Juan Manuel Villulla

Las cosechas son ajenas


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provincias. Pero la gran diferencia con las experiencias previas —que habla del cambio en la naturaleza social y política del proceso abierto entonces— es que existió la voluntad política de hacerlos cumplir por mecanismos concretos y palpables: patrullajes por los campos, automóviles, financiamiento, oficinas, un aparato burocrático aceitado, y hasta comisarías dispuestas a apoyar denuncias y reclamos obreros (Ascolani, 2009; Palacio, 2009). Nada de esto logró resolver los problemas derivados de la crisis agrícola, pero los trabajadores encontraron en el gobierno un apoyo jamás visto a la mayoría de sus demandas, lo cual reforzó en su seno a las corrientes político-sindicales de tipo reformista que apelaron —ahora con más fundamento que antes— al auxilio de un Estado benefactor para resolver sus conflictos con el capital. Y por el contrario, los empleadores sintieron como nunca la intromisión efectiva del Estado en un terreno que hasta entonces había sido esencialmente de su dominio, lo que motivó un tipo y nivel de controversias inéditas entre obreros y patrones del campo (Palacio, 2009).

      De todas formas, la normativa dejó afuera a los trabajadores agrícolas transitorios, que seguían siendo la mayoría numérica y la fracción más combativa de los obreros rurales. De hecho, si bien los peones permanentes se encontraban directamente beneficiados por las nuevas disposiciones, estaban más condicionados para ayudar a efectivizarlas dada su falta de organización sindical, y el tipo de relación personal que los vinculaba a los patrones. Por el contrario, los díscolos braceros temporarios tomaban las conquistas parciales de cada temporada y se sentían autorizados para hacer cumplir las disposiciones a través de la acción directa, con o sin el apoyo de las fuerzas de la ley y el orden, como graficó Mascali (1986:56):

      “En el año 1946, nuevamente la cosecha fina sobrellevó un clima de violencia en el agro, aparentemente de mayor magnitud que el anterior. En uno de los telegramas que la Federación Agraria enviara al presidente Perón a fines de 1946 […] es posible advertir el clima extremo de violencia desatado […]. ‘Hoy en la localidad Casilda en chacra hermanos Castelli fue asaltada a mano armada destrozando máquina cosechadora y dejando varios heridos’.”

      Luego de tres años de fuertes conflictos en el marco de la crisis agrícola, la situación específica de los obreros agrícolas temporarios se contempló en 1947 con la ley 13.020. Ella abrió instancias oficiales de negociación colectiva para absorber pacíficamente estos antagonismos a través de la Comisión Nacional de Trabajo Rural y las Comisiones Paritarias Locales (Mascali, 1986). La ley consagró la obligatoriedad de contratar a un mínimo de personal para cada tarea agrícola —incluyendo siembra, cosecha y transporte de granos—; estipuló horarios y pautas salariales; fijó el peso máximo de las bolsas que podían cargarse; y ciertas condiciones de salubridad en las chacras. Además, mantuvo la obligatoriedad para los agricultores de proveerse de gran parte de la mano de obra a través de las Bolsas de Trabajo (Ascolani, 2009). Como parte de la misma batería de medidas, el gobierno propició a través de sus influencias en la Confederación General del Trabajo (CGT), la constitución del sindicato nacional de los obreros rurales: la nueva Federación Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (FATRE), que tuvo como base político organizativa las Bolsas de Trabajo de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (García Lerena, 2006). Así, el guiño estatal que estimulaba la centralización del movimiento obrero por rama, la articulación ofrecida por la central sindical, y la necesidad de contar con representantes oficiales en las nuevas instancias de negociación colectiva, aceleraron decisivamente la concreción de esta nueva Federación. Sin embargo, como contracara de este fortalecimiento organizativo, el sindicalismo obrero-rural comenzó a acusar una severa fisura interna de la que ya no volvería atrás, que separaba a los braceros manuales que nutrían las seccionales de FATRE, y a los operarios más calificados que se replegaban al aislamiento de los grandes establecimientos agropecuarios y la residencia rural.

      Sólo entre 1947 y 1952, alrededor de 60.000 jornaleros estacionales dejaron el campo para siempre (Gallo Mendoza y Tadeo, 1964; Bisio y Forni, 1977). El éxodo graficó la precariedad y la naturaleza limitada de la contención estatal a los obreros rurales. Con las sequías como telón de fondo, cuando la crisis obligó al gobierno a jerarquizar la productividad agrícola, relajó tanto su hostigamiento hacia las patronales del campo como la defensa de los peones (Lattuada, 1986). Para colmo, su acuerdo con los Estados Unidos habilitó el levantamiento del boicot y posibilitó la importación y producción local de maquinarias ahorradoras de mano de obra, como tractores y transporte automotor (Barsky y Gelman, 2001; Rapoport, 2007). En el mismo sentido, menos resonantes que las concesiones a las demandas obreras de 1947, fueron las cláusulas de la nueva legislación que prohibieron a los jornaleros la paralización de las labores en la agricultura, es decir, el derecho a huelga (Ascolani, 2009). Eso no significa que los peones fueran a cumplirlas, pero expresó la doble perspectiva con la cual el gobierno se involucró en la cuestión laboral agraria. Es decir, por un lado, este buscó en la clase obrera rural un punto de apoyo económico y político (Murmis y Portantiero, 1971; Martínez Dougnac, 2010). Pero por otro, en el marco del estancamiento agrario, no se propuso irritar a los agricultores más allá de lo que indicara la necesidad de proveerse de divisas a través de sus exportaciones de granos (Lattuada, 1986), por lo que se comprometió con los empleadores a garantizar a toda costa la continuidad de producción.

      Como parte de este equilibrio de concesiones, la ley 13.020 también permitió a los chacareros utilizar algo de su mano de obra familiar, y a los empleadores a buscar algunos de los peones que necesitaban fuera de las Bolsas de Trabajo. Estas licencias referían muy específicamente a maquinistas y tractoristas de cosecha y trilla, es decir, la capa superior de obreros agrícolas de oficio. En efecto, más allá de la legislación de 1947, este sector de operarios podía conseguir ocupación sin tener que acudir a las Bolsas de Trabajo. Por regla general, sus habilidades habían sido siempre algo escasas entre los jornaleros agrícolas y aún respecto a la mano de obra familiar. Además, su función en el proceso de trabajo seguía siendo necesaria, de modo que su oficio los hacía no tan fácilmente reemplazables. Esto los diferenciaba de la masa proletaria que constituía la base de las Bolsas de Trabajo, la cual muy lejos de ser imprescindible, caminaba por una delgada línea entre la desocupación y el trabajo rural, que mantenían algo artificialmente gracias a su persistente acción sindical y la oportuna tutela del Estado. Por lo tanto, si esas Bolsas eran la reserva organizada del proletariado rural pampeano y basaban su ligazón con sus miembros casi exclusivamente en pos de la búsqueda de empleo, los maquinistas y tractoristas de cosecha y trilla no tenían demasiados motivos para participar de ellas y se alejaron de la organización gremial.

      Esto operó una lenta mudanza subjetiva en estos obreros de oficio. Más que un colectivo de trabajadores que visualizara sus intereses en común, tractoristas y maquinistas se constituyeron en una suma de individuos que dependían de sí mismos y sus habilidades para conseguir trabajo y negociar sus condiciones. De ahí en más, la conflictividad proletaria y el sindicalismo rural quedaron restringidos a una fracción de trabajadores sin aptitudes precisas, que no podían hacer pesar otro oficio que el de su fuerza física, su férrea organización colectiva, y su integración al primer justicialismo como cobertura política de sus demandas. Seguramente sin proponérselo, la ley 13.020 solidificó esta división trascendental entre los obreros de la agricultura pampeana. Como resultado, si en el proceso de construcción de la hegemonía peronista los sindicatos eran su “columna vertebral”, los tractoristas y maquinistas más calificados que no acudían a la Bolsa quedaron por fuera de esta polea de transmisión política e ideológica.