discípulos de Sócrates y fundador de la escuela cínica, qué había aprendido de la filosofía, este respondió sin titubear: “A hablar conmigo mismo”. Esa sencilla frase encierra más sabiduría que el más grueso de los tratados. Vivimos en un mundo superpoblado de palabras e imágenes, en el que, paradójicamente, cada vez resulta más costoso sostener un diálogo genuino con uno mismo y los otros. La escucha, la atención y el tiempo se han convertido en bienes tan escasos que la simple idea de contar con un interlocutor de calidad representa ya un lujo. Y, sin embargo, no hay mejor remedio contra la insatisfacción y el sinsentido que corroe nuestra alegría de vivir y pone en grave riesgo nuestro ecosistema biológico y espiritual que la ética del diálogo.
En la era de los sucedáneos virtuales de la amistad y el amor urge recuperar la comunicación. Hemos descubierto con una mezcla de pasmo y angustia que podemos compartir nuestras intimidades en las redes sociales sin dejar de sentirnos solos. Hay algo desconcertante y aterrador en el hecho de que, cuanto más conectados estamos, mayor es nuestra sensación de incomunicación. Acaso porque, sepultada bajo una avalancha de datos irrelevantes, la verdad se torna irreconocible y la autenticidad se confunde con la impostura. Como escribió Sherry Turkle: “Nuestra tecnología nos está silenciando, nos está, en cierto modo, curando de hablar”. Atrás quedan los días en que los pensadores atribuían a las tecnologías un papel liberador. Las pruebas de que la revolución digital tiene su lado oscuro están a la vista si queremos verlas. Algunas de las señales de alarma, a las que sería imprudente permanecer ciego, son el creciente aumento de la dispersión mental, el ensimismamiento, la impulsividad y la insatisfacción. Las cosas están llegando tan lejos que resulta imposible hablar de un uso inteligente de las tecnologías sin una formación filosófica. Y no me refiero a adquirir conocimientos sobre autores y obras, sino a adoptar un modo de vida reflexivo, liberado de expectativas irrealizables y vanas ilusiones, sin peros ni paras, con pocas certezas y aún menos necesidades. La filosofía como estrategia intelectual es útil, pero como enseñanza práctica es necesaria. Ese es el mensaje de la famosa afirmación socrática “Una existencia sin reflexión no merece la pena ser vivida”.
No necesitamos más tecnología para resolver los problemas causados por la propia tecnología, sino más conciencia crítica a la hora de emplear unas herramientas digitales que van camino de convertirnos en sus herramientas. Es cierto que estas pueden facilitar nuestras relaciones interpersonales y el aprendizaje, pero no lo es menos que empobrecen nuestra experiencia. Así como ver no es lo mismo que mirar, conversar tampoco es sinónimo de hablar. Un diálogo genuino exige atención plena y escucha activa. Compromete nuestras habilidades comunicativas y emocionales. Chatear es una burda imitación de una charla cara a cara. Navegar por internet no se parece, ni de lejos, a viajar. La experiencia de la soledad no es comparable a estar absorto mirando el móvil y la lectura de un libro tiene poco o nada que ver con repasar e-mails, tuits o whatsapps. Y, desde luego, tener la mente ocupada con mensajes dista mucho de pensar, por no mencionar los emoticonos, una caricatura de nuestro lenguaje corporal, y los emojis, un ridículo sustituto de nuestras habilidades comunicativas. A nadie le puede extrañar el narcisismo imperante en nuestra sociedad cuando pasamos más horas frente a las pantallas que mirándonos a los ojos. Que al apagar los dispositivos electrónicos veamos nuestro oscuro reflejo en el cristal encierra un profundo significado para el que quiera entenderlo así. Tampoco debería sorprendernos que la realidad se parezca cada vez más a un país extranjero y nos resulte más difícil soportarla. Huimos de la conversación cara a cara, sustituimos el amor y la amistad por simulaciones digitales, y luego nos sorprendemos de que la ansiedad social y la depresión adquieran tintes trágicos y la proporción de plaga. Hemos renunciado a los beneficios de la escucha, la introspección y el silencio, y con ellos a las fuentes de la alegría verdadera. En esa fuga de nosotros mismos a la búsqueda de la felicidad nos estamos abocando a una soledad más profunda que la de estar solos.
El Observatorio de las Naciones Unidas lleva tiempo alertando de la pandemia de depresión que, como una mancha de aceite, se extiende por las sociedades tecnológicamente avanzadas. El consumo de psicofármacos, que ayudan a controlar el estrés y la ansiedad, se ha disparado en las últimas décadas, y la oferta de tratamientos y terapias que prometen el bienestar no cesa de crecer. Hay que buscar la explicación a tanta zozobra existencial en la pérdida de los lazos comunitarios y el sentido de la existencia. La secularización de las creencias y el descrédito de los grandes relatos y sus promesas de redención han cedido el terreno a la religión del consumo, que rinde culto al yo y celebra sacrificios en honor a divinidades con nombres como estatus, belleza, felicidad. Ese credo individualista nos ha fragilizado y vuelto vulnerables al asedio de las tecnologías, que pugnan por captar nuestra atención, apoderarse de nuestro tiempo y colarse en nuestra intimidad. La sordera emocional de muchos jóvenes y no tan jóvenes es la consecuencia de la sobrexposición al ruido ambiental y las inanes conversaciones. Mientras los datos se convertían en el nuevo petróleo y la privacidad en una reliquia del pasado, los ciudadanos de las mal llamadas sociedades del conocimiento se han vuelto crédulos sin fe, ególatras de masas y coleccionistas de heridas, incapaces de soportar la frustración, la espera y la verdad. Las aplicaciones de psicoterapia en el móvil, las plataformas de contactos y citas, las redes sociales y un sinfín de persuasivos programas informáticos nos invitan a creer que son el remedio a la soledad y el aburrimiento, cuando este es el carburante de la imaginación creativa y aquella la condición de posibilidad para un verdadero encuentro con el otro. Lo nuevo no es siempre sinónimo de progreso, y algunas de las posiciones más retrógradas se encubren tras la apariencia de modernidad. Es posible que a estas alturas ya se hayan dado cuenta de adónde quiero ir a parar. Propongo retroceder a los orígenes para saltar más lejos, extraer savia nueva de las lecciones de los viejos sabios y rescatar la caja de herramientas filosóficas para afrontar los retos de un futuro calidoscópico e incierto, donde lo único permanente es el cambio. Sin dejar de lado las nuevas tecnologías de la comunicación, abogo por seguir cultivando las viejas tecnologías de la comunicación, con siglos de existencia. Me refiero, por supuesto, al análisis, el razonamiento y la discusión. Ese “arduo arte de saber vivir bien”, como definió Michel de Montaigne a la filosofía, sigue ofreciendo remedios útiles contra el sufrimiento y eficaces técnicas para fortalecer y pulir el espíritu. A la eterna pregunta de cómo actuar, esta responde con desapego material (áskesis), libertad interior (autarquía) e imperturbabilidad anímica (ataraxia). Nos anima a contemplar la realidad sin anteojeras ni paliativos, suspender el juicio sobre las cosas sin la ansiosa espera de bienes o males futuros y ampliar nuestro horizonte mental, cuestionándonos a nosotros mismos y nuestra visión del mundo. La historia nos ha enseñado que, sin la guía de la filosofía, solo podemos extraviarnos por el camino que conduce hacia una existencia dichosa y plena.
Ahora que hemos descubierto que más datos no significan más formación, más conectividad menos aislamiento y mayores facilidades materiales una menor vulnerabilidad, quizá sea la hora de retomar el camino de los sabios. Frente al retorno de lo irracional disfrazado de avances tecnológicos y la pujante digitalopatía que nos vuelve ineptos para la vida real y nos encapsula en una burbuja autocomplaciente, la filosofía nos anima a tener fe en la duda y adoptar una actitud apasionadamente escéptica, no totalmente integrada en el mundo, pero tampoco totalmente alejada de él. Invita a despojarse de expectativas, esperanzas y pretensiones, y aligerar de certidumbres el equipaje que llevamos durante nuestro breve paso por este mundo. Llega más lejos quien carga con menos lastre. No poseemos nada que nos puedan arrebatar.
Se necesita poco para ser feliz. La dificultad estriba en descubrir qué incluye ese poco y desprenderse del resto. Algo que todos sabemos, pero parecemos haber olvidado, es que la genuina sabiduría no se puede adquirir en una tienda online o en un centro comercial, sino que cada uno debe engendrarla. Las costas de ese valioso aprendizaje son las renuncias y decepciones. Aprender a menudo consiste en desaprender sesgos, prejuicios, ideas heredadas… Y ni qué decir tiene que no existe la sabiduría, sino únicamente algunas personas más sabias. Así pues, la filosofía no es una etapa superada del conocimiento, como piensan algunos, sino la credencial distintiva del animal humano, un mono sabio, que se interroga sobre su lugar en el universo y el sentido de su existencia. Si queremos hacer honor a nuestro apelativo sapiens, debemos seguir dando más importancia a las preguntas que a las respuestas.
Si fuera posible resumir en una sola palabra