de hacerle daño o, incluso, de destruir a quienes le ofendían: «No sirvo yo para las perrerías. No soy de los que hacen el mal: desde siempre los hombres me han dado una pena enorme».6 100 En cuanto conseguía un testimonio de arrepentimiento o recibía una disculpa, se calmaba de inmediato. Sin embargo, con tal de conseguir sus propósitos, podía actuar de forma bastante ruidosa y atemorizante. En una ocasión, puesto que «no lo querían las señoritas de Moscú», comenzó a destrozar una vajilla con todas sus fuerzas y, mientras lo hacía, según relató un testigo, «infundía pavor»: «La frente se le cruzó toda de arrugas. Sus ojos echaban chispas y su cara adquirió una apariencia verdaderamente salvaje. Daba la impresión de que en cualquier momento podría desatarse una ira incontenible que destruiría todo a su paso». Pero en cuanto las «señoritas» lo rodearon, Rasputín «comenzó enseguida a cambiarse de ropa delante de todo el mundo. Las damas le asistían, le alcanzaban las botas... Y Rasputín, de muy buen humor, entonó una canción y se puso a restañar los dedos marcando el ritmo».101
No todas las protestas y antojos iban acompañados de ataques de ira. Habiendo sentido celos de una de sus conocidas, Rasputín reclamó papel y tinta y su voz se abrió paso para dictar una nota entre torrentes de sollozos: «Le voy a contar a la Elegantilla [se trata de otra de las mujeres de su entorno: E. Dzhanumova] todo lo que has hecho; ella me comprenderá y se apiadará de mí». En la misma carta consignaba que «le caían las lágrimas», «su alma sollozaba», etc.102
También resulta curioso que cuando Grigori encontraba una firme resistencia a su desparpajo o su descaro, cambiaba inmediatamente de talante y comenzaba a ceder, dejando al descubierto un desconcierto profundísimo y un pavor y una impotencia genuinamente femeninas. En una ocasión, la esposa de un comerciante de Tsaritsin, a la que Rasputín besó sin tener antes la precaución de prevenirla del ósculo, «levantó su enorme y poderoso brazo y le propinó una bofetada con todas sus fuerzas». El starets «se quedó de una pieza ... , salió corriendo al portal de la casa», y allí permaneció largo tiempo a la espera de Iliodor, sin atreverse a volver a entrar a la casa donde estaban sirviendo el té. «Habrase visto que canalla», se quejó más tarde Grigori, «¡la fuerza con que me ha atizado!».103 En otra ocasión, una de sus conocidas, a la que el starets había ofendido, le gritó que era un «bribón y una carroña», a lo que éste levantó un pesado sillón de roble para golpearla, pero viendo antes que la mujer empuñaba una pistola, cejó de inmediato en su empeño y se puso a dar lastimosos alaridos: «¡Ay, ay, ay! ¡No me mates! No incurras en ese pecado, piensa un poco, piensa. ¡Acuérdate de tu hijita! ¡Acuérdate de tu pequeña! ¡Vas a desgraciarla, la dejarás huérfana y a tu marido le vas a destrozar la vida! ¡Déjalo, pues! ¡Déjalo! ¡Guarda el arma!». Mientras hablaba de esta guisa, la voz de Rasputín se hacía cada vez más entrecortada y subía de tono, hasta que al final y para su enorme sorpresa, la mujer que había sido agredida por el starets fue incapaz de encontrarlo, porque éste se había escondido debajo de la mesa y «se protegía la cabeza con los brazos».104
Sin embargo, las reacciones más drásticas de Rasputín, incluyendo manifestaciones somatovegetativas, se producían cuando alguien intentaba chantajearlo amenazando con desacreditarlo ante los ojos del zar y la zarina: «El sudor... le caía a mares. No podía estarse quieto. Después se disculpó para ir a hacer aguas menores. Se ponía de pie, caminaba, se sacudía, se reía para sí... volvió a sacudirse, soltó una carcajada y comenzó a mesarse la barba y a mordisquearla, sudaba extraordinariamente, tanto que se veían claramente las gotas de sudor en la nariz y las mejillas... ».105
En las situaciones en que todo transcurría favorablemente y se veía convertido en el centro de atención de una audiencia predispuesta a su favor, Rasputín, literalmente, se transformaba. Hasta el propio Iliodor, cuyo odio hacia el starets era manifiesto, se vio forzado a reconocer que, con ocasión de un discurso de despedida ante sus seguidores que habían acudido a la estación de trenes a despedirle, «Grigori me dio la impresión de ser un ente etéreo y que en cualquier momento iba a despegarse del basto e improvisado pedestal al que se había subido y echaría a volar... El viento le agitaba ligeramente el cabello y la barba recién lavados, que oscilaban con gracia de un lado a otro, como si tropezaran a propósito y jugaran a enmarañarse. Habló con voz entrecortada, firme y sonora. Su discurso estaba transido de gravedad y de fuerza».106 Incluso otro de los detractores de Rasputín, el publicista M. O. Menshikov, confirmó su habilidad para causar una profunda impresión en sus oyentes: «Es un filósofo natural, surgido del fondo del pueblo; un hombre prácticamente analfabeto, pero buen conocedor de las Escrituras, alimentado de todo tipo de cuestiones eclesiales, imbuido de ellas, cual un disco de gramófono y, encima, dueño de un pensamiento animado por un encanto natural. Algunas de sus manifestaciones me sorprendieron por su originalidad e, incluso, por su profundidad. Así hablaban los oráculos antiguos o las pitonisas entregadas a su delirio místico: algo sustancial emergía de aquellas palabras enigmáticas, algo absurdamente sabio».107
Pero Rasputín se mostraba todavía más inspirado y expresivo cuando se entregaba al baile: «Se bebió la copa de un trago, la arrojó al suelo y salió a bailar chillando y soltando alaridos con total desenfado... Se entregaba al baile por entero, como poseído y ganado por la violenta alegría de los elementos. Los taconazos, los alaridos, los chillidos, la música de las balalaicas y el crujido del vidrio de las copas rotas generaban la impresión de que todo giraba alrededor de R[asputín], como si de un vórtice se tratara, y su camisa se entreveía apenas flotando entre la bruma... Súbitamente, se acercó corriendo a mi mesa, me alzó por encima de ella y hasta de sí mismo desde el diván que yo ocupaba, me colocó en el suelo, al borde del ahogo, y me gritó: “¡A bailar!”». En otra ocasión «saltó como un relámpago de su silla y tras dar un golpe de palmas se puso a gritarme: “Ay, señora mía... yo me cago en el consistorio, y al hijo de perra de Pitirim 108 lo convertiremos en metropolita, ay, señora mía, a mí qué me importa el Sínodo, qué me importa Samarin,109 yo sé muy bien lo que diré... Qué me importa a mí la catedral, ni una higa doy por la iglesia, y el patriarca... ése a tomar por saco; ¡con Pitirim harán lo que yo les diga!”».110
Borís Almazov, quien estuvo presente en una sesión de bailes protagonizada por Grigori, observó cómo «Rasputín se colocó las manos detrás del fajín y salió a bailar de improviso... moviéndose monótonamente, mientras marcaba el ritmo con el pie derecho». Pero cuando poco después actuó el bailarín profesional del Teatro Mariinsky Alexandr Orlov, «Rasputín pidió más música y la emprendió otra vez con el baile intentando imitar los pasos y las figuras de Orlov. Lo cierto es que no lo hacía demasiado bien pero sí logró aprender algunos de los pasos y se pasó un buen rato repitiendo lo que había conseguido imitar de las evoluciones de Orlov, esforzándose por imitarlo y consiguiéndolo cada vez con más acierto. Pero cuando concluyó “su segunda actuación”, Rasputín consideró que su deber era elogiar a Orlov: “Bailas muy bien, ¡sí que bailas bien! ¿¡Cómo es que yo no sabía nada de ti!? ¿Dónde bailas?”». Y no terminó ahí el duelo entre bailarines. Después de que Orlov terminara de hacer sus pasos y figuras sobre una mesilla, lo cierto es que esta vez de forma más contenida, Rasputín se lanzó a su tercera actuación de la noche, no deseando quedarse a la zaga del bailarín profesional, pero terminó desplomándose desde la mesilla. Incluso en el suelo «continuó bailando, con mayor celo aún, pegaba unos saltos salvajes, que le hacían caer sentado, taconeaba con fuerza y avanzaba ayudado de los talones y, entretanto, gritaba: “¡Abran paso!... ¡Me encanta bailar!... Así, así”. Y, de pronto, dirigiéndose al bailarín Orlov, le dijo: “A ver. Sal tú a bailar. Bailemos los dos, a ver quién aguanta más tiempo...”, para dejarse caer sin fuerzas en el sofá inmediatamente después de lanzar el reto».111
«Es un actor, pero no un bufón»
Según el testimonio del antiguo director del Departamento de policía S. P. Beletski, «Grishka, el profeta» era «a la vez ignorante, elocuente, hipócrita y fanático, un santo y un pecador, un asceta y un mujeriego, y en todo momento un actor».112 Según el escritor N. N. Evreinov se trataba «a pesar de sus pocas luces» de una persona «de gran talento y hábil ... ; de un actor innato, capaz de comprender perfectamente no sólo el valor escénico de la llamativa vestimenta de “profeta campesino” que llevaba