Santiago Beruete

Aprendívoros


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primero en la ciencia ficción y después en las ficciones científicas, la idea de ajardinar o terraformizar exoplanetas para dar cabida a una población de terráqueos que crece exponencialmente. Es difícil saber qué credibilidad conceder a esos proyectos de cosmojardinería, que especulan con la posibilidad de crear una atmósfera viable para la vida merced a sembrar su superficie con microorganismos fotosintéticos. Pero la sola imagen de esos planetas floridos, convertidos en los parterres de un parque que se expande como el universo, resulta conmovedora.

      Tan cierto como que los jardines son un documento de la singularidad de una cultura y un lugar es que su belleza nos embriaga y transporta más allá de la gris realidad. De ahí que esas islas de verdor hayan sido siempre lugares con vocación meditativa y contemplativa, donde tener experiencias inefables que desafían el lenguaje como revelaciones, epifanías filosóficas e iluminaciones espirituales. Desde Agustín de Hipona, que sintió la llamada de la fe en un jardín como cuenta en sus Confesiones, al protagonista de La náusea de Jean-Paul Sartre, quien cae súbitamente en la cuenta de que “existir es estar ahí, simplemente ahí”, mientras descansa en un banco del parque de Bouville, son muchos los personajes relevantes que han experimentado en los paraísos terrestres desde la soledad esencial hasta la unión con todo lo viviente, desde el desbordamiento de la individualidad hasta la plenitud del corazón.

      Los jardines acogen y propician estas “experiencias cumbre” porque, como hemos dicho, son cajas de resonancia de nuestras aspiraciones y anhelos, cerradas al exterior y abiertas al infinito. Muchas de las impresiones asociadas a los estados alterados de conciencia: sinestesia sensorial, comunión animista con la naturaleza, disolución del yo, tiempo detenido, sentimiento oceánico de unidad…, forman parte de la experiencia del jardín, que, planteándolo con audacia, posee una dimensión psicodélica. Una aureola fosforescente envuelve este término, que significa en griego ‘manifestación de la mente’ y fue acuñado en 1954 por el psiquiatra Humphry Osmond en el curso de un intercambio epistolar con el escritor Aldous Huxley. Por aquel entonces, él redactaba su legendaria obra Las puertas de la percepción, donde recreaba sus vivencias con la mescalina, una substancia alucinógena extraída de dos cactus mexicanos: el peyote y el San Pedro. Una geografía espiritual hasta entonces explorada únicamente por místicos y algunos pocos artistas visionarios se convirtió en la década de los sesenta en el destino de un turismo psicodélico de masas, ávidas de vivencias nuevas que dieran sentido a sus existencias y, siguiendo el mantra del célebre gurú de la contracultura Timothy Leary, les permitieran “conectar, sintonizar y escapar” (“turn on, tune in, drop out”). Las drogas alucinógenas en general y en particular el LSD fueron el carburante de un movimiento, cuyo rito iniciático consistió en “colocarse”, por decirlo con una expresión vulgar pero elocuente. En esos viajes interiores la añoranza del absoluto se confundía con el afán de escapar de la gris realidad; y el anhelo de un mundo mejor, con el deseo de retornar a la naturaleza. Las plantas se convirtieron en los mensajeros de unos dioses que habían abandonado los cielos y se habían refugiado en el secreto jardín de la conciencia. Sus fuerzas ocultas y facultades proféticas liberaron a toda una generación de las cadenas de la rutina y el conformismo. Gracias a las drogas no pocos descubrieron lo que de espíritu tiene la química.

      Para ilustrar lo que quiero decir contaré la historia de cómo se descubrió la substancia preferida por los psiconautas de la época: el LSD. El ácido lisérgico es el elemento común a todos los alcaloides del cornezuelo (Claviceps purpurea), un hongo parásito del centeno y otras gramíneas silvestres. Antes de que se descubrieran sus aplicaciones medicinales, este fue el causante de intoxicaciones y envenenamientos masivos durante la Edad Media. El pan horneado con harina de centeno infectado provocó por toda Europa brotes epidémicos de ergotismo o peste gangrenosa y convulsa, bautizada popularmente como fuego sacro, mal des ardents o ignis acer, debido a las altas fiebres que padecían los afectados. Pasarían siglos hasta que se encontrara la relación entre esta enfermedad mortal y el cornezuelo, y eso que, desde antiguo, las comadronas acostumbraban a hacer uso de ese hongo para aumentar las contracciones uterinas y acelerar el parto. Durante la primera mitad del siglo xix los científicos intentaron obtener los principios activos de esta poderosa droga, pero hasta bien entrado el siglo xx no lograrían aislar el ácido lisérgico.

      Fue en 1938 cuando Albert Hofmann (1906-2008), un químico suizo que trabajaba para los laboratorios farmacéuticos Sandoz, sintetizó por primera vez el LSD-25 (la dietilamida de ácido lisérgico, lyserg-säure-diathylamid por sus siglas en alemán) mientras investigaba sobre las propiedades medicinales del ácido. Tras las primeras pruebas clínicas con animales, los resultados no estuvieron a la altura de las expectativas y la experimentación se abandonó. Pasarían cinco años antes de que, llevado por el presentimiento de que la molécula número 25 de aquella larga serie de ensayos podría poseer alguna cualidad relevante, reemprendió su estudio y elaboró de nuevo aquel derivado sintético del ácido lisérgico. Quiso la casualidad que, durante sus manipulaciones en el laboratorio, asimilara accidentalmente, tal vez por vía cutánea, una cantidad de esa substancia insignificante pero suficiente para provocarle una creciente sensación de desorientación y mareo. En vista de que los síntomas no remitían y su confusión iba en aumento, solicitó a su ayudante que lo acompañara a su domicilio. Cubrieron el trayecto en sus bicicletas, y por más que no cesaba de pedalear, Hofmann tenía la angustiosa impresión de no avanzar. Aquel recorrido duraría en su cabeza una eternidad y pasaría a la historia como el primer viaje de ácido, dando nombre a la experiencia. Al llegar a casa, empezó a tener vívidas alucinaciones, por lo que, preso del espanto, hizo venir urgentemente a su médico de cabecera, convencido de que se encontraba a las puertas de la muerte o la locura. El facultativo buscó inútilmente algún indicio de patología, pero lo único llamativo de su estado físico eran unas pupilas anormalmente dilatadas.

      Tuvieron que pasar seis largas horas antes de que se recuperara del “colocón” y regresara a la realidad convertido en otro. El protagonista de esta historia recreó ese momento estelar en varios libros y una infinidad de entrevistas y apariciones públicas con estas u otras palabras parecidas:

      Después de algún tiempo con los ojos cerrados, comencé a disfrutar de una fantástica explosión de colores y formas que daba gusto observar. Luego me dormí, y al día siguiente ya estaba perfectamente. Me sentía fresco y renacido. Era una mañana de abril y salí al jardín. Había llovido durante la noche, y tuve la sensación de que lo que veía era la tierra y la belleza de la naturaleza tal y como era justo tras su creación. ¡Era una experiencia maravillosa! Había vuelto a nacer, y veía la naturaleza bajo una luz nueva.

      Esta descripción de su jardín, a la que solo cabe calificar de psicodélica incluso antes de la invención de la palabra, ejercería un decisivo influjo sobre la generación flower power, configuraría su imaginario colectivo y acabaría convirtiéndose en un cliché literario. En cuanto a Hofmann, aquella experiencia resultó transformadora para el hombre de ciencia, y marcó un antes y un después en su biografía. Bastaron 0,25 miligramos de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico, disuelto en apenas 10 centímetros cúbicos de agua, para hacer de él un hombre profundamente espiritual, defensor de la unidad de todo lo viviente y un pionero de la ecología profunda. Desde el primer momento, fue plenamente consciente de la importancia de su hallazgo y del potencial que tendría en farmacología y neurología una sustancia capaz de provocar tal alteración de la conciencia en unas dosis tan bajas, por no mencionar que no dejaba resaca y permitía conservar la memoria detallada de lo vivido. Por la misma época en que, en el desierto de Los Álamos (Nuevo México), un equipo de renombrados físicos e ingenieros construían en secreto la primera bomba atómica, que pondría fin a la Segunda Guerra Mundial, muy lejos de allí, en la neutral Suiza, ese joven químico daba accidentalmente con la fórmula del LSD. La icónica imagen del hongo nuclear reverbera en la de los hongos alucinógenos, emblema y desencadenante de la explosión psicodélica, cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días.

      En 1947 la compañía Sandoz empezó a comercializar el LSD-25 con el nombre de Delysid como un fármaco para el tratamiento psiquiátrico. Estuvo a la venta hasta 1966, en que fue retirado del mercado tras una agresiva campaña que demonizaba su uso recreativo. En 1971 se convirtió finalmente en una substancia ilegal en Estados Unidos y no tardó en serlo en el resto de los países, lo que no impidió que