reflejada en los ecosistemas naturales la imagen del libre mercado, con miles de actores que interactúan siguiendo sus impulsos egoístas para lograr el bien común, y se sentirán sin duda tentados de pensar que trabajar con y como la naturaleza es el horizonte hacia el que dirigirse.
Un buen ejemplo de lo que venimos diciendo es un árbol. Este es un prodigio de ecoeficiencia, la viva imagen de la sostenibilidad y la metáfora visual de una economía circular. A diferencia de nuestra especie, este no genera residuos ni emisiones. No malgasta y tampoco consume más de lo que necesita. Sus ocasionales desechos son alimento para otros. Las ramas secas, las hojas muertas y los frutos caídos se convierten en humus fertilizante, que provee de nutrientes y ofrece cobijo a microorganismos, hongos, insectos y gusanos, cuyos restos y deyecciones enriquecen el suelo y regeneran su fecundidad. El aparente derroche de producir tantas semillas y hermosas flores, lejos de ser un gasto de energía superfluo, sirve para atraer a los insectos polinizadores y reclutar para su causa a otras especies mutualistas, entre las que se encuentran también los humanos.
No solo es pionero en el uso de materias renovables y la gestión de residuos, sino que también nos enseña cómo conseguir más con menos. Hasta la más imponente secuoya ha nacido de un pequeño grano, que cabe en la palma de una mano. En la semilla se encuentra en potencia el árbol y este produce incontables semillas. Se podría decir sin exagerar que multiplica la riqueza y ofrece más de lo que consume. Solo por eso merecería ser considerado el paradigma de la autosuficiencia y la productividad. Además de representar una fuente de inspiración para nuestros proyectos, constituye también, yendo un paso más allá, un maestro de vida. Del mismo modo que extraemos de sus frutos, hojas, corteza y raíces los principios activos para elaborar muchos remedios y medicinas, con los que curar los males del cuerpo, podríamos asimismo aprender de él valiosas lecciones sobre “la ardua ciencia de saber vivir bien” de la que hablaba Michel de Montaigne. El árbol predica con el ejemplo. Materializa una parábola sobre la sobriedad feliz, cuya moraleja reza: la plenitud es lo contrario del despilfarro.
Por lo demás, los árboles no existen aislados de su entorno. Están ligados por un pacto de dependencia mutua y una alianza de solidaridad con sus vecinos. Tan solo a los animales racionales se les ocurre extraer de la tierra bienes y riquezas sin devolver a cambio nada fácilmente reutilizable, degradando la trama ecológica de la que dependen. Mientras que la naturaleza responde al reto de la supervivencia con el florecimiento de la biodiversidad y las redes simbióticas, la industria humana apuesta por la uniformización y la lógica del máximo beneficio. Seguramente nos iría mejor si emuláramos la eficiencia funcional de los árboles, así como su actitud vital.
Habrá también quien piense que se trata solo de una simple metáfora, de poesía barata, y que se necesita mucho más para cambiar el rumbo de los acontecimientos y un modelo económico condenado al fracaso. Pero se equivocan los que pasan por alto la aversión a la incertidumbre de los humanos e ignoran su dificultad para vivir sin ficciones consoladoras. Que las personas cambien de hábitos y se comprometan con la sostenibilidad, el decrecimiento o el conservacionismo no depende de añadir más evidencias del calentamiento global, la extinción de las especies o la contaminación atmosférica, ni tampoco de elaborar argumentos más convincentes sobre la urgencia y la magnitud del problema o aportar cifras más abrumadoras sobre el aumento de la temperatura, el nivel de los océanos o la concentración de partículas nocivas en el aire o de microplásticos en las aguas de los mares. La solución ahora requiere de persuadirles con un relato, alternativo a la cultura del despilfarro y la celeridad, que corrija nuestra tendencia a normalizar lo anormal y a olvidarnos de que somos hijos de la biosfera. Para afrontar los estragos del Antropoceno necesitamos una nueva narrativa, que conjugue las enseñanzas de hoja perenne de la filosofía con la fe en la duda de la ciencia, y plantee una relación con el planeta no fundada en la rapiña y el consumo desenfrenado de los recursos, sino en el conocimiento, el cuidado y el respeto.
Una de las más hermosas historias que se ha contado la humanidad para no perder la fe en el futuro y no morir de la verdad, como diría Nietzsche, es la visión de la Tierra como un organismo vivo, autónomo y autorregulado, del cual formamos parte y del que dependemos para sobrevivir. No es casual que James Lovelock desarrollara la teoría Gaia al mismo tiempo que se difundían las primeras fotografías del planeta azul tomadas desde la exosfera por las distintas misiones espaciales. Resultan elocuentes a este respecto las palabras del astronauta Bill Anders, quien, en 1968, viajaba a bordo del Apolo 8 y tomó una de las instantáneas más emblemáticas: “Hemos hecho todo este camino para explorar la Luna y lo más importante es que hemos descubierto la Tierra”. Las imágenes de esa frágil nave interestelar, por usar una expresión de la época, en la que la humanidad entera vagaba por la inmensidad del cosmos, no dejaron indiferente a nadie y contribuyeron al despertar de la conciencia planetaria. Muy pronto surgieron las primeras asociaciones ecologistas. Compartir el mismo hogar y un destino común hermanaba a la gran familia sapiens con el resto de los pobladores no humanos de ese paraíso terrestre o jardín planetario. Otro tanto había ocurrido un siglo y pico antes cuando la publicación de El origen de las especies (1859) de Charles Darwin puso en circulación la idea de que las personas eran primates evolucionados. Las primeras asociaciones de defensa de los animales se crearían poco tiempo después, presumiblemente inspiradas por la poderosa narrativa del darwinismo, que destronó al Rey de la Creación, bajó del pedestal al ser humano y lo convirtió en una criatura más del reino animal.
Según no pocos expertos, el siguiente paso será la ruptura de la línea evolutiva y el advenimiento de la poshumanidad o transhumanidad a través de la alianza de la inteligencia artificial con la ingeniería genética. Pero el cambio climático avanza más rápido que nuestras tecnologías, y sobrevivir a él no pasa por usurpar el papel de Dios Creador y escapar a la prisión del yo, accediendo a otro nivel de existencia descarnado y virtual, sino por ahondar en nuestra humanidad y superar la dicotomía naturaleza y cultura, dejando atrás nuestros prejuicios antropocéntricos. Al mismo tiempo que nos concienciamos de ser terrícolas, se va adueñando de nosotros el temor de que la Tierra se tome la revancha y se vengue de nuestros continuados expolios y desmanes. Y los sapiens nos convirtamos en otra especie más al borde de la extinción.
El cambio climático prolonga una larga tradición de profecías milenaristas, que auguran el final de los tiempos. La huella del carbono se suma a la larga lista de calamidades que, a lo largo de los siglos, han hecho sonar las atronadoras trompetas del apocalipsis. Su estremecedora y aciaga melodía alerta a la humanidad de que se acerca el armagedón. Esta fatídica amenaza, de la que esta vez somos responsables únicamente nosotros, nos apremia a cooperar en la salvación de la casa común del mundo. Anticipando lo que sucederá nos aliviamos de la ansiedad ante el futuro y nos engañamos con la falsa ilusión de controlar los acontecimientos. Arropamos nuestra vulnerabilidad con narraciones que dirigen y dotan de sentido nuestros actos, y hacen más soportable la realidad. En vista de que nuestra percepción del porvenir condiciona el presente, debemos ser muy cautos a la hora de elegir las ficciones conforme a las que queremos vivir. Esos indispensables relatos, que nos crean y creamos, convierten el desierto del sinsentido en un jardín habitable.
Los sapiens estamos diseñados para sobrevivir, pero no para conocernos a nosotros mismos. Aunque nuestra facilidad para engañarnos nos ha ayudado a lo largo de nuestra historia evolutiva a encarar las adversidades y superar los más variados retos como especie, ha terminado por convertirse en el principal escollo a la hora de percatarse de la envergadura del problema y afrontar sin demora la emergencia climática. Lo que todos debiéramos comprender es que negar las evidencias y escapar de la realidad de los mil y un modos que hemos perfeccionado a lo largo de los siglos solo empeorará las cosas. Tan inoperante y escapista es melodramatizar como resignarse, cerrar los ojos a las inequívocas señales de alarma como asumir que está fuera de nuestro alcance la solución al problema. Debemos optar entre estar a la altura de las circunstancias y cambiar sin garantías o ir detrás de los acontecimientos y acarrear las consecuencias.
A estas alturas, la conservación de la especie depende irónicamente del instinto de conversación o, para decirlo más claramente, de recuperar la ética filosófica del diálogo y su vieja aspiración a vivir conforme a la naturaleza. Esa es la última frontera del pensamiento crítico. Si pretendemos convertir la crisis ecológica en una oportunidad y salir