Carlos Enrique Corredor Jiménez

Formas dignas de co-existencia


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civilizatorio pretende reproducir en todo el mundo las mismas condiciones de los países llamados “desarrollados”: altos niveles de industrialización y urbanización, tecnificación de la agricultura, rápido crecimiento de la producción material y de los niveles de vida, adopción cultural y educativa de los valores de vida “modernos”, y la consecuente extensión de la tríada de capital, ciencia y tecnología como camino único hacia la paz (Escobar, 1998).

      El hecho de que el desarrollo se construya como una solución única para un sinnúmero de realidades diversas, diferentes opuestas y contrastantes, hace que para la mayor parte de las sociedades “no desarrolladas” los costos de dicha estrategia sean enormes. Esto se ha observado desde hace mucho; incluso, por las Naciones Unidas, que en 1951 reunió un grupo de expertos a fin de crear políticas y acciones para el desarrollo económico de los llamados “países subdesarrollados”. En tal documento se reconocen claramente los costos del desarrollo:

      Hay un sentido en el que el progreso económico acelerado es imposible sin ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrales deben ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse. Los lazos de casta, credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de una vida cómoda. Muy pocas comunidades están dispuestas a pagar el precio del progreso económico… (Escobar, 1998, p. 20).

      Martha Nussbaum aporta, con su enfoque de las capacidades, un valioso argumento acerca del desarrollo, al señalar que en realidad todos los países están “en vía de desarrollo”, aun cuando esa expresión se utilice en ocasiones tan solo para referirse a las naciones más pobres: todos los Estados tienen mucho margen de mejora en lo tocante a proporcionar una calidad de vida adecuada para toda su población, dado que los países a los que se considera “desarrollados” también contienen grandes desigualdades (Nussbaum, 2012).

      Aquí es importante resaltar el nexo existente entre dos miradas críticas del desarrollo, la social y la ecológica, que muestran cómo los conflictos sociales están muchas veces ligados a la contaminación y la pérdida de acceso a los recursos naturales y a la pérdida de servicios ecosistémicos. En consecuencia, la conservación y el ecologismo no son un asunto de países ricos: son un asunto de equidad y justicia social; por tanto, se puede hablar de un conflicto distributivo central a causa del desarrollo, y en el que algunos países reciben más perjuicios ecológicos y sociales que otros en ese juego económico (Martínez-Alier, 2000).

      Si el desarrollo tiene que ver con mejorar la calidad de vida de las personas, parece necesario tomar decisiones inteligentes y con la participación dedicada de muchos individuos: las teorías dominantes que han orientado históricamente la decisión política en este terreno han canalizado la política del desarrollo hacia elecciones que son erróneas desde el punto de vista mismo de una serie de valores humanos ampliamente compartidos en todo el mundo, como el respeto a la igualdad y el respeto a la dignidad (Nussbaum, 2012).

      Diversificando la hegemonía del desarrollo

      Hoy el mundo está en el fondo de una grave crisis de diversidad ecosistémica y cultural. Ambas diversidades están amenazadas por las mismas causas: las tendencias de “progreso” y “modernización” bajo un discurso de desarrollo basado en principios como la competencia, la especialización, la hegemonía y la uniformidad. La diversidad se percibe entonces como problema, debido a los paradigmas de racionalidad económica y tecnológica dominantes. Como señala Ehrenfeld, “hemos perdido la capacidad de fascinarse con lo específico para admirar las leyes generales y científicas que lo produjeron. Esta es la era de la generalidad, es una forma oficial de ver el mundo” (citado por Toledo y Barrera-Bassols, 2008).

      La globalización es un ejemplo de esta generalidad, y como un proceso impulsado por las empresas y las políticas neoliberales, es cada vez más un factor que amenaza todas las formas de diversidad, heterogeneidad y variedad; especialmente, la de expresión biocultural.

      Así pues, se hace necesaria una apuesta que facilite la configuración del territorio como soporte para un conjunto de significados hechos por la experiencia vital de la comunidad humana, que ha interactuado con él y en él a través de generaciones sucesivas. Este llamado tiene en cuenta una perspectiva crítica y una ruptura asociada a la tendencia a la desterritorialización por parte de los discursos dominantes. Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols (2008) insisten en la importancia de reconocer el territorio como fuente de las mayores reservas de biodiversidad, al mismo tiempo que lugar de práctica y recreación de la diversidad sociocultural. Es esta relación entre la diversidad biológica y la cultural (la memoria biocultural) el punto de partida a través del cual los pueblos son reconocidos como moradores y conocedores de hábitats bien conservados, cuya funcionalidad se mantiene gracias a sus creencias, sus conocimientos y sus prácticas. Sin caer en el esencialismo, es importante reconocer la importancia de los pueblos indígenas para la conservación de la biodiversidad, y viceversa, ya que ellos habitan una porción sustancial de los ecosistemas menos perturbados del planeta (Toledo y Barrera-Bassols, 2008).

      De acuerdo con lo planteado, revisemos algunas de las características del territorio en el que nos encontramos, para poner en contexto los desafíos regionales del desarrollo. América Latina posee gran biodiversidad: en ella se ubican tres de los países más diversos del planeta: Colombia, Brasil y Ecuador. La mayor parte de dicha biodiversidad está representada por especies endémicas; es decir, especies con distribución restringida (NatureServe, 2005). Además, es territorio de gran diversidad cultural, encarnada en diferentes grupos humanos y sus expresiones simbólicas y sociales (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). En nuestro continente, además, cobra importancia la agricultura tradicional campesina, con alrededor de 16 millones de unidades de producción campesina, que originan el 51 % del maíz, el 77 % del fríjol y el 61 % de la papa (León y Altieri, 2010). Entonces, aunque desde 1980 la población urbana es predominante, todavía hoy la agricultura tradicional campesina es responsable de la seguridad alimentaria del país (Forero et al., 2013) y de la región (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). Desde este breve contexto latinoamericano, consideramos que resaltan dos ideas: la necesidad de valorar y conservar nuestra diversidad biológica y cultural, así como la apremiante necesidad de generar un desarrollo con enfoque rural, que haga tangible un bienestar común.

      Históricamente, la naturaleza y las sociedades latinoamericanas han sido protagonistas, ininterrumpidamente, de constantes procesos de hibridación3. Esto último no es sinónimo de fusión sin contradicciones; dicha hibridación, producida en un espacio intercultural, está llena de proyectos nacionales de modernización y nuevas formas de conflicto. En ese sentido, como señala Papastergiadis, es “tanto el ensamblaje que ocurre cada vez que dos o más elementos se encuentran, y la iniciación de un proceso de cambio” (2000, p. 170).

      Papastergiadis destaca también el aspecto de una transgresión que pueda tener la hibridación, al señalar que

      […] en la medida en que el proceso de formación de identidad se basa en la premisa de una frontera exclusiva entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, lo híbrido, que nace de la transgresión de esta frontera, figura como una forma de peligro, pérdida y degeneración. (2000, p. 174)

      Es decir, la hibridación podría inscribirse en una hegemonía reproduciendo relaciones de dominación; sobre todo, si se la considera, por ejemplo, un símbolo de resistencia del colonizado, quien genera una contaminación de la ideología, la estética y la identidad imperial que ataca la dominación colonial (Kraidy, 2005, p. 58).

      Para el caso de Colombia y desde esta necesidad de deconstruir el desarrollo insostenible y reconstruir manifestaciones tangibles de bienestar mutuo, la hibridación va dirigida a trascender las únicas formas de referenciación o identificación sobre el desarrollo, teniendo en cuenta que, sin ser un caso único o aislado, Colombia es un país fascinante como lugar de observación, porque presenta varias formas de conflicto: el que concierne al uso de la tierra, la protección del territorio y los problemas políticos; en particular, su soberanía frente, entre otras cosas, a la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos o los acuerdos de La Habana (2016). Y la evidencia del enorme potencial como país