Elle Kennedy

Amor inesperado


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la noche, no hay cola para entrar en el baño de mujeres. Al abrir la puerta, me encuentro con dos chicas delante del espejo que hablan en voz alta mientras se arreglan el maquillaje. Las saludo con la cabeza y entro en un compartimento.

      —Si quieres ir al Dime, vamos al Dime —dice una de ellas.

      —Ya te lo he dicho, no quiero ir.

      —¿Estás segura? Porque no dejas de hablar como una cotorra de Jake Connelly y de su maravillosa lengua.

      Me quedo helada. Hasta se me corta el pis como por arte de magia.

      —No tenemos que ir a ningún otro lado esta noche —dice la primera chica—. Vamos al Dime, así lo ves. A lo mejor os volvéis a enrollar…

      —No creo. Connelly no suele repetir. —La segunda suena abatida—. Es inútil que vayamos.

      —Nunca se sabe. Dijiste que se lo pasó bien, ¿no?

      —Le hice una mamada. Claro que se lo pasó bien.

      Aprieto los labios para evitar una sonrisa. Oh, fíjate. Jakey tuvo premio la otra noche. Bien por él.

      Entonces recuerdo el drama que montó con lo de McCarthy y dejo de sonreír. Termino de hacer pis deprisa, impaciente por salir de los baños para dejar de escucharlas.

      Se oye un suspiro de anhelo desde el otro lado de la puerta.

      —No tienes ni idea de lo pasional que fue todo.

      —En realidad, sí. Porque no dejas de hablar del tema.

      —Es que besa tan bien. Y cuando me hizo sexo oral, hizo una cosa con la lengua, como… Ni siquiera puedo describirlo. Fue como… un beso con un remolino.

      Empiezo a sentirme incómoda. He tenido mis propias conversaciones sobre sexo con mis amigas, pero estas chicas están entrando en demasiado detalle. Además, saben que no están solas en los baños. Me han visto entrar.

      —Me sorprende que te devolviera el favor. A los buenorros como él les suele dar igual si la chica termina o no. Muchos se van después de la mamada.

      Tiro de la cadena y hago ruido al salir del cubículo.

      —Perdón, tengo que pasar —digo, despreocupada, y señalo los grifos.

      Se apartan, pero no dejan de hablar.

      —Bueno, él no fue así en absoluto —le asegura el ligue de Jake a su amiga—. Se aseguró de que yo también me corría.

      Esta vez me fijo más en su aspecto físico. La amiga es morena y alta. La chica con la que se enrolló Jake es bajita, tiene el pelo rizado de color caoba, unos pechos grandes y unos ojos marrones enormes; parece un cervatillo muy sexy.

      ¿Este es el tipo de chica que le gusta a Connelly? ¿Bambi Buenorra?

      —Entonces vayamos al Dime —insiste la morena.

      La Bambi Buenorra se muerde el labio inferior.

      —No sé. Me siento rara al ir a su bar favorito. O sea, nos enrollamos hace cuatro días. Seguramente ni siquiera se acuerda de mí.

      Me enjuago las manos llenas de jabón bajo el agua caliente. ¿Cuatro días y cree que ya se ha olvidado de ella? ¿Esa es la opinión que tiene de sí misma? A lo mejor debería entrometerme y aconsejarle que no se moleste en buscarlo. Jake se comería viva a alguien como ella.

      —Bueno, entonces supongo que nos quedamos aquí —dice la amiga mientras salen—. Tenemos que encontrar un…

      Sus voces se alejan mientras la puerta se cierra. Me seco las manos con una servilleta de papel y considero lo que acabo de oír. Así que hace cuatro días, Jake y su maravillosa lengua se lo montaron con la Bambi Buenorra. ¿Quién es el hipócrita?

      ¿Cómo puede tener la desfachatez de decirme con quién puedo enrollarme y de obligar a McCarthy a dejarlo conmigo? Y aquí lo tenemos, practicando sexo oral con mujeres cervatillo y pasando la noche del viernes en un bar, seguramente con la intención de ligar. Mientras tanto, el pobre McCarthy está en su casa, sin poder masturbarse sin antes pedir permiso a Connelly.

      Que le den.

      Mi fortaleza interna hace que enderece la espalda y salgo a buscar a mi prima. Está junto a un parquímetro en la acera, al lado de la puerta trasera de un sedán deportivo negro.

      —¿Vamos? —exclama al verme.

      Subo con ella al coche.

      —Sí, pero hay un cambio de planes. Primero haremos una parada rápida.

      Capítulo 6

      Jake

      El Dime es mi local favorito de la ciudad. Es el epítome de los antros. Estrecho. Oscuro. A la mesa de billar le faltan tres bolas, incluido el ocho. La diana para los dardos está partida en dos. La cerveza está aguada la mitad de las veces y la comida está cubierta por una capa de grasa que se te incrusta como una piedra al fondo del estómago.

      Pero, a pesar de sus fallos, me encanta. Es un sitio pequeño, lo que significa que los grupos grandes van a otros locales. Y la clientela es masculina en su mayoría, así que es el lugar perfecto donde ir cuando no quieres enrollarte con nadie.

      Eso no detiene a Brooks, por supuesto. Mi compañero de piso encuentra chicas en cualquier parte. Llévalo a un convento y seducirá a una monja. Llévalo a un funeral y se tirará a la viuda en los baños. O directamente sobre el ataúd. El chaval es un zorrón.

      Ahora mismo está en la mesa del rincón mientras se lía con nuestra camarera. Solo hay dos personas sirviendo esta noche, y Brooks tiene la lengua en la boca de una de ellas.

      El otro, un tío algo mayor, con barba y gafas, no deja de aclararse la garganta con vehemencia. Ella lo ignora. Al fin, la llama:

      —Rachel, tu mesa te espera.

      Pero ella despega los labios de mi compañero de equipo, hace un gesto con la mano al camarero y, sin aliento, le responde:

      —¿Te puedes encargar tú? La propina es tuya.

      Deduzco que no quiere conservar su trabajo y que esta es su manera de dimitir, porque es imposible que se salga con la suya. El otro camarero y el de la barra intercambian miradas en silencio, y estoy bastante seguro de que uno de ellos ha llamado al jefe.

      Mientras Brooks le palpa los pechos a la camarera en el rincón, el resto disfrutamos del partido de los Bruins y escuchamos las quejas de Coby Chilton sobre el límite de dos cervezas que he impuesto. Por mí puede refunfuñar toda la noche. Mañana por la tarde jugamos contra Princeton y no permito que nadie llegue a un partido con resaca. Joder, si hasta les he prohibido a Potts y a Bray salir esta noche. No confío en el dúo del beer pong.

      —Si te pudieras tirar a cualquier jugador de hockey, vivo o muerto, ¿quién sería? —pregunta Coby a Dmitry.

      Como hace un segundo estaba hablando de cerveza, el cambio de tema nos toma por sorpresa.

      —¿Qué? —Dmitry suena extremadamente confundido—. Te refieres a una jugadora de hockey, ¿no?

      —Y cuando dices «muerto», ¿quieres decir que me tiro a su cadáver o que se lo haría cuando estaba viva? —añade Heath.

      —No, me refiero a la NHL. Y nada de esta mierda necrófila. —La expresión de Coby denota horror.

      —Espera, ¿nos estás preguntando a qué tío nos tiraríamos? —cuestiona un defensa de cuarto.

      Reprimo una carcajada.

      —Sí. Yo escogería a Bobby Hull. Me gusta la gente rubia. ¿Y vosotros, chicos?

      —Un momento. Chilton —chilla Adam Middleton, nuestro novato más prometedor—. ¿Eres gay? —El de dieciocho años mira alrededor de la mesa—. ¿Siempre ha sido gay y yo me acabo de enterar? ¿Lo sabíais