Santiago Beruete

Aprendívoros


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‘el florecimiento interior’. Antaño como hoy, ese es el verdadero cometido de la educación. Cualquier educador que honre su trabajo, se enfrenta a la tan hermosa como ardua tarea de contribuir a que sus educandos alcancen la máxima excelencia dentro de sus posibilidades, y se conviertan en las personas que podrían llegar a ser. No por nada eudaimonía significa literalmente contar con un buen dáimon o espíritu guardián.

      La única manera de hacer frente a la barbarie de las tecnologías disruptivas es desarrollar una pedagogía bioinspirada, que retome las enseñanzas de hoja perenne de la filosofía y recupere el sentido del asombro y el gozo de aprender. Si queremos que la educación no solo sirva para preparar grandes profesionales, sino también para formar seres humanos equilibrados, responsables y satisfechos con sus vidas, debe ayudar a los alumnos a ser más dueños de sus mentes y libres para elegir.

      referencias bibliográficas

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      DESMURGET, Michel (2020): La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos, Lara Cortés Fernández (trad.), Barcelona, Península.

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      TURKLE, Sherry (2019): En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital, Joan Eloi Roca (trad.), Barcelona, Ático de los Libros.

      iv

      el verdor del olvido

      Gracias a mi experiencia con el LSD y a mi nueva perspectiva de la realidad, empecé a ser consciente de las maravillas de la creación, de la magnificencia de la naturaleza, de los animales y de las plantas. Me volví muy sensible a lo que le ocurre a todos estos seres vivos y a todos nosotros.

      albert hofmann

      Muy pocos pondrían objeciones a la premisa de que no conocemos el mundo físico, sino tan solo nuestras representaciones de él, pero nos cuesta asumir en todo su alcance las hondas implicaciones de semejante aseveración, y no es la menor de ellas que, en palabras del neurocientífico David Eagleman, la realidad es “un relato que se escenifica dentro del auditorio herméticamente cerrado del cráneo”, una creación subjetiva o, por qué no decirlo, una alucinación. Y lo mismo podría afirmarse de nuestro yo, conciencia o mente. Son el resultado de la actividad cerebral. El mundo tal y como lo experimentamos no existe fuera de nuestra cabeza, como afirmó el filósofo Immanuel Kant en el siglo xviii. O, para decirlo con sus propias palabras, no conocemos cómo son los objetos en sí, sino únicamente cómo se presentan a nuestros sentidos. Buena prueba de ello es que basta ingerir apenas unos miligramos de una substancia de origen vegetal como la mescalina (peyote y otros cactus) o fúngica como la psilocina (hongos psilocibinos) para alterar nuestra percepción del mundo exterior y de nosotros mismos. Esos alucinógenos, incluso tomados en dosis homeopáticas, son tan poderosos que permiten saltar la valla de la conciencia, ir más allá de los límites de la razón y adentrarse en un territorio vedado a la lógica, donde la separación entre lo objetivo y lo subjetivo se difumina y el yo se disuelve temporalmente. Bajo sus efectos nos convertimos en otras personas, y el aparentemente sólido edificio de la realidad se resquebraja y, por sus rendijas, se cuela el misterio y lo sagrado. Puede que se trate de aberraciones de la percepción, pero esas alucinaciones o visiones de una lucidez deslumbrante llegan a inducir un cambio de conciencia y una conversión o despertar espiritual. No resulta extraño que muchos consumidores vuelvan de esos viajes interiores transformados y convencidos de haber recibido una revelación.

      En el budismo zen se compara la conciencia con un jardín interior, porque, al igual que este, requiere un mantenimiento constante y se halla delimitado, cercado. Asimismo, ambos procuran desbordar los marcos establecidos, romper las barreras visuales y conquistar el horizonte. Desde que los sapiens son sapiens, una de las maneras de liberar nuestra mente de la clausura y otear el territorio que se extiende más allá del sentido común ha sido ingerir plantas u hongos con propiedades psicoactivas. Esas experiencias, rayanas en la locura, nos han permitido asomarnos por la ventana, empañada por un vaho de ebriedad, fuera de la caja craneana y cobrar una perspectiva de campo más amplia. Lo mismo podría decirse, en otros contextos, de nuestra afición a vallar y domesticar trozos de naturaleza para el deleite humano.

      Una forma de narrar la historia del jardín es describir este como “una caja de luz”, por usar las palabras del extraordinario paisajista Fernando Caruncho, una caja que contiene lo más precioso y va perdiendo una a una sus paredes. El universo del animal humano es del tamaño de su jardín. Esa naturaleza domesticada y cercada para su deleite refleja la cosmovisión de cada época. Así, durante el Medievo el hortus conclusus monástico y el hortus deliciarium palatino encerraban entre sus altos muros un fragmento del paraíso terrenal perdido o una migaja del cielo prometido. El Renacimiento tumbó uno de los cuatro tabiques de esa caja sagrada y el jardín se abrió al paisaje. Las vistas panorámicas se incorporaron a su diseño en las villas italianas. El Barroco amplió, gracias a las perspectivas, el campo de visión, extendiendo los confines del parque a la francesa más allá del horizonte. Con la ayuda de la geometría y la óptica, la arquitectura vegetal hizo realidad el sueño autocrático de conquistar el infinito. La Ilustración no cejó en este empeño de borrar las barreras visuales. El jardín paisajista inglés llevó esta vocación de fundirse con el paisaje y escapar de las coordenadas espaciotemporales hasta sus últimas consecuencias. William Kent pronunció en 1817 las palabras que marcaron el final del muro perimetral y el inicio de un nuevo capítulo de esta narración: “Salté la valla y vi que la naturaleza entera era un jardín”. Escuchar al genio del lugar significará para los románticos respetar la naturaleza. A nuestros contemporáneos les embargará un delicioso horror cuando, en la década de los años