Santiago Beruete

Aprendívoros


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devoción tal vez excesiva, consideraba drogas sagradas, ofrecía una forma de trascendencia que podría ayudar a superar la honda crisis moral que ahogaba a la sociedad contemporánea. El LSD era la llave que permitía abrir las puertas de la percepción, purificar la mirada y contemplar una ver­­dad más profunda y relevadora. Ahí radicaba su verdadera importancia. Son ilustrativas de esta conversión espiritual a la que aspiraba las siguientes palabras entresacadas de su obra La historia del LSD (1979), publicada cuando ya había superado los setenta años:

      En el campo y en el bosque, y en el mundo animal que allí se guarece, incluso en cada jardín, se hace visible una realidad que es infinitamente más real, antigua, profunda y maravillosa que todo lo creado por la mano del hombre, y que perdurará cuando el mundo muerto de las máquinas y el cemento armado haya desaparecido y se haya derrumbado y oxidado. En el germinar, crecer, florecer, tener frutos, morir y rebrotar de las plantas, en su ligazón con el sol, cuya luz son capaces de transformar bajo la forma de compuestos orgánicos en energía químicamente ligada, de la cual luego se forma todo lo que vive en nuestra Tierra…, en esta naturaleza de las plantas se revela la misma fuerza vital, misteriosa, inagotable, eterna, que nos ha creado también a nosotros y luego nos vuelve a su seno, en el que estamos protegidos y unidos con todo lo viviente.

      Y llegados a este punto, conviene recordar que la práctica totalidad de las culturas han utilizado las plantas y las setas como catalizador espiritual y se han servido de ellas para comunicarse con los antepasados y adivinar el futuro. En todas las épocas y bajo todos los cielos, los humanos, que alguien definió como un ombligo mal curado, han ingerido hojas, raíces, flores, bayas con propiedades alucinógenas a fin de trascender la individualidad y religarse umbilicalmente con la naturaleza y el cosmos. No es casual que en la lengua náhuatl, utilizada por los indígenas mazatecos del sur de México, se designe a los hongos alucinógenos como “carne de los dioses”.

      Es cosa sabida que, en el mundo grecolatino, los participantes en los Misterios de Eleusis, entre los que se encontraban Pausanias, Platón, Cicerón y otras muchas figuras relevantes, ingerían como parte del ritual sagrado una pócima, llamada kykeon, que contenía cornezuelo. Más difícil es saber hasta qué punto la experiencia de la disolución del yo y la muerte simbólica, experimentadas por el iniciado durante el trance, pudieron inspirar a algunos filósofos de la Antigüedad visiones intelectuales tan originales como el mundo de las ideas o la concepción del cuerpo como cárcel del alma.

      Salvando las distancias y los siglos, las drogas psicodélicas de origen vegetal o fúngico desempeñaron un importante papel en la revolución mental que, mucho tiempo después, conduciría a la aparición de los ordenadores personales y el descubrimiento del ciberespacio. La contracultura californiana de los años sesenta es un río con muchos afluentes: los beatniks, los hippies, el underground, la antipsiquiatría, el neorientalismo…, que fluye trazando vueltas y revueltas a lo largo de toda la segunda mitad del siglo xx, mientras fertiliza con sus turbias aguas el imaginario colectivo de varias generaciones. Ingerir LSD, fumar hierba, programar software, viajar a la India, practicar el amor libre, participar en marchas o sentadas antimilitaristas, escuchar rock eran otras tantas maneras de rebelarse contra una sociedad materialista e inauténtica, resistir al conformismo y el adocenamiento e intentar cambiar el mundo. Aquellos jóvenes melenudos siguieron consumiendo las drogas con un sentido sacramental, solo que los rituales cambiaron.

      Esta dimensión espiritual de las drogas con efectos alucinógenos ha llevado a que, para distinguirlas de las utilizadas con fines recreativos, algunos expertos prefieran hablar de “enteógenos” (que en griego significa literalmente ‘dios dentro de nosotros’) para referirse a unas substancias que permiten tener a las personas una vivencia de lo numinoso tan intensa que transforma su conciencia. Esta experiencia extático-visionaria, no por sobrecogedora menos catártica, lleva a trascender las coordenadas espaciotemporales, los límites corporales y borrar las barreras entre lo objetivo y lo subjetivo. A los iniciados se les revela en un estado de ebriedad una verdad más profunda y universal, que late tras las apariencias y mora en su interior. Y tras experimentar la unión mística con la divinidad y la armonía cósmica, renacen a la vida confortados por esas visiones y liberados del temor a la muerte. Sigue siendo un profundo misterio por qué el ácido lisérgico, la psilobicina y otros alcaloides de origen vegetal o fúngico poseen una composición química afín a los neurotransmisores y, por usar una expresión moderna, pueden hackear nuestros circuitos cerebrales y acoplarse a los receptores de la dopamina. Hay muchos puntos oscuros y seguramente seguirá habiéndolos acerca de por qué evolucionaron hasta ser capaces de alterar nuestra psique e inducir estados alterados de conciencia trascendentes, pero una cosa está clara: resulta difícil exagerar la importancia de las experiencias alucinatorias en el arte, la religión y la filosofía. De ahí también que, como ya sucedió en los años sesenta, diferentes psicoterapias alternativas intenten aprovechar el potencial transformador de las drogas psicodélicas para abordar con relativo éxito el tratamiento de la esquizofrenia, el alcoholismo o la depresión, e incluso asistir a los enfermos terminales y mejorar los cuidados paliativos.

      La intención con que se ingieren los alucinógenos determina su efecto. Tanto es así que, dependiendo del contexto, las expectativas o el marco social, las mismas vivencias se pueden interpretar como un delirio tóxico o una experiencia transformadora, una psicosis transitoria o unas vacaciones de uno mismo, una epifanía espiritual o un cuadro de despersonalización, la locura o el éxtasis. Comoquiera que sea, esos estados alterados de conciencia nos recuerdan que la realidad no es tan sólida e irrebatible como habitualmente suponemos, sino una ilusión cognitiva consensuada con otros yos. Superan nuestra capacidad de comprensión y nos sumen en la perplejidad más absoluta. Y no olvidemos que el asombro no es solo la emoción fundacional de la filosofía y el acicate por excelencia de la curiosidad científica, sino también otra manifestación del temor reverencial ante el misterio de la existencia y lo desconocido que nutre la fe religiosa. No por nada, “estupefaciente” se dice de una substancia que altera la conciencia y produce estupefacción. A medida que nuestra cultura se ha vuelto más materialista, individualista y laica, las drogas han perdido su significado espiritual y su dimensión sagrada para transformarse en válvulas de escape de la ansiedad social y tóxicos recreativos, objeto de un consumo escapista.

      No faltará tampoco quien piense que una sociedad enferma requiere drogas para no perder el juicio. El incremento exponencial en el consumo de ansiolíticos y antidepresivos es un indicio revelador de hasta qué punto resulta difícil mantenerse cuerdo en las sociedades supuestamente del bienestar. Si concedemos crédito a las estadísticas, las personas que toman medicamentos con efectos psicoactivos superan ampliamente a las que se someten a psicoterapia, y su número solo es comparable a las que, dicho sea sin ninguna ironía, se automedican con sustancias prohibidas. La distinción entre drogas legales e ilegales siempre ha sido bastante borrosa, y ha dependido más de criterios políticos o culturales que objetivos. Del mismo modo que, como escribió Paracelso, la dosis convierte el remedio en veneno, la receta transforma los estupefacientes en medicinas. El elevado consumo de psicofármacos y drogas pone de manifiesto, más que nuestra capacidad para aliviar el sufrimiento, nuestra creciente dificultad para soportarlo.

      Según las previsiones de los expertos de la Organización Mundial de la Salud, la mitad de los escolares occidentales padecerá a lo largo de su vida adulta depresión u otros graves problemas mentales a causa del estrés. Los primeros indicios de esa pandemia ya están a la vista para quien quiera percibirlos. Cada vez son más los niños y adolescentes diagnosticados de todo tipo de síndromes, trastornos, dificultades de aprendizaje y necesidades socioemocionales, y que requieren atención psicológica especializada. Seguramente somos más conscientes que nunca del sufrimiento anímico y sus secuelas, pero eso no basta para explicar la creciente medicalización de los menores. No voy a argumentar contra el consumo de ansiolíticos, antidepresivos u otros psicofármacos, ni a sugerir que un diagnóstico y cuidados tempranos no resulten recomendables, me limitaré a señalar que los padecimientos y zozobras internas reflejan las alienaciones sociales. Es más que comprensible que a muchos de los adultos les invada la incertidumbre ante el futuro, y se sientan insatisfechos por no poder cumplir unas ilusorias expectativas de felicidad, estatus y logros materiales. Abrumados por unas aspiraciones irrealizables, pero a las que tampoco pueden renunciar, sucumben a la pesadumbre y la angustia, y