de barro o, mucho más tarde, rasgar con una pluma de ave entintada un pergamino guardaba un vago parecido con abrir surcos en la tierra para esparcir la simiente. Si me permiten ampliar la metáfora, el conocimiento es la cosecha del intelecto; y las bibliotecas, los graneros del saber.
La línea del progreso, que conduce del Neolítico al Antropoceno, se curva creando un bucle. La civilización, sin dejar de avanzar hacia delante, se ha ido acercando a sus orígenes o, más exactamente, a su encrucijada fundacional. Nuestra especie se enfrenta nuevamente al reto de la supervivencia en el escenario de una crisis climática, que le obliga a replantearse cómo cuidar del jardín o huerto planetario sin dejar de cultivarlo. Jared M. Diamond especuló en su obra Colapso con la posibilidad de que, si seguimos explotando los recursos naturales como si fueran inagotables, la Tierra podría seguir el mismo fatídico destino que la isla de Pascua (Chile), situada en medio del océano Pacífico; su ejemplo se ha utilizado para advertir de los riesgos de un potencial ecocidio. Cuando el 5 de abril de 1722 (Domingo de Pascua) los miembros de la expedición dirigida por el almirante holandés Jacob Roggeveen desembarcaron en sus costas, quedaron atónitos al descubrir diseminados por su árida y rocosa superficie los majestuosos vestigios de una cultura desaparecida: los moáis. Esas colosales cabezas talladas en toba volcánica, con grandes orejas y prominentes mentones y narices, eran los únicos testigos de un pasado esplendor, lo cual desataría especulaciones de todo tipo sobre sus enigmáticos constructores.
Si hemos de creer a Diamond, el misterioso ocaso de esa próspera civilización se explicaría porque los rapanuis habían esquilmado los recursos naturales a fin de abastecer las necesidades de la creciente población nativa. Todo lleva a pensar que la deforestación, alentada por la explosión demográfica y las exigencias religiosas de construir más y más moáis, terminó por degradar las condiciones medioambientales y precipitar la hecatombe. Seiscientos años después de la llegada de los primeros pobladores polinesios, y tras haber alumbrado una floreciente sociedad, los rapanuis se dejaron cegar por sus prejuicios y labraron su perdición. Cuando sus empobrecidos descendientes fueron contactados por Roggeveen, apenas guardaban memoria de los logros de antaño.
Se puede leer esta historia como una parábola sobre el futuro que nos aguarda si no aprendemos a conciliar las demandas de nuestra civilización con la preservación de la biosfera. La moraleja es que la clave de la supervivencia es la adaptación, y la de esta la creatividad, entendida como el talento para imaginar otro desenlace diferente al que parecemos abocados. Por el contrario, negarse a ver la realidad o adornarla para poder soportarla tiene a la larga funestas consecuencias. No invalida esta conclusión el que las últimas investigaciones rebatan la hipótesis del ecocidio en beneficio de la del genocidio. Según estos estudios, el declive de la cultura rapanui se debió sobre todo a enfermedades contagiosas introducidas por visitantes provenientes del continente y a las continuas razias de los mercaderes de esclavos, cuyos devastadores efectos pudieron agravarse por prolongadas sequías.
Sea como fuere, la historia nos enseña que al esplendor le sigue la decadencia. Con otros argumentos y protagonistas se repite una y otra vez la misma crónica. Ninguna civilización escapa a la entropía, y la sociedad industrial no constituye ninguna excepción. Es más, a juzgar por todos los indicios, parece que se encuentra en las últimas, que tiene sus días contados. La población, el consumo, la temperatura, las emisiones y los residuos van a más, y las materias primas, la biodiversidad, las reservas de agua potable y las tierras salvajes a menos. Es cuestión de tiempo que, víctima de sus propias contradicciones, colapse por culpa de la crisis medioambiental, financiera, geopolítica, energética, democrática… o por una combinación de todas ellas.
Si exceptuamos a los negacionistas del cambio climático, cuyo número decrece de día en día ante el apabullante cúmulo de evidencias de todo tipo, los terrícolas se dividen entre quienes creen que nos acercamos a un punto de no retorno y los que están convencidos de que ya lo hemos atravesado. Para estos últimos la sociedad tecnoindustrial es un enfermo terminal, al que solo cabe aplicar cuidados paliativos. Cuanto antes cobremos conciencia de que no hay vuelta atrás ni escapatoria, mejor gestionaremos la decadencia y el final, que, irremisiblemente, aguarda a nuestra civilización. Como reza el elocuente título de una de las biblias del catastrofismo climático: Une autre fin du monde est possible. Vivre l’effondrement et pas seulement y survivre [Otro final del mundo es posible: cómo vivir el hundimiento y no solo sobrevivir]. Sus autores, Pablo Servigne, Raphaël Stevens y Gauthier Chapelle, acuñaron el término colapsología (collapsologie) para atraer la atención sobre el hecho de que asistimos a la agonía de una civilización basada en los combustibles fósiles, y pusieron en circulación el concepto hundimiento (effondrement) para referirse al momento en que se abra el abismo bajo nuestro pies, se esfume la red de falsas seguridades que nos sustenta y una inmensa mayoría de las personas tengan dificultades para cubrir sus necesidades más perentorias.
Su escepticismo respecto a las posibilidades del desarrollo sostenible y las promesas del tecnosolucionismo nace de la amarga convicción de que ya es demasiado tarde para revertir la situación. La cuenta atrás ya ha empezado y no hay manera de impedir que se produzca el colapso. Y, por consiguiente, estas estrategias son vanos intentos de aplazar lo inaplazable y meros pretextos para seguir produciendo, contaminando y enriqueciéndose. No faltará quien piense que un mensaje tan derrotista puede convertirse en una profecía autocumplida. Los colapsólogos se defienden de quienes les acusan de agoreros diciendo que practican un catastrofismo razonado y un pesimismo activo o, si se prefiere, un realismo informado. Por más que, en su opinión, no hay manera de impedir el desastre anunciado, podemos ralentizar el hundimiento siempre y cuando aspiremos a ser vivientes y no meros supervivientes.
Sin entrar a valorar si la colapsología es una forma de milenarismo climático y la última expresión de la vieja tradición apocalíptica, resulta imposible continuar como si nada sucediera. Si aspiramos a seguir aquí dentro de un siglo, urge prepararse para encarar un escenario de catástrofe medioambiental con realismo y sobriedad. Los auténticos ilusos son los que creen que pueden mantenerse al margen. Podemos interpretar la reciente pandemia del coronavirus como una advertencia de lo que nos aguarda si no cambiamos nuestra depredadora manera de habitar el planeta y no hacemos cuanto está a nuestro alcance para frenar el aumento de la temperatura. No parece descabellado suponer que asistimos a un ensayo general de lo que vendrá si no damos la espalda a la ideología del crecimiento ilimitado y continuamos degradando la biosfera. Esta es nuestra segunda piel y una protectora placenta dentro de la que se gesta la vida de cerca de nueve millones de especies. Nos debería hacer pensar que los 7,8 millones de primates humanos tan solo representamos el 0,01% de la biomasa terrestre, que parecería poca cosa salvo porque somos los responsables de la extinción en los últimos cincuenta años de la mitad de los animales salvajes y las plantas. Si no frenamos las emisiones de carbono y los vertidos tóxicos, la mascarilla se convertirá en algo más que el símbolo pasajero de una época.
A medida que la narrativa del progreso ha ido adquiriendo tintes catastrofistas, mayor es la nostalgia del pasado preindustrial y más tentadoras se vuelven las promesas de la inteligencia artificial. La tendencia a idealizar tanto el ayer como el mañana se acentúa cuanto más apremia compatibilizar nuestro sistema económico con la protección de la biosfera a fin de mantener viva la fe en el futuro. Tan escapista resulta idealizar la igualitaria sociedad paleolítica de cazadores-recolectores como ensoñar con la tecnoutopía de un mundo hiperconectado, suspirar por la descivilización como por el poshumanismo. Las eminencias grises de nuestra época se devanan los sesos buscando la cuadratura del círculo: conciliar el crecimiento perpetuo con la sostenibilidad medioambiental antes de que alcancemos un punto de no retorno. Seguramente se trata de una de esas pretensiones “tan absurdas que solo un intelectual puede creer en ellas”, como escribió George Orwell.
A la vista de este desolador panorama, se ha ido abriendo paso en las mentes más preparadas la idea del “desarrollo sostenible”. Ese es el mantra de nuestra época. Una aureola mágica rodea esa expresión, a medio camino entre el eufemismo y el oxímoron, que quintaesencia todas las contradicciones de nuestra civilización. Gobernantes, economistas, emprendedores y ecologistas la repiten como un abracadabra en un vano intento de despejar la incógnita de la ecuación del futuro. Ese conjuro expresa el imposible anhelo de cambiar nuestra relación con el planeta sin cambiarnos a nosotros