Santiago Beruete

Aprendívoros


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sus hábitos, les ofrece una bandera que enarbolar y una consigna a que aferrarse. Nos permite vernos haciendo lo correcto, sin tener que realizar demasiadas renuncias y concesiones.

      Ese dilema pone a prueba la inteligencia de la que presume el animal humano, enzarzado en una guerra sin cuartel contra la naturaleza de la que forma parte. Mientras nos sigamos empeñando en buscar soluciones tecnológicas a los problemas causados por la propia tecnología, en hacer viable un inviable estilo de vida y en justificar un injustificado crecimiento sin fin, más sombras se cernirán sobre el futuro. Las respuestas que necesitamos se encuentran en otra parte, fuera de nuestros marcos mentales y más allá de las fronteras de lo previsible, lejos de las cancillerías, las universidades, las conferencias sobre el clima…, a ras del suelo. Para ilustrar la clase de revolución que necesitamos para salvarnos de nosotros mismos contaré la historia de Masanobu Fukuoka (1913-2008).

      Sus orígenes fueron campesinos. Nació en una aldea de la isla de Shikoku, situada al sur del archipiélago japonés. Su familia poseía una pequeña propiedad dedicada al cultivo de cereales y mandarinas, lo que no le impidió cursar estudios universitarios y formarse como fitopatólogo. Quien llegaría a ser con el tiempo uno de los pioneros de la agricultura alternativa, recibió una sólida preparación científica. A los veinticinco años trabajaba en el departamento de aduanas de la ciudad portuaria de Yokohama, donde se ocupaba de inspeccionar las plantas que entraban y salían del país a fin de detectar posibles insectos portadores de patógenos. Dirigía el laboratorio Elichi Kurosawa, quien había sido el primer investigador en aislar una hormona del crecimiento vegetal, la giberelina, e identificar el hongo causante de la infección de los cultivos de arroz conocido como “bakanae”. Su figura ejerció un decisivo magisterio sobre Fukuoka, quien, por aquel entonces, vivía entregado a su actividad investigadora, tratando de dilucidar la etiología de la gomosis, una enfermedad fúngica que afecta a los troncos, las ramas y los frutos de los cítricos. Pese a su pasión por el trabajo, no desdeñaba salir por la noche y disfrutar de las diversiones que ofrecía Yokohama a un joven inquieto como él.

      Su vida podría haber seguido un curso muy diferente si no hubiera contraído una pulmonía aguda, tal vez por culpa de sus excesos, que le condujo a las mismas puertas de la muerte. Después de que le dieran de alta en el hospital de la policía, se sumió en un estado de abatimiento rayano en la depresión nerviosa. No podía dormir ni concentrarse en el trabajo. Intentando dejar atrás sus sombríos pensamientos y encontrar la salida de su laberinto mental, se acostumbró a dar largas caminatas al acabar la jornada laboral, hasta que una noche se desplomó exhausto en una colina junto al tronco de un gran árbol, donde le sorprendió el amanecer. El día ya era viejo para él cuando el sol empezaba a despuntar por el horizonte. Mientras contemplaba cómo la brisa disipaba la neblina que cubría el puerto, escuchó sobre su cabeza un aleteo y una garza se posó a su lado. Pasados unos instantes, el ave remontó el vuelo y desapareció de su vista llevándose los últimos jirones de la noche y su pesadumbre existencial. Su espíritu se alivió e iluminó. Se le reveló el sinsentido de todo y le invadió una súbita y desconocida ligereza.

      Muchos años después, Fukuoka recordaría aquel amanecer como el instante en que su trayectoria vital dio un giro de 180º. Aunque seguía siendo una persona vulgar y corriente, tenía un propósito. Puede que todavía no supiese con seguridad cuál, pero comprendió que una etapa había acabado. A la mañana siguiente acudió como todos los días laborables al laboratorio y presentó a sus jefes su dimisión irrevocable y, seguidamente, comunicó a sus amigos la noticia. Ni unos ni otros supieron cómo tomarse su repentina decisión de dar la espalda a todo e ir en pos de no se sabía muy bien qué. Tras la expresión de desconcierto de sus rostros se advertía la preocupación por su estado mental y su futuro. Aquel hombre joven, volcado en sus investigaciones y, hasta entonces, aparentemente satisfecho, lo dejaba todo sin más explicaciones.

      A partir de entonces, Fukuoka viajó sin rumbo fijo, a la aventura, durante meses. Se perdió en aldeas que no figuraban en los mapas y en las tumultuosas calles de Tokio. Al oírle hablar, algunos lo tomaban por un excéntrico y otros por un vago. Y no faltaban tampoco quienes creían que estaba mal de la cabeza. Anduvo de aquí para allá, a la deriva, como una semilla que arrastra el viento, sin encontrar dónde arraigar, hasta que, después de dar muchos tumbos, regresó a la granja familiar y se instaló en una cabaña. En el curso de esa peregrinación en busca de sí mismo no encontró un maestro, por lo que acabó convirtiéndose en autodidacta.

      A su vuelta a casa su padre le confió el cuidado de los mandarinos del huerto. Desoyendo la costumbre de podar los árboles en forma de “vaso de sake” para facilitar la recolección de los frutos, el inconformista Fukuoka dejó que creciesen libremente. Lamentablemente, las ramas acabaron entrecruzándose y los insectos no tardaron en atacar a los frutales, con el triste resultado de que un buen número de ellos se secaron. Pasarían años antes de que comprendiese la diferencia entre abandonar las plantaciones a su curso natural y conseguir que la naturaleza haga su trabajo, realizando tan solo pequeñas intervenciones de una estudiada simplicidad, menos invasivas y certeras cuanto más meditadas. En La revolución de una brizna de paja (1978), un pequeño libro que crece en el recuerdo, donde resume su experiencia de tres décadas como cultivador, escribió: “Si una sola yema de un árbol frutal es cortada con unas tijeras, esto puede provocar un desequilibrio que no podrá ser corregido. […] Cuando las ramas crecen de forma natural se extienden alternativamente alrededor del tronco y las hojas reciben uniformemente la luz solar. Si se rompe esa secuencia, las ramas entran en conflicto, se ponen unas encima de las otras, se enredan, las hojas se marchitan en los lugares en que el sol no puede penetrar. Esto es el origen de que los insectos causen daños. Si el árbol no se podó, al año siguiente aparecerán más ramas secas”.

      La Segunda Guerra Mundial le sacó de su retiro voluntario, pues fue nombrado investigador jefe de control de insectos y enfermedades de la prefectura de Kochi. Desde su cargo de supervisor del departamento de agricultura científica contribuyó a incrementar la producción de alimentos. Una vez acabadas las hostilidades, retornó a su vida campesina, resuelto a poner en práctica las técnicas de lo que llamaba “agricultura natural” para diferenciarla de la tradicional y la científica. Durante las siguientes tres décadas no abandonó su granja y apenas mantuvo contacto con gente de fuera de su propia comunidad, mientras, inmune al desaliento, perfeccionaba su método de no-hacer y comprobaba empíricamente que no se precisaba arar, abonar o fumigar para obtener una cosecha abundante. A su entender, la misión del agricultor no consistía en estimular la fertilidad del terreno, sino en evitar echarla a perder con prácticas tan innecesarias, amén de perjudiciales, como el laboreo, la extinción de insectos o la poda. Cuando la tierra se hace dependiente de fertilizantes, herbicidas, plaguicidas y demás productos químicos, se rompe el equilibrio, se degrada vitalidad del suelo y se incrementan los costes de producción. Desde la perspectiva de que es la naturaleza y no el ser humano quien cultiva la comida, cuanto menos se intervenga y más se preserven las condiciones naturales, mejores resultados se obtendrían.

      El caso es que Fukuoka se las ingenió para prescindir de roturar el suelo a fin de oxigenarlo plantando una estudiada combinación de cereales (centeno, arroz y cebada). También encontró el modo de ahorrarse la engorrosa tarea de desherbar y abonar las tierras de labor controlando el crecimiento de algunas, injustamente llamadas, malas hierbas como el trébol blanco japonés, que, una vez cortadas, servían para acolchar y nutrir el suelo. Por si esto fuera poco, evitaba el empleo de productos fitosanitarios plantando crisantemos y diferentes plantas aromáticas, que repelen los insectos. Incluso encontró una solución, no por modesta menos efectiva, para simplificar la siembra y no tener que cavar y trasplantar. Fabricaba unas bolitas de arcilla, que contenían simiente y estiércol en proporciones variables según los casos, y las esparcía a voleo sobre el terreno. Ese método de cultivo, inspirado en el budismo zen y el taoísmo, requiere menos labor que cualquier otro, pero obtiene rendimientos equiparables o superiores a las explotaciones más rentables y mecanizadas, con la ventaja de que no genera desechos ni consume combustibles fósiles y mejora de estación en estación la fertilidad de los campos. La siembra directa sin laboreo, la rotación de cultivos complementarios, el aprovechamiento de las hierbas silvestres como el mantillo y el equilibrio entre comunidades de insectos le permitían a Fukuoka ahorrar no solo maquinaria, abonos y plaguicidas, sino