suena el teléfono mientras me acerco al porche. Es Hazel. Me detengo para contestar a la llamada, porque se supone que vendrá al partido de esta tarde.
—Ey —la saludo—. ¿Todavía tienes pensado venir a Cambridge luego?
—Jamás. Antes muerta que traicionar a mi universidad.
—Anda, cállate. Ni siquiera te gusta el hockey. Vienes como amiga, no como fan.
—Perdón, sí, claro que voy a ir. Es que es divertido simular que tenemos una rivalidad enorme. Una relación prohibida, ya sabes. Bueno, una amistad —corrige.
—No hay nada de prohibido en nuestra amistad. Todo el mundo sabe que eres mi mejor amiga y a nadie le importa.
Hace una pequeña pausa.
—Cierto. Entonces, ¿qué haces ahora? Si quieres pillo el coche y pasamos el rato antes del partido.
—Estoy a punto de entrar en casa de mis padres. Mi madre me está haciendo un desayuno especial de día de partido.
—Oh, ojalá me hubieras avisado. Habría ido contigo.
—Ya, claro. Te tendrías que haber levantado antes de las ocho. Un sábado.
—Lo habría hecho —protesta.
—«El mundo no existe antes de las nueve de la mañana». Es una cita tuya, Hazel —me río.
—¿Y qué haremos para celebrar tu victoria de hoy? Oh, ¿qué te parece ir a cenar fuera?
—¿Tal vez? Aunque seguro que los chicos querrán salir de fiesta. Ah, y tengo que estar en un sitio a las diez. Puedes venir, si quieres.
—Depende de lo que sea.
—¿Te acuerdas de Danny Novak? Su banda toca en la ciudad esta noche. Es su primer concierto, así que le prometí que iría a verlos.
Danny era uno de mis compañeros de equipo en el instituto. Es una de las personas que mejor maneja el palo de hockey. Y esa destreza con las manos también le sirve para la guitarra. Nunca podía elegir entre qué le gustaba más: si el hockey o la música.
—¿Qué tipo de música tocan?
—Heavy metal.
—Uf. Mátame —suspira Hazel—. Te lo confirmo luego, tío, pero de momento mi respuesta es un no provisional.
Me río.
—Te veo luego, ¿vale?
—Sí. Saluda a tus padres de mi parte.
—Eso haré.
Cuelgo y entro por la puerta principal, que no está cerrada con llave. Dejo la chaqueta de hockey en el recibidor, colgada de uno de los ganchos metálicos para los abrigos que tienen forma de ancla, de qué si no.
—¿Mamá? —la llamo mientras me desato los cordones de las botas.
—¡Hola, cielo! ¡Estoy aquí dentro! —Su saludo me llega desde la cocina, junto con el aroma más delicioso.
El estómago me gruñe como un oso furioso. He pensado en este desayuno durante toda la semana. A algunos chicos no les gusta ponerse las botas los días de partido, pero a mí me pasa lo contrario. Si no tomo un desayuno descomunal, me siento débil y poco preparado.
En la cocina, encuentro a mamá frente a los fogones con una espátula de plástico roja en la mano. La sensación de hambre se intensifica. Joder, sí. Está haciendo torrijas. Y beicon. ¿Y eso son salchichas?
—Hola. Huele de maravilla. —Me acerco a ella y le planto un beso en la mejilla. Entonces, alzo las cejas—. Bonitos pendientes. ¿Son nuevos?
Con la mano libre, hace girar la perla brillante sobre el lóbulo derecho entre el pulgar y el dedo índice.
—¿A que son preciosos? ¡Tu padre me dio una sorpresa el otro día! Nunca había tenido unas perlas tan grandes.
—Ha hecho bien, papá.
Rory Connelly conoce el secreto para tener un matrimonio sano. Una esposa feliz significa una vida feliz. Y no hay nada que haga más feliz a mi madre que las alhajas brillantes.
Se gira hacia mí. Con el pelo oscuro recogido en una coleta elegante y las mejillas rosadas por el calor de los fogones, no aparenta tener cincuenta y seis años. Mis padres me tuvieron cuando estaban en la treintena, y siempre se refiere a sí misma como «madre madura». Pero no lo parece para nada.
—Hazel te manda saludos, por cierto. Acabo de hablar con ella.
Mamá da una palmada de alegría.
—Oh, dile que la echo de menos. ¿Cuándo vendrá a visitarnos? No estuvo durante las vacaciones.
—No, este año le tocaba pasarlas en casa de su madre. —Los padres de Hazel se divorciaron hace unos años. Su padre todavía vive en Gloucester, pero su madre ahora vive en Vermont, así que alterna las ciudades en las vacaciones—. Hoy estará en el partido. ¿Vosotros vendréis?
—Me temo que no. Tu padre no llegará a casa a tiempo, y ya sabes que no me gusta conducir sola por la carretera.
Disimulo la decepción. Mis padres nunca se han involucrado demasiado en mi carrera de jugador de hockey. Papá siempre estaba demasiado ocupado con el trabajo para venir a mis partidos, y a mamá simplemente no le interesaba. Cuando era pequeño, me dolía. Veía a las familias de todos mis amigos en las gradas y la mía no estaba por ninguna parte; la envidia me inundaba el pecho.
En fin. Es lo que hay. Esta es mi actitud respecto a la mayoría de las cosas. No puedes cambiar el pasado, no llores por el presente, no te estreses por el futuro. No sirve de nada. Sobre todo, arrepentirse.
—Bueno, intentad venir a la final si la jugamos, ¿vale? —le pido con suavidad.
—Claro. Y ahora deja de agobiarme y siéntate, superestrella. Yo me encargo de todo.
—Por lo menos deja que ponga la mesa —razono mientras trato de sacar los platos del armario.
Me aparta las manos.
—No. Siéntate —ordena—. Esta podría ser la última vez que te sirvo la comida antes de que tengas tus propios asistentes para hacértelo todo.
—No, eso no va a pasar.
—Este otoño vas a ser un jugador de hockey profesional, cariño. Eso significa que serás famoso y las personas famosas tienen servicio doméstico.
Cometí el error de enseñar a mis padres el papeleo de mi contrato con la NHL y, cuando vieron la cantidad de dinero que iba a ganar pronto (por no hablar de los incentivos de rendimiento que mi agente consiguió que incluyera el club), casi se les salen los ojos de las órbitas. No puedo predecir la cantidad exacta que percibiré, pero el valor de mi contrato ronda los dos millones de dólares, una cantidad muy alta para un novato como yo.
Según mi agente, es lo que dan a «las superestrellas en proyecto». Cómo se me subió el ego al oír eso. A mi madre también le gustó, porque así es como me llama ahora. Superestrella.
—No quiero tener servicio doméstico. —Me río y me siento de todos modos, porque si hoy le apetece mimarme, ¿por qué debería negárselo? Tiene algo de razón. El año que viene estaré en Edmonton, donde me helaré de frío durante el invierno canadiense. Voy a echar de menos los sábados en Gloucester con mi familia.
—Por cierto, ¿dónde está papá?
—En el trabajo —contesta mi madre mientras apaga la vitro.
—¿Un sábado? —En realidad tampoco me sorprende. Mi padre es el jefe de una empresa especializada en la construcción de puentes y túneles, y lleva los contratos de la ciudad, lo que significa fechas límite cortas y muchos trámites burocráticos, que, a su vez, hacen que mi padre sufra de estrés continuamente.
Es el