(trad.), Madrid, Capitán Swing.
STORA, Renée (comp.) (1980): El Test del Árbol, Barcelona, Paidós.
SUDJIC, Deyan (2017): El lenguaje de las ciudades, Ana Herrera (trad.), Barcelona, Ariel.
– 2007: La arquitectura del poder. Cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo, Isabel Ferrer Marrades (trad.), Barcelona, Ariel.
TASSIN, Jacques (2019): Pensar como un árbol, Clara Sabrià (trad.), Barcelona, Plataforma Editorial.
VIDALOU, Jean-Baptiste (2020): Ser bosques. Emboscarse, habitar y resistir en los territorios en lucha, Silvia Moreno Parrado (trad.), Madrid, Errata naturae.
iii
‘Jardinosofía’ frente a ‘digitalopatía’
Sería catastrófico que nos convirtiéramos en una nación de personas técnicamente competentes que han perdido la capacidad de pensar de manera crítica, de analizarse a sí mismas y de respetar la humanidad y la diversidad de los demás.
martha nussbaum, el cultivo de la humanidad
Numerosos estudios a lo largo de los años han buscado determinar cuáles son las cualidades del maestro o profesor ideal: motivación, creatividad, entrega emocional, habilidades sociales, talento para comunicar, etcétera. Admitiendo la enorme diversidad que se da en la profesión, definiría a este como un artesano de la enseñanza o, dicho de otra manera, alguien para quien su meta es el trabajo bien hecho. Aspira a la excelencia sin caer en el perfeccionismo ni fomentar el elitismo, y centra su ejercicio docente en el alumnado y no en el cumplimiento de la programación. De ahí también que nunca repita lo mismo y disfrute con el proceso de aprendizaje más que con el resultado. Su pasión por lo que hace lo acerca a la figura del jardinero, quien ha adquirido sus destrezas con la práctica, y no es un trabajador por mucho que se esfuerce por cuidar su vergel. Probablemente era esto lo que tenía en mente John Dewey, considerado por muchos el padre de la pedagogía moderna, cuando escribió: “El empleo que se mantiene impregnado de juego es arte”. La regla de oro del arte de educar es pedir solo lo que se da. Esa idea se puede formular en términos jardineros diciendo: “Hay que plantar la semilla antes de recoger el fruto”. Consciente de que no es el profesor quien enseña, sino el alumno el que aprende, el buen jardinópeda procura por todos los medios a su alcance que, sembrando dudas y abonando la curiosidad, germine en las personas a su cargo el deseo de saber. Al formar parte de una institución, en mi caso la escolar, conviene tener muy presentes las palabras de Richard Sennett: “El impulso a hacer un buen trabajo puede dar al sujeto un sentido vocacional; las instituciones mal organizadas ignoran el deseo de su personal de dar sentido a su vida, mientras que las organizaciones bien articuladas sacarán provecho de esa circunstancia”.
La función de la escuela ha sido hasta ahora preparar a las nuevas generaciones para tener éxito en el futuro. Pero cómo hacerlo cuando el mundo del mañana resulta tan impredecible, cuando ya no hay principios claros ni certezas duraderas, y la propia realidad de los hechos se ha vuelto sumamente volátil. El presente discurre de forma tan vertiginosa que las profecías caducan antes de que acabemos de formularlas. Nunca el porvenir había estado tan lleno de posibilidades e interrogantes, ni los docentes se habían sentido tan desconcertados respecto a cómo educar a sus alumnos para los retos que les aguardan.
Resulta difícil saber si la digitalización de las actividades productivas nos conduce hacia un mundo tecnolúdico, donde disfrutaremos de más tiempo libre y una renta básica universal, o a una nueva sociedad estamental distópica, con formas de esclavitud laboral que hoy no podemos ni imaginar. Tampoco está claro si internet y las redes sociales nos aíslan y ensimisman, convirtiéndonos en consumidores individualistas; o, por el contrario, propician nuevas formas de estar y hacer juntos y la emergencia de una supermente colaborativa. Otro tanto cabría decir de la gobernanza del planeta. Quién sabe si avanzamos hacia la implosión del sistema democrático por culpa del creciente populismo o a un Estado global y una paz perpetua, como la que soñó Immanuel Kant. También la enseñanza se halla en una encrucijada y se enfrenta al dilema de desarrollar algoritmos de aprendizaje cada vez más personalizados o mejorar la selección y formación psicosocial del profesorado.
Según algunos expertos, vivimos en una época de paz y prosperidad como nunca había conocido la humanidad; y a decir de otros, asistimos a la decadencia de la cultura liberal y nos acercamos al final de un ciclo civilizatorio. Un aumento vertiginoso de la esperanza de vida y las cifras de alfabetización avalan el optimismo de los primeros; y el crecimiento exponencial de la desigualdad y la amenaza del cambio climático, el pesimismo de los segundos. Frente a catastrofistas que creen que, de seguir así las cosas, nos abocamos a un colapso medioambiental, se alza la voz de los tecnooptimistas, que presagian una nueva era de ilustración ecológica, la renaturalización de la Tierra y el aumento de la conciencia planetaria. Hay sobradas razones para defender una posición y la contraria.
Comoquiera que sea el día de mañana, la escuela debe enseñar a los alumnos a vivir en la incertidumbre, capacitarles para encontrar el equilibrio en medio del caos y conservar la serenidad pese a estar sometidos al continuo asedio del marketing personalizado y la manipulación digital de sus emociones y pensamientos. El afán de control de los poderes económicos, políticos y religiosos no es nuevo. Estos siempre han procurado colonizar o, por usar una expresión de nuestro tiempo, hackear la mente de las personas, secuestrar su atención y convertirlos en rehenes de su ideario sirviéndose del miedo, la codicia o el odio. Es cierto que, en nuestros días, los instrumentos de dominación se han perfeccionado hasta extremos jamás vistos, pero no lo es menos que la información circula más libremente y las sociedades se han vuelto más abiertas. La mejor manera de evitar que nuestros alumnos se conviertan en esclavos de muchos amos y consumidores entontecidos es ejercitarlos en el pensamiento crítico, entendido como la capacidad de poner en duda las ideas establecidas y hacerse preguntas incómodas en una búsqueda sin término de la verdad sobre uno mismo y el mundo. De lo contrario, se sumarán a las filas de los que han perdido el respeto a la complejidad y se contentan con soluciones rápidas y simplistas en lugar de pensar. Demasiadas personas confunden opiniones con hechos, y están dispuestas a traicionar la realidad por lealtad a sus convicciones. Solo creen lo que les conviene creer, y hacen oídos sordos a cuanto impugna sus prejuicios y contradice su visión del mundo para no tener que cambiar. Ahora bien, la única manera de tomarse en serio el oficio de vivir consiste en no darse demasiada importancia y someter nuestras acciones e ideas a un permanente escrutinio.
Abordando el mismo tema desde otro ángulo, a nadie se le escapa que el pensamiento creativo puede orientarse tanto a maximizar beneficios como a buscar soluciones imaginativas a los grandes desafíos del siglo xxi; a encontrar nuevas posibilidades de negocio tanto como a establecer conexiones originales entre distintas áreas del saber; a alcanzar logros materiales y el éxito profesional tanto como el bienestar y el bienser. No deja de ser llamativo que se requieran las mismas cualidades para vivir filosóficamente que para triunfar en el mundo profesional. Creatividad, pensamiento crítico, iniciativa, adaptabilidad, comunicación efectiva y espíritu cooperador son los rasgos que definen tanto a un amante de la sabiduría como al candidato más cualificado para trabajar de mando directivo. En un mundo donde los conocimientos rápidamente quedan desfasados y caducan de hoy para mañana a causa de los avances tecnológicos, importa más que la acumulación de saber la habilidad para ponerlo en práctica y, sobre todo, la predisposición para adquirirlo. El deseo de aprender, junto a la capacidad de pensar creativamente, son el mejor aval para quien aspire a abrirse paso en el mundo laboral y tener una buena vida. En un futuro cercano será imposible competir con las máquinas, más eficaces y menos falibles que los humanos, a la hora de realizar trabajos rutinarios, tanto si son manuales como cognitivos. Las personas que desempeñen tareas susceptibles de automatizarse deberán buscar una nueva fuente de ingresos o se verán condenadas a la precariedad en el empleo. Únicamente se hallan a salvo de la digitalización y la robotización aquellas profesiones que exigen flexibilidad cognitiva, habilidades sociales y un enfoque ético. El valor de razonar para vivir y sobrevivir en un mundo posindustrial, posmoderno, de la posverdad y, de seguir así las cosas, pronto también