha formado un nuevo poder: la opinión pública». Pero la situación no había madurado lo suficiente todavía. Además, los que constituían las principales dianas del odio popular no paraban de pelearse entre sí.

      Y fue un aristócrata quien encendió la mecha. El duque de Orleans, Luis Felipe II, compañero de mesa de juego de Talleyrand, se encaró un día con su primo Luis XVI en la cámara de los nobles para advertirle de que sus órdenes eran ilegales si no contaban con su voto (entiéndase: el de los aristócratas). Charles-Maurice quedó estupefacto. Como era de esperar, el duque fue desterrado a provincias. Más tarde se vengó votando a favor de la muerte de su primo en el juicio que se le instruyó, aunque su cabeza (seguramente arrepentida) acabó cayendo en la misma cesta o en otra similar en 1793. Obedeciendo a un resentimiento «de clase» generalizado, la nobleza (y no las clases hambrientas) acabó rebelándose contra el poder real y le exigió la convocatoria urgente de los Estados Generales, una asamblea extraordinaria en la que se juntaban los tres «órdenes» (nobleza, clero y «tercer estado») para resolver la crisis. Versalles estaba en contra de los Estados Generales. Los últimos de los que se tenía memoria se habían reunido hacía dos siglos. Pero la aristocracia se empeñó en repetirlos, convencida de que acabaría dominando la situación y saldría fortalecida frente al soberano. Con ello vendría a resarcirse del fracaso de las frondas en tiempos de Ana de Austria. Fue, pues, la nobleza y no el pueblo la que puso en marcha la Revolución francesa, punto en el que todos los historiadores están de acuerdo, pero, como suele pasar, no tardó en írsele de las manos.

      LA MITRA AL FIN

      Fue justamente entonces cuando llegó la mitra que venía esperando desde hacía años la hermosa cabeza empolvada de Charles-Maurice. Poco tiempo después del fallecimiento del obispo de Bourges, murió el de Lyon. El elegido para dicha diócesis dejó vacante la de Autun, en la Borgoña, y dicha carambola favoreció a nuestro biografiado, aunque el abbé de Périgord no recibiera una diócesis importante. Consta que el rey, que tenía muy mal concepto de Talleyrand (y la reina peor), se oponía en un principio a su nombramiento, pero el padre del interesado, tras obtener de su hijo la promesa de que dejaría de una vez por todas sus turbias especulaciones financieras, el juego y las mujeres, se postró ante su soberano y le imploró que fuera clemente con su retoño y no frenara por más tiempo su ascensión en el escalafón eclesiástico. Después de todo, había obtenido grandes logros como agente general del clero de Francia.

      El rey se ablandó y firmó el nombramiento diciendo, según cuentan: «Esto lo pondrá en el buen camino» («Cela le corrigera»). El decreto se firmó el 2 de noviembre de 1788. Dos días más tarde falleció Charles-Daniel, pero el mal (o el bien) ya estaba hecho. No parece, en cambio, que el nombramiento hiciera muy feliz a Alexandrine, la madre del obispo electo, pues lo consideraba indigno del honor que se le iba a hacer (Waresquiel). Sea como fuere, si Charles-Maurice guardaba todavía algún rencor contra su padre, este último favor tuvo por fuerza que compensarlo con creces. Curiosamente, en este último episodio no parece que interviniera el tío arzobispo. El 15 de diciembre llegó el visto bueno del papa.

      Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord fue consagrado obispo de Autun el 4 de enero de 1789 por Louis-André de Grimaldi, obispo-conde de Noyon, en una ceremonia discreta que tuvo lugar en la capilla de la Soledad de Issy, cerca de París. Grimaldi tenía también una pésima reputación y solía decirse de él que debía su cruz pectoral «a su apellido, a la intriga y a las mujeres, con todo lo cual se llega a todas partes» (marqués de Bombelles). Peleado con su capítulo, vivía en París, y el mismo Talleyrand lo coloca en sus memorias entre los que denomina obispos «disipados».

      El consagrando acababa de levantarse de la cama, donde lo había mantenido postrado un fuerte resfriado. Parece que se puso pálido como un espectro cuando extendió las palmas de las manos para recibir los óleos, tanto que tuvieron que suspender la ceremonia hasta que se hubo recuperado. Acababa de comprometerse a «preservar, defender, fortalecer y promover los privilegios y la autoridad de la Iglesia de Roma». El obispado de Autun y las dos abadías de que era titular en aquel momento le aseguraban una renta mínima por sus empleos eclesiásticos de 56.000 libras. Sabía perfectamente que los grandes príncipes de la Iglesia ingresaban más de 200.000, pero para empezar no estaba mal teniendo en cuenta que su padre, que acababa de morir, solo dejó reconocimientos de deuda. Paradójicamente, el abandono ulterior de su dignidad episcopal no le quitó nunca «la vanidad de su nacimiento y del rango ocupado en la Iglesia» (Pasquier).

      CAPÍTULO VI

      LA REVOLUCIÓN, AL FIN

      «Esto no es un motín, majestad, es una revolución».

      El duque de La Rochefoucauld-Liancourt a Luis XVI.

      CUARENTA DÍAS EN AUTUN

      El día en que Talleyrand llegó a Autun para hacerse cargo de su grey, un Napoleón de diecinueve años se hallaba sirviendo como teniente de artillería en tierras de Borgoña, no lejos de donde iba a empezar a oficiar su futuro ministro. Su misión consistía en aplastar amotinamientos de campesinos, una labor que llevaba a cabo muy a su pesar porque el joven corso simpatizaba con el pueblo. Le enfurecía la corrupción que reinaba en Versalles y la incapacidad de los monarcas a la hora de dar una respuesta al malestar de la nación. En ningún momento le había pasado por la cabeza todavía poner fin a la monarquía, pero, hombre liberal y leído al fin, soñaba, al igual que Talleyrand, en la apuesta por una monarquía constitucional a la inglesa in terra gallica.

      Cabe decir, pues, que monseñor de Talleyrand-Périgord, obispo de Autun, hizo su entrada en la Revolución revestido de su cruz pectoral con el báculo en la mano y el anillo pastoral en el dedo. Hacía tanto frío que el Sena se había helado: también el resentimiento acumulado a lo largo de siglos congeló la nación. Tras vencer a regañadientes su natural testarudez, Luis XVI se vio obligado a abrir la puerta a los Estados Generales. Obedeciendo a la nobleza, pues era ella la que los había exigido,