no humana”, que empezó a aplicarse a los grandes simios con el bienintencionado propósito de proteger a estos animales con altas capacidades cognitivas, sociales y de comunicación del maltrato y convertirlos en titulares de derechos fundamentales como la vida o la libertad, y no solamente en simples bienes jurídicos, podría extenderse a otros seres vivos. Dado que la conciencia de sí mismo, la sensibilidad y la inteligencia para modificar su entorno no es algo privativo de los humanos, ni siquiera de los mamíferos, parece lógico reconocer una personalidad legal también a árboles singulares, bosques y ecosistemas enteros. Nueva Zelanda ha sido el primer país en dar un paso en esta dirección al conceder recientemente el estatuto de persona jurídica al parque natural de Te Urewera (2014) en la isla Norte y al río Whangami (2017), venerado por los maoríes. La Administración ha encomendado a unos guardianes legales la posibilidad de “actuar y hablar en nombre de estos y proteger su salud y bienestar”. Si una corporación empresarial se beneficia del tratamiento de persona jurídica, con tanta o más razón se le debería reconocer ese estatuto legal a un ecosistema, un área natural o, incluso, la Tierra.
Se ha comparado a los hormigueros con los bosques. Los miembros de ambas comunidades de seres vivos constituyen las partes de un todo. De igual manera que los tejidos filamentosos de los hongos y bacterias del suelo se simbiotizan con las raíces de los árboles formando una malla por la que circula la información y el alimento, las distintas integrantes de una colonia de hormigas, aunque férreamente jerarquizadas en castas, interactúan coordinadamente las unas con las otras en aras del bien común. Carecer de un control centralizado no representa en ambos casos un inconveniente para resolver problemas complejos, realizar tareas especializadas y adaptarse a entornos en permanente cambio. Esa inteligencia modular, emergente y difusa de los macroorganismos contrasta vivamente con la cerebralización del animal humano, empeñado en reivindicar siempre su individualidad, dejar constancia de su existencia y enseñorear su yo. A muchos de nuestros congéneres la idea de ser como los demás y que los demás sean como uno, en lugar de consolarles, les causa espanto. Ahora bien, las investigaciones en neurociencia llevan a pensar que la identidad individual es una ficción elaborada por el cerebro, un puro espejismo de la mente consciente y una ilusión consoladora que nos permite seguir creyendo en la realidad, de cuya narrativa somos autores y protagonistas.
Llegados a este punto, conviene recordar que muchas de las experiencias humanas más trascendentales y liberadoras tienen que ver precisamente con dejar de ser uno mismo, olvidarse del yo y sobrepasar los límites corporales. Las personas que alcanzan esos gozosos éxtasis estéticos, espirituales o carnales vislumbran con una claridad cegadora la afinidad de todos los seres, la unidad latente tras la diversidad y la fluida continuidad de lo existente. Esa inefable sensación oceánica de fusión con la naturaleza y participación mística en la vida, en la que el tiempo queda abolido y el presente se vuelve eterno, constituye el estado supremo de la experiencia religiosa. Vistas así las cosas, primero se desdibujan las supuestas fronteras entre los reinos de la naturaleza; luego se desvanecen las separaciones entre los organismos que, lejos de estar aislados, participan en la vasta simbiosis sin principio ni fin de todo lo viviente y, por último, se desvanece la singularidad del animal humano y las últimas certezas del ego. El argumento de la historia natural no es la supervivencia del más apto en una lucha sin cuartel, sino el progreso hacia la plenitud. Nos gusta pensar que somos únicos y diferentes, pero todas las formas de vida están íntimamente conectadas por lazos de dependencia mutua, que no parece exagerado llamar amor o compasión. Se nos ha enseñado a encontrar buenos argumentos para decir yo y sentirnos superiores, pero lo cierto es que formamos parte de una trama.
Este mensaje de gran calado espiritual se contrapone radicalmente al culto irracional al individualismo, exacerbado por esa forma de fraude consentido que es la publicidad. Se nos incita a distinguirnos de los otros siguiendo las modas. Pocas personas son conscientes de la perversión que supone estimular el deseo mimético con el argumento de sé tú mismo. La servidumbre consumista de comprar para ser nos aleja de la felicidad que nos promete y nos condena a la insatisfacción, el mal del siglo. Mientras persiguen fantasías inalcanzables de belleza, riqueza, juventud, popularidad…, los consumidores entontecidos terminan viendo a sus semejantes como competidores y a los otros seres vivos como mercancías. Percibir el mundo así supone profanar su belleza y misterio, y quedar desconectados de los otros y de uno mismo.
Sería tentador dar al adjetivo atribulado un nuevo significado y, forzando la etimología, calificar así al estado de ánimo que embarga a las personas sin tribu. La pérdida del sentimiento de arraigo explica muchas cosas, y no es la menor de ellas que cada vez más gente se siente aislada, paradójicamente, en las populosas ciudades contemporáneas. Siguiendo el imperativo capitalista, los habitantes de esos hormigueros urbanos se han convertido en consumidores individualistas. Y atrapados entre unas expectativas que no pueden satisfacer y a las que tampoco saben renunciar, se abocan a una soledad más profunda e irrespirable que carecer de compañía. Nunca se está más solo que cuando se pierde el diálogo con uno mismo. Cada vez son más las personas que, en busca del calor del grupo y la aceptación de los otros, encuentran el vacío y caen en el ensimismamiento. Es un hecho que venimos a este mundo solos y nos vamos solos, pero no es menos cierto que, entre una cosa y la otra, solo nos tenemos los unos a los otros. Si uno lo medita con cuidado, los grupos son más inteligentes que el más inteligente de sus miembros.
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