Santiago Beruete

Aprendívoros


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árbol

      Uno de los test proyectivos más conocidos es el del árbol, desarrollado a principios de la década de los años cincuenta del siglo pasado por el psiquiatra suizo Karl Koch. Esa prueba, que se puede aplicar desde edades muy tempranas, abre una ventana por la que asomarse al pasado de las personas y las honduras de su psique. Se invita a una persona a que, valiéndose de unos lápices de colores y una goma de borrar, realice el dibujo de un árbol en una lámina de papel en blanco. No se imponen restricciones ni reglas. A pesar de lo aparentemente simple, inocuo y poco intrusivo del ejercicio, o quizá por ello, el ejecutante de forma inevitable proyecta su personalidad en la imagen trazada, que alberga una gran densidad simbólica. Su examen ofrece a quien sepa interpretarlas valiosas pistas sobre los rasgos de su personalidad, sus conflictos internos y su estado anímico. Hasta el más mínimo detalle del dibujo es relevante. Unas raíces proporcionadas y bien dispuestas nos hablan, por ejemplo, de seguridad emocional y arraigo familiar, mientras que, si estas no figuran, pueden indicar carencias afectivas, fragilidad anímica y miedo al abandono. No hace falta ser un experto psicólogo para intuir el sentido de una copa densa y redondeada, con ramas que se alzan hacia el cielo, en comparación con otra pequeña, cuyas ramas se hallan desnudas de hojas o se inclinan hacia abajo. Pero los profesionales asocian el primer caso con un carácter extrovertido y optimista; y el segundo, con un temperamento retraído y taciturno.

      El psiquiatra alemán Graf Wittgenstein planteó la sugerente posibilidad de que esta prueba sirviese no solo para evaluar la personalidad actual del sujeto, sino también para calcular la edad a la que vivió algún maltrato, abuso u otra experiencia traumática, que se manifiesta en el dibujo como un agujero en el tronco, una rama rota o un nudo en la corteza. Su técnica se basa en medir la distancia que hay entre la raíz o el suelo y el punto más elevado de la copa, y luego dividir esa longitud, expresada en milímetros, por el número de años que tiene el autor del dibujo. Esa cifra se conoce como el índice de Wittgenstein (IW).

      Sin entrar a valorar la utilidad de esta prueba como herramienta de psicodiagnóstico, la sola idea de que nos retratemos al dibujar árboles evidencia nuestra relación umbilical con estos. Un lazo atávico, del cual no siempre somos conscientes, nos liga a ellos, porque nuestros orígenes se encuentran en las selvas tropicales. Somos descendientes de simios arborícolas y los árboles han moldeado nuestra fisonomía y nuestro cerebro. Buena prueba de ello es nuestra visión frontal, en color, estereoscópica, adaptada a un hábitat boscoso. Lo mismo podría decirse de nuestros largos brazos con manos prensiles, de dedos finos y uñas en vez de garras, y pulgares opuestos, muy útiles para colgarse y balancearse de las ramas. Algunos paleoantropólogos defienden la tesis de que la braquiación, practicada por los primates, predispuso a nuestros ancestros homínidos a caminar erectos. Comoquiera que sea, los humanos siguen dependiendo de los árboles para sobrevivir y no a la inversa. Teniendo en cuenta que estos aparecen hace 380 millones de años, mientras que el género Homo tan solo lleva 2,5 en el planeta, no parece exagerado afirmar que han tutelado nuestro azaroso deambular por el mundo.

      Un eco de ese pasado resuena en nuestra mente cuando nos internamos en un bosque. Lamentablemente esta experiencia ya no forma parte de la vida cotidiana, ni de la mitología sentimental, de muchos de los ciudadanos del siglo xxi. Abundan los niños y adolescentes que han visto más árboles en la pantalla que en la realidad. No tienen inconveniente en reconocer que no les gusta sudar o embarrarse y les preocupa sufrir una caída o hacerse un rasguño. Resulta perturbador pensar cómo se va empobreciendo la mundología de las nuevas generaciones, mientras se enriquece su competencia digital. A tal punto nos hemos alejado de nuestros orígenes que el test del árbol ya no se puede aplicar con la misma solvencia que pocas décadas atrás. Los especialistas están dejando de utilizar esa prueba porque el árbol ofrece resultados más incompletos, esquemáticos y menos relevantes que la figura humana o la familia. La paradoja es que, según muchos psicólogos, los niños crecen más sanos si les damos la oportunidad de jugar al aire libre. El contacto con la naturaleza favorece su desarrollo físico y psíquico y previene contra los trastornos mentales, en especial el déficit de atención con hiperactividad. Son cada vez más las escuelas e institutos que enverdecen sus zonas de recreo y patios plantando árboles, creando huertos, jardines botánicos y tejados vivos, construyendo invernaderos y levantando paredes de cultivo. El movimiento global de las ecoescuelas intenta corregir la tendencia a olvidarnos de lo que ya sabíamos: el poder benéfico y revitalizador de la naturaleza, y su reivindicación como fuente de vivencias y medio de aprendizaje.

      Las principales amenazas a las que se enfrenta el homínido social que llevamos dentro ya no son los depredadores, la escasez de alimento o las inclemencias meteorológicas, sino la insatisfacción crónica, la ansiedad por el estatus, el aislamiento, las conductas adictivas, la depresión y no sé cuántos males más de la civilización. Durante el 95% de nuestra historia evolutiva los sapiens hemos sido cazadores-recolectores nómadas, y tan solo hace entre 5.000 y 10.000 años que nos asentamos en el territorio. Nuestra anatomía corporal y arquitectura cerebral no han tenido tiempo aún de adaptarse al modo de vida que llevamos, caracterizado por el sedentarismo, la sobrealimentación y un feroz individualismo en detrimento de los lazos tribales. Muchos de nuestros problemas más acuciantes derivan precisamente del desajuste entre nuestra naturaleza humana y la realidad social. El occidental medio pasa el 90% de su tiempo o más encerrado en cubículos y, según todas las informaciones disponibles, cada vez más frente a las pantallas de dispositivos electrónicos de todo tipo. Si la experiencia de escapar de la gris realidad formaba parte de la fascinación que ejercía internet en sus inicios, hoy irónicamente bajamos a la realidad para sacar la cabeza del absorbente mundo digital.

      Hay sobradas razones para poner en entredicho la épica triunfal del progreso. La creciente infelicidad de los ciudadanos empaña la creencia, no por generalizada menos infundada, en que, pese a algunos altibajos y vaivenes, nos dirigimos gracias a los logros de la ciencia y la tecnología hacia un mundo más próspero y justo. Los hechos ponen a prueba nuestra fe en el futuro. Los revisionistas de la revolución neolítica cuestionan la narrativa oficial y consideran la agricultura como un intento desesperado de sobrevivir a la crisis ecológica, provocada por la sobrexplotación de los recursos. Más que un salto adelante de la humanidad, el cultivo de cereales representó “el mayor fraude de la historia”, como lo ha llamado Yuval Noah Harari. El igualitarismo tribal de los nómadas cazadores-recolectores dio paso a un mundo de siervos y amos, donde la propiedad privada y la acumulación de excedentes agropecuarios sentaron las bases de la desigualdad económica. Gran parte de los discursos teológicos, políticos y económicos posteriores pueden entenderse como una justificación de lo injustificable: unos merecen tener más que otros, así como un intento de legitimar intelectual, espiritual y socialmente la explotación y la violencia en nombre de la religión, la ley y la raza.

      Si el baremo para medir la calidad de vida son las comodidades materiales, la renta disponible, la esperanza de vida o las alternativas de consumo, deberemos dar la razón a quienes aseguran que nunca se había vivido mejor, con más paz y prosperidad, pero el progreso de la civilización no es tan claro si atendemos a los niveles de satisfacción vital y los trastornos mentales. Por lo mismo que la riqueza material no es sinónimo de felicidad, cumplir las exigencias sociales tampoco garantiza la realización personal. La economía de la insatisfacción rige nuestras sociedades en teoría del bienestar, en la práctica de la ansiedad. Se nos pide que nos ganemos el derecho a gozar de una buena vida sacrificando todo aquello que podría dárnosla: tiempo, libertad y, por supuesto, naturaleza. Pero esta retorna con el mismo ímpetu con que la despachamos.

      Podemos aplicar a las ciudades y las escuelas el test del árbol. Cuanto mayor es su cantidad per cápita, más elevado es el grado de satisfacción de los urbanitas y escolares, de lo que salen beneficiados la convivencia y el aprendizaje. No es una invención mía: existe una relación proporcional entre el índice de masa forestal y el desarrollo humano. Es cosa sabida que los barrios con paseos arbolados y parques son más valorados y atraen a vecinos con mayor poder adquisitivo. Cualquier intento de reinventar la ciudad, pasa por asilvestrarla. La esperanza de que la revolución tecnológica confluya con la ecológica y, más pronto que tarde, las redes informáticas se fusionen con las de distribución de energía, haciendo realidad la utopía poética del bosque urbano y la ciudad jardín, inspira a los tecnonaturalistas. Muchos arquitectos