Santiago Beruete

Aprendívoros


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      BARICCO, Alessandro (2019): The Game, Xavier González Rovira (trad.), Barcelona, Anagrama.

      BARTRA, Roger (2019): Chamanes y robots. Reflexiones sobre el efecto placebo y la conciencia artificial, Barcelona, Anagrama.

      ESCOHOTADO, Antonio (2015): Aprendiendo de las drogas, Barcelona, Anagrama.

      – (1999): Historia general de las drogas, Madrid, Espasa.

      EAGLEMAN, David (2017): El cerebro. Nuestra historia, Damià Alou (trad.), Barcelona, Anagrama.

      EVANS, Richard y HOFMANN, Albert (2015): Plantas de los dioses. Orígenes del uso de los alucinógenos, Alberto Blanco (trad.), Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.

      HOFMANN, Albert (2018): LSD. Cómo descubrí el ácido y qué paso después en el mundo, Roberto Bein (trad.), Barcelona, Arpa Ideas.

      – (2018): LSD. My problem child. Reflections on Sacred Drugs, Mysticism, and Science, Jonathan Ott (trad.), Oxford, Beckley Foundation, Oxford University Press.

      – (1995): Mundo interior, mundo exterior. Pensamientos y perspectivas del descubridor del LSD, José Almaraz (trad.), Barcelona, La Liebre de Marzo.

      HUXLEY, Aldous (1977): Las puertas de la percepción. Cielo e infierno, Miguel de Hernani (trad.), Barcelona, Edhasa.

      KURZWEIL, Ray (1999): La era de las máquinas espirituales. Cuando los ordenadores superen la mente humana, Marco Aurelio Galmarini (trad.), Barcelona, Planeta.

      LÓPEZ SÁEZ, José Antonio (2017): Los alucinógenos, Madrid, CSIC/Libros de la Catarata.

      McKENNA, Terence (1994): El manjar de los dioses: la búsqueda del árbol de la ciencia del bien y del mal. Una historia de las plantas, las drogas y la evolución humana, Barcelona, Paidós.

      OCAÑA, Enrique (1993): El Dionisio moderno y la farmacia utópica, Barcelona, Anagrama.

      POLLAN, Michael (2018): Cómo cambiar tu mente. Lo que la nueva ciencia de la psicodelia nos enseña sobre la conciencia, la muerte, la depresión y la trascendencia, Manuel Manzano (trad.), Barcelona, Debate.

      RACIONERO, Luis (2006): Filosofías del underground, Barcelona, Anagrama.

      SACKS, Oliver (2019): El río de la conciencia, Damián Alou (trad.), Barcelona, Anagrama.

      – (2013): Alucinaciones, Damián Alou (trad.), Barcelona, Anagrama.

      SMART, Andrew (2018): Más allá de ceros y unos. Robots, psicodelia y conciencia, Iván Barbeitos Garvía (trad.), Madrid, Clave Intelectual.

      WASSON, Gordon; HOFMANN, Albert y RUCK, Carl A. P. (1980): El camino de Eleusis. Una solución al enigma de los misterios, Felipe Garrido (trad.), Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.

      WILBER, Ken (ed.): Cuestiones cuánticas. Escritos místicos de los físicos más famosos del mundo: Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington, Pedro de Casso (trad.), Barcelona, Kairós.

      v

      microhuertos y macroorganismos

      La sociedad moderna ha perfeccionado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria.

      sebastian junger, tribu

      Según el relato bíblico de la creación, la principal ocupación de los padres de la humanidad en el paraíso terrenal fue la jardinería, lo que llevó a más de un estudioso a afirmar que ese es el oficio más antiguo. Tan peregrina idea contó con mucha aceptación siglos atrás, razón por la que en una vidriera de la catedral gótica de Canterbury se puede ver la figura de Adán cavando la tierra como un campesino cualquiera. Independientemente de si la revolución agraria marcó el inicio de la civilización y representó el primer paso en el camino del progreso o, por el contrario, conllevó un empeoramiento en la calidad de vida de los cazadores-recolectores paleolíticos y una solución desesperada a la escasez alimento, lo cierto es que los humanos no fueron los primeros moradores del planeta que practicaron la agricultura. Cuando surgieron los primeros Estados en las cuencas fértiles de los grandes ríos, las hormigas cortadoras de hojas eran ya unas consumadas horticultoras.

      Muchos millones de años antes de que nuestros antepasados nómadas se asentaran en el territorio y comenzaran a domesticar las plantas y los animales, estos hacendosos insectos ya cultivaban hongos para alimentar colonias densamente pobladas. Llevan una eternidad perfeccionando la técnica de trocear hojas, flores, ramitas y acarrearlas en procesión camino del hormiguero. Una vez allí, mastican los pedacitos hasta formar una pasta, que abonan con sus excrementos. Luego extienden ese fértil mantillo en sus huertos a fin de que prospere el hongo Leucoagaricus gongylophorus. Este, que no se encuentra en ningún otro lugar del planeta, produce algo parecido a un nutritivo fruto, que ingieren las hormigas. Por si todo esto no fuera ya bastante increíble, esos hortelanos invertebrados portan bacterias simbióticas en sus exoesqueletos, las cuales producen una sustancia antibiótica. Y llegado el caso esparcen ese plaguicida natural sobre sus cultivos para protegerlos de los parásitos. Pero aún hay algo más asombroso. Cuando las mandíbulas de las obreras cortadoras de hojas se desgastan a causa del esfuerzo, ceden su puesto a otros miembros más jóvenes del hormiguero y asumen tareas físicamente menos exigentes. Conviene recordar que estas infatigables trabajadoras son capaces de seccionar y transportar cargas equivalentes a cincuenta veces su tamaño y peso corporal, lo que ha contribuido decisivamente a que gocen de una merecida fama de laboriosas y tenaces, aireada por fábulas y leyendas de toda clase.

      Las hormigas son los auténticos granjeros del mundo de los insectos. Además de cultivar su comida como las cortadoras de hojas, las hay que, como las recolectoras, construyen graneros subterráneos, en los que almacenan semillas de plantas herbáceas para las épocas de escasez; y otras que, como las arbóreas, crean jardines de plantas epifitas (orquídeas, bromeliáceas y gesneriáceas) en la bóveda forestal de las pluviselvas, donde pastorean rebaños de pulgones y otros insectos chupasavias. A cambio de poder pacer despreocupadamente en esos frondosos vergeles a buen recaudo de depredadores, parásitos o competidores, estos suministran a sus protectoras un néctar: una nutritiva ligamaza azucarada que excretan cuando estas les tocan con sus antenas. Eso no quita que, en caso de necesidad o simplemente para controlar la población de ese extraño y verduzco ganado, se zampen algunas cabezas.

      Después de los humanos, las hormigas y sus primas las termitas, devoradoras de madera, forman las sociedades más complejas del planeta. Esas gigantescas colonias de hasta varios millones de miembros, perfectamente organizados en castas, se parecen más a las plantas que a los animales. Al igual que aquellas, a falta de un sistema centralizado de toma de decisiones o cerebro, se comunican mediante señales químicas y pueden desprenderse de partes sin poner en peligro su continuidad biológica. Aun cuando la vida de una hormiga rara vez se alarga más allá de dos o tres años, los hormigueros no tienen fecha de caducidad. Sus miembros son recambiables. Se renuevan como si fueran las células de un macroorganismo. Todavía se hace más patente ese parecido si comparamos los patrones de crecimiento de las raíces de las plantas y los itinerarios que trazan las hirvientes formaciones de hormigas en busca de alimento. Si este se distribuye homogéneamente sobre el territorio, ambos adoptan una forma de estrella regular. Cuando los nutrientes se hallan diseminados, se despliegan ramificándose, dando lugar a estructuras arbóreas o con apariencia de abanico.

      Tanto las similitudes existentes entre las colonias de insectos sociales y los bosques como el mutualismo entre plantas, hongos, bacterias e insectos indican que no hay una separación tajante entre los distintos reinos de la naturaleza. Esta brecha se estrecha aún más si pensamos que algunas comunidades de indígenas del Amazonas y otros apartados lugares de la geografía terrestre, todavía a salvo de la economía de mercado, consideran a los árboles y las plantas “personas”. En sus mentes todas las formas de vida, humana o no, se hallan tan estrechamente hermanadas que la noción del yo carece de sentido y la identidad personal, disociada del entorno, resulta por completo inconcebible. La comunidad de los seres vivos no la constituyen entidades separadas