IBM, sin reparar en sus riesgos.
Uno de los mayores peligros que entraña poner la ética ecológica al servicio de la lógica mercantil es la desacralización de los bosques. La ingeniería medioambiental tiende a olvidar nuestra afinidad espiritual con los árboles y a conceder más valor a la gestión ecoeficiente que a la escucha admirativa. Más que una reserva de biodiversidad, un yacimiento de biomasa o un sumidero de carbono, un bosque es un poderoso desacelerador de mentes, que tonifica los sentidos y resintoniza la conciencia. Constituye un espejo en el que contemplar nuestra naturaleza humana y reconocer quiénes somos y de dónde venimos.
En 1900 únicamente el 10% de la humanidad vivía en ciudades. Hoy es más del 50%. En las próximas tres décadas el 70% de los terrícolas se habrán convertido en urbanícolas. A ese ritmo de concentración urbana, la Tierra va camino de transformarse en una ciudad global. Por más que hayamos optado mayoritariamente por la vida metropolitana, no ha disminuido en nosotros la nostalgia arborícola, si acaso todo lo contrario. Las ecotopías urbanas, la economía circular, el diseño biomimético y una buena parte de los proyectos más innovadores de nuestra época llevan su sello. Sin casi darnos cuenta, estamos deshaciendo el camino y regresando a nuestros orígenes, al jardín o el bosque del que un día fuimos expulsados. Acaso porque nos han moldeado como especie, sentimos un amor incondicional por los árboles. En su compañía somos mejores personas, nos sentimos más dichosos y pensamos con más claridad. A pesar de la tala masiva y la imparable deforestación, o precisamente por eso mismo, nos resulta imposible imaginar un futuro esperanzador sin ellos.
Las nuevas ecópolis, biourbes y green cities materializan en nuestros días el viejo sueño de la ciudad ideal. Si hemos de creer a los expertos, nos quedan tres décadas para descarbonizar la atmósfera antes de que atravesemos el umbral de un calentamiento irreversible, y esté fuera de nuestro alcance decidir nuestro futuro. En semejantes circunstancias, no es extraño que los países compitan por construir ciudades bosque, o comoquiera que las llamemos, donde el trazado de las calles, la red de transportes y la gestión de los residuos se rijan por criterios de ecoeficiencia. Algunos de esos proyectos se inscriben en lo que Deyan Sudjic denominó con acierto la arquitectura del poder. La paradoja es que las ecópolis, financiadas en muchos casos por empresas tecnológicas punteras como IBM, Cisco, Microsoft o HP, se han convertido en nuestros días en instrumentos propagandísticos y estandartes de la opulencia, así como en un medio de legitimar la desigualdad, traicionando los ideales de crecimiento sostenible y saludable que dicen defender. Tras la retórica renaturalizadora se enmascara en ocasiones la especulación inmobiliaria, el aprovechamiento turístico o, incluso, la codicia corporativa. Esta nueva forma de entender la ciudad posibilita la conjunción de los opuestos: conciliar la fe en el progreso tecnológico con el anhelo de retornar a la naturaleza, la bulimia constructiva con la verdolatría y el activismo con el consumismo. El debate acerca del aspecto que debería tener la urbe ecoeficiente del futuro refleja las contradicciones del “capitalismo fósil” y la incertidumbre sobre el porvenir. Es todavía pronto para saber cuál de esos experimentos tendrá continuidad y qué lecciones aprenderemos de sus logros y fracasos, pero corren el riesgo de convertirse en burbujas de riqueza, búnkeres climáticos, islas de sostenibilidad en un mar de contaminación, cuando no en disneylandias de emisiones cero.
Reducir los costes energéticos, depurar el aire y amortiguar los ruidos y las altas temperaturas son razones más que suficientes para reforestar las metrópolis, además estamos descubriendo que los árboles también contribuyen a mejorar la convivencia, reducir las tasas de criminalidad y aumentar el rendimiento laboral y escolar. El urbanismo contemporáneo va al encuentro de la naturaleza, toma como ejemplo el bosque e intenta replicar el proceso de fotosíntesis. No es casual que Howard Gardner incorporase a su influyente teoría de las inteligencias múltiples la naturalista. Esta englobaría no solo la perspicacia para percibir diferencias y similitudes entre los seres vivos, propia de grandes naturalistas como Linneo, Von Humboldt o Darwin, sino también la clarividencia para captar las conexiones existentes entre todo lo viviente y la sensibilidad para alcanzar una comprensión unitaria de la vida en la Tierra. Teniendo en cuenta que el principal reto que se le plantea a nuestra generación es cómo sobrevivir a la amenaza de la hecatombe medioambiental, la inteligencia naturalista, junto a la lógico-matemática, lingüística-verbal, espacial, corporal-kinestésica, musical, intrapersonal e interpersonal, está llamada a desempeñar un papel decisivo en el diseño del futuro. Si no queremos convertirnos en otra especie más en extinción, además de acelerar la transición hacia un mundo con energía 100% renovable, necesitamos también aprender a pensar como terrícolas y hablar la lengua adánica de los árboles, anterior a Babel y la ruptura de la alianza con la naturaleza. Nadie sabe a ciencia cierta si asistimos a la fase terminal de la civilización de los combustibles fósiles o al amanecer de una era ecológica, si avanzamos en la dirección del poshumanismo tecnológico o de un mundo glocal hiperconectado digitalmente, si el día de mañana viviremos en ecópolis o en una nueva edad oscura. Sea como fuere, no podemos reprimir nuestro instinto, sin árboles nos convertirnos en unos extraños para nosotros mismos y enfermamos. Necesitamos acogernos bajo su sombra protectora.
hacerse árbol
… y en el espacio expone un misterio del tiempo.
paul valéry, diálogo del árbol
Tenemos la misma edad,
pero el tiempo no ha discurrido igual para los dos.
Tu copa luce cada vez más frondosa,
como apacible y densa tu sombra.
El joven que había en mí, por el contrario,
ha comenzado a perder pelo y llenarse de arrugas.
Mientras iba y venía, corría mundo y buscaba mi lugar,
has permanecido en tu sitio, inmune al temor y la esperanza.
Allí donde te plantó el abuelo
cuando su hija me trajo al mundo.
El día no muy lejano en que lo abandone,
los más cercanos saben dónde esparcir mis cenizas.
Alimentaré con mis despojos tus raíces, hermano árbol,
y nos hundiremos muy alto.
referencias bibliográficas
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