Santiago Beruete

Aprendívoros


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Esa actitud, teniendo profundas implicaciones económicas y políticas, es fundamentalmente una empresa filosófica. La búsqueda sin término de la verdad tras las apariencias y la lucha contra las falsas opiniones ha sido desde antiguo el principal acicate de los amantes de la sabiduría. Tan cierto como que la crisis ecológica encubre una crisis ética y existencial es que no habrá justicia climática mientras no hagamos nuestros los valores filosóficos de la moderación, la prudencia, el espíritu crítico y la suficiencia racional.

      Además de un animal lingüístico, social, político, en celo permanente, dotado de la facultad de reír, consciente de que va a morir y que trabaja para cubrir sus necesidades, el primate humano es por naturaleza y vocación un aprendívoro. El afán de saber constituye no solo el rasgo distintivo de nuestra especie, sino lo que dota de valor y sentido a nuestra existencia particular. Durante nuestro tránsito por este mundo todo nos interpela. Hasta tal punto es así, que, como escribió José Saramago, la vejez empieza cuando perdemos la curiosidad. Su cultivo representa el primer y último propósito de la educación, pues una vida plena significa una vida de continuo aprendizaje.

      referencias bibliográficas

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      SERRES, Michel (2013): Biogée, París, Le Pommier Poche.

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      humus, humano, humildad: tres conceptos y una misma raíz

      El colapso es el horizonte de nuestra generación, es el comienzo de su futuro. ¿Qué será lo próximo? Todo esto queda por pensar, imaginar y vivir…

      pablo servigne y raphaël stevens, comment tout peut s’effondrer

      Cultivar la tierra y el intelecto son actividades más estrechamente relacionadas de lo que en un principio cabría imaginar.

      Una de las versiones más modernas del influyente mito de Prometeo narra que este titán griego crea a la mujer y el hombre a partir de barro. Moldea sus figuras con tierra empapada en agua de lluvia y, luego, les insufla el hálito de la vida. Este no es, desde luego, el único mito de la creación que presenta a los humanos como criaturas salidas de las manos de alfarero de los dioses. Sin ir más lejos, al comienzo de la Biblia se describe cómo Jehová crea a Adán modelándolo en arcilla. Esa conexión umbilical con el suelo que pisamos está presente en la propia etimología de la palabra humano, que procede de la voz latina humanus, compuesta de humus (tierra) y el sufijo -anus, que indica procedencia o pertenencia. Por eso mismo, cuando se entierra a alguien, se dice que fue inhumado.

      La idea de que somos humus andante inspira la ceremonia del Miércoles de Ceniza en la tradición cristiana, con la que se da inicio a la Cuaresma. El sacerdote dibuja una cruz en la frente de los fieles con los dedos embadurnados en la ceniza resultante de quemar las palmas sacadas en procesión el Domingo de Ramos del año anterior y bendecida durante la misa. Mientras, musita en latín: “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” (‘Recuerda, humano, que eres polvo y en polvo te has de convertir’). Creyente o no, nadie ignora que, tras la hora final, nos reintegraremos a la tierra y fundiremos con ella, como sugiere esa frase del Génesis.

      El suelo fértil, que acoge a millones de organismos microscópicos, bacterias, hongos y protistas, apenas representa una película de entre veinte y treinta centímetros de grosor. La agricultura intensiva rompe su frágil equilibrio y echa a perder su vitalidad al hacer un uso sistemático de abonos, pesticidas y otras substancias químicas contaminantes. Nuestros prejuicios antropocéntricos nos impiden ver que, con esas prácticas, lejos de enriquecer la tierra, la empobrecemos, lo que nos obliga a invertir tiempo y energía en mitigar los efectos indeseados de nuestras acciones y revertir la tendencia a los rendimientos decrecientes.

      Por algo se dice de alguien con formación y buenos modales que es una persona cultivada. Si bien se piensa, la subsistencia de los seres humanos constituye el fin último tanto de la enseñanza como de la agricultura. Se ha buscado intensificar los cultivos y también la producción de personas instruidas, de ahí que los sistemas educativos modernos adolezcan de males parecidos a los de la agricultura industrial: monocultivo, sobrexplotación y declive de los resultados. La forma en que producimos los alimentos para cubrir nuestras necesidades nutricionales implica cuestiones de hondo calado existencial. Resulta imposible responder a la cuestión filosófica por excelencia, cómo vivir, sin plantearse cuál es la mejor manera de cultivar nuestra comida y nuestro espíritu. Más adelante nos detendremos a hablar de ello, pero por ahora nos limitaremos a señalar que la agricultura no es una actividad natural, con excepción hecha, claro está, de la recolección. Cultivar supuso una revolucionaria innovación cultural, que marcó un antes y un después en nuestra dilatada historia evolutiva. Los miembros de nuestra especie llevaban muchos miles de años errando por la Tierra cuando, para superar la escasez de alimentos originada por la caza masiva al final del Paleolítico, se asentaron en el territorio y aprendieron a hacer crecer cultivos para su sustento.

      Una de las secuelas de la revolución agraria fue la invención del alfabeto. Los primeros escribas no fueron poetas ni historiadores, sino meros contables. No cantaban las glorias de los dioses, las hazañas de los héroes o