Quizá no haya una prueba más inapelable y contundente de la lucropatía y el individualismo imperante en nuestra época que la escasa o nula sensibilidad hacia las necesidades de los que vienen detrás de nosotros. Las cifras de desempleo juvenil, que oscilan entre el 25% en los países supuestamente avanzados y más del 50% en el resto, revelan que el vigente modelo económico ha quedado obsoleto y no puede garantizar la prosperidad. La falta de solidaridad intergeneracional evidencia la honda crisis ética y la pérdida de valores que se halla detrás de la crisis ecológica. No encontraremos soluciones efectivas a esta sin abordar antes aquella, superar nuestro malsano egoísmo y dotarnos de nuevos códigos de conducta. La transición hacia un futuro sostenible, además de energética y económica, debe ser también moral. A fin de cuentas, no hay mayor innovación que un cambio de mentalidad.
Todos y cada uno de nosotros, sin excepción, estamos embarcados en un experimento medioambiental de resultados impredecibles. No podemos seguir creciendo al ritmo actual sin acercarnos al horizonte de un colapso medioambiental. El creciente impacto de la actividad humana sobre los ecosistemas terrestres y marinos está comprometiendo las condiciones de la vida en la Tierra. ¿Cuánto más podremos seguir violentando la biosfera sin provocar una catástrofe e, irónicamente, una abrupta regresión al estado de naturaleza? El riesgo de ecocidio es tan real que, según muchos científicos y activistas, hemos entrado en una nueva era geológica: el Antropoceno, caracterizada por la dominación de los humanos sobre el planeta. En todas las latitudes los paisajes antropizados suplantan a la naturaleza salvaje, que va camino de convertirse en un bien escaso, cuando no de desaparecer o alcanzar la categoría de mito o concepto metafísico. Todo empieza a ser naturaleza humana, manufacturada en mayor o menor medida. Nuestro futuro se halla limitado por la ausencia de límites.
No sé si, como sugiere Gunter Pauli entre otros expertos, la actual emergencia climática es una bendición disfrazada de amenaza, que nos impulsa a cooperar, reformar nuestro modo de pensar y comportarnos, cambiar de paradigma económico y dar un salto evolutivo. Sea como fuere, la crisis medioambiental nos concierne a todas y todos. Y por acción u omisión nos posicionamos frente a ese dilema. Sabemos en nuestro interior que no somos los dueños del planeta, pero continuamos gastando más recursos de los que disponemos y comportándonos con imprudente temeridad. Asumimos que el crecimiento económico no puede ser ilimitado, pero nos resistimos a vivir por debajo de nuestras posibilidades. Veneramos la Tierra, pero estamos en guerra con ella. Somos naturaleza, pero también su amenaza más seria.
Son muchos y muy graves los problemas socioecológicos que ponen en peligro la viabilidad de nuestra civilización: la extinción de especies, la deforestación, la acidificación de los océanos, el aire irrespirable, la escasez de agua potable y un largo etcétera. Hace demasiado tiempo que sobrexplotamos los recursos naturales y que las demandas de materias primas y fuentes de energía exceden la capacidad de regeneración de la Tierra. Si partimos de la premisa de que no es sostenible en el tiempo nuestro sistema de consumo y producción, ni por supuesto extensible a todos los habitantes del planeta, no nos queda otro remedio que cambiar para sobrevivir. El porqué está claro, pero seguimos discutiendo cómo conciliar el imperativo capitalista de maximizar los beneficios con el desarrollo sostenible, el mandato de dar al consumidor lo que pide con la acuciante necesidad de frenar el consumo per cápita, y el libre comercio global con la conveniencia de imponer restricciones a esa forma de fraude consentido que es la publicidad y el marketing. Estamos descubriendo con una mezcla de desconcierto y pesadumbre que una sociedad insaciable engendra individuos insatisfechos, ávidos de gratificaciones inmediatas y manipulables mediante expectativas ilusorias. Y para colmo de males, resulta cada vez más difícil no sentirse desencantado de la democracia cuando la desigualdad rebasa todos los límites y no cesa de crecer. Mientras avanzamos hacia un sistema de castas climático, la cuenta atrás prosigue.
Cada vez son más las voces autorizadas que abogan por cambiar un modelo lineal de economía, ineficiente e insostenible, basado en comprar, usar y tirar, por otro circular y regenerativo, que emule la compleja simplicidad de la naturaleza, sus principios de diseño y su dinámica cíclica, y se desligue de la obsolescencia programada y la lógica depredadora de la rentabilidad a cualquier coste. La economía circular, en la que catalizan las enseñanzas de una amplia variedad de teorías desarrolladas en las últimas décadas, está llamada a revolucionar nuestro estilo de vida y modificar radicalmente nuestros patrones de producción y consumo. Si queremos cambiar estos antes de que sea demasiado tarde y esté fuera de nuestro alcance decidir nuestro futuro, urge refundar la alianza con la naturaleza. Por muy importante que sea promover la gobernanza internacional, establecer límites planetarios al crecimiento industrial, potenciar la eficiencia energética y abogar por la sobriedad feliz y la simplicidad voluntaria, se requiere algo más para salir de la encrucijada en que nos hallamos. Además de alcanzar acuerdos deliberativos, desarrollar innovaciones ecotecnológicas y acelerar la transición hacia una economía circular, es preciso colonizar el imaginario colectivo con una nueva narrativa, que movilice las luminosas fuerzas del eros y el altruismo para salvar lo que amamos. Ese mito fundacional de una nueva era de ilustración ecológica debe satisfacer la necesidad primordial de arraigo y pertenencia de los terrícolas, dotar de sentido a los sacrificios necesarios para revertir la situación y aunar subjetividades en la tarea común de poner freno a la degradación de la biosfera. Antes de que no haya tiempo para rectificar y atravesemos el umbral de un calentamiento irresistible, debemos aprender a conciliar las necesidades de la civilización humana con el cuidado de la Tierra-patria, por usar la expresión del filósofo Edgar Morin.
Frente al coro de agoreros del cambio climático, que vaticinan una inminente catástrofe medioambiental, se alza otro de voces igualmente autorizadas que auguran el advenimiento de una nueva era de inteligencia ecológica, donde los hidrocarburos serán sustituidos por fuentes de energía renovable digitalizada y los modelos empresariales lineales, condenados al fracaso, dejarán paso a otros circulares, de cero emisiones y residuos. Michel Serres (un nuevo contrato socioecológico), William McDonough y Michael Braungart (diseño de la cuna a la cuna), Gunter Pauli (la economía azul) y Jeremy Rifkin (New Green Deal Global) son algunos de los visionarios de este gran salto adelante. El optimismo que destilan sus redentoras propuestas tecnoutópicas contrasta vivamente con el paralizante pesimismo de los milenaristas climáticos, que hablan de la venganza de la Tierra y el final de la historia humana e invitan al sálvese quien pueda. La ideología economicista del crecimiento indefinido va cediendo el terreno a una comprensión más profunda de la unidad de todo lo viviente. Y la visión reduccionista de que la naturaleza representa un bien de consumo más, es sustituida por la de la Tierra como un organismo vivo y autorregulado, un sistema de sistemas. Términos como biomímesis, ecosofía y permacultura forman parte de un mismo campo semántico, al igual que diseño regenerativo, economía azul y esperanza activa. A lo largo de las últimas décadas se ha ido fraguando una nueva conciencia, que trasciende el pensamiento ecológico o, mejor sería decir, lleva sus principios hasta las últimas consecuencias, y cuya mitología se está todavía construyendo.
Conocemos la trama de ese épico relato que todos estamos llamados a encarnar. Su argumento narra la odisea de la gran familia humana, conminada a cambiar para no extinguirse, a actuar junta con un propósito y transformar su espíritu de conquista en voluntad de cooperación. Mientras descubrimos las palabras justas para contar esas realidades que rebasan nuestros marcos conceptuales, podemos empezar por asumir que el animal humano no está solo. Comparte el planeta con muchos otros seres vivos, más del 90% de los cuales son plantas. “El alquimista supremo”, las ha llamado la bióloga Sandra Myrna Díaz.
Un hecho en el que nunca se insistirá suficiente es que todas las formas de vida están conectadas y sostienen un incesante diálogo las unas con las otras del que todavía lo ignoramos casi todo. Sabernos emparentados genéticamente con el resto de los seres vivos nos debería servir de cura de humildad y prevenirnos contra la perniciosa arrogancia de sentirnos superiores. El compartir el ADN con los otros habitantes del planeta nos arraiga y religa, pero también comporta una gran responsabilidad. La codependencia de todos los organismos constituye al mismo tiempo una revelación espiritual y un dato empírico, un misterio insondable y el fundamento de la biología. Todos somos parte de lo mismo. Animales, plantas y humanos estamos hechos de los mismos átomos y compartimos el mismo código genético. También nos hallamos hermanados por la compasión, la simbiosis,